Espiral de Saraswati

lunes, 17 de diciembre de 2012

SUSANA ROMANO SUED: UNA NOVELA



Conozco a Susana Romano Sued desde hace muchos años por su obra poética y ensayística. Llegó a mis manos esta novela  -Procedimiento- que aborda un tema muy caro a nuestra conciencia colectiva de argentinos: la detención ilegal de personas durante la última dictadura militar. Susana es una sobreviviente de los campos de detención clandestinos y logra crear  esta obra absolutamente literaria que se abre paso y encuentra un sitio único en medio  de otros libros de ficción y de la profusa producción de testimonios con un registro testimonial en su mayoría periodísticos. Sospecho que este libro irá creciendo con el tiempo a medida que se sumen lectores  que sean capaces de sortear esa bruma que se extiende entre las palabras y los hechos. Las posibilidades de lectura de Procedimiento son innumerables, quizá se puede sintetizar citando las palabras de Luisa Valenzuela en la contratapa del libro: "Así, con todo coraje, con ternura, con verdadera poesía, Procedimiento pinta un fresco de los años de espanto, vistos desde dentro, con las entrañas. Y se vuelve entrañable".


  

                                        EL CUERPO COMO ESCENARIO

Nos enfrentamos a un libro  con dos tapas, con capas, un libro que ya desde su factura parece remedar una máscara que, como tal, puede ser quitada, para que al ir extrayendo capa tras capa  nos acerquemos a un centro. Procedimiento es un libro que ha sido escrito no sobre una página en blanco sino sobre un saber colectivo, un saber  que  nació antes de que abramos el libro, un marco muy sólido que nos encarcela a todos en un conocimiento demasiado hondo. Luego, el libro nos va sorprendiendo, aquello que  creímos saber se nos muestra en su desesperante belleza.
 Estamos frente a una novela  compuesta por capítulos que aluden exclusivamente a una nomenclatura del tiempo que no se corresponde con el calendario oficial, además no sigue una cronología, salta caprichosamente o quizá no tan caprichosamente siguiendo las pautas de un calendario  con otra clase de código. El modo en que una  cultura cataloga el tiempo habla de su percepción y ordenamiento del mundo. El tiempo es la materia de nuestra vida y el almanaque,  la cartografía de una cosmovisión.  Calendario: Tiempo. Tiempo  y espacio, dos coordenadas fundamentales para el acto de reconstruir el pasado.  Aquí el tiempo es un tiempo sin ropaje, pura carnadura. Indicado de esta forma  nos  señala claramente que estamos fuera  de las reglas del mundo. El calendario no es el nuestro, el gregoriano, el racional y masculino ni tampoco el lunar, armónico con la naturaleza y femenino, sino uno que sigue la lógica de quien narra, la lógica de la atrocidad para  dar cabida a estas voces entre las que se cuela la poesía y, de tanto en tanto, el desliz irónico.
 Para la memoria todo está en un mismo nivel, cuando la mente realiza el trabajo de recordar se mueve como una mano que captura en la semioscuridad y acopia,  todo  se encuentra allí asomándose y fluyendo a la vez sin solución de continuidad porque en este ejercicio de rescatar del olvido, de la supresión, de la represión interna que supone haber abolido una parte del conjunto, cualquier cosa puede adquirir relevancia. Sí, todo está allí y debe seguir allí, el sentido y la interpretación irán produciéndose si lo mantenemos sin aislar, si no ejecutamos supresión alguna.   El texto  de esta novela adquiere la forma de ese trayecto, de ese movimiento constante. La percepción de quien vive un momento culminante suele borrar lo accidental, no hay detalles cuando la memoria vuelve y rescata, la memoria  se aferra a lo que permanece y  en esta novela  no es el registro visual el determinante sino la  aprehensión de olores y especialmente percepciones táctiles. Quien narra no está siendo guiada primordialmente por su percepción visual.
Tal vez la vista sea el más racional de nuestros cinco sentidos en oposición al olfato y el tacto, que son más viscerales, menos codificados. En el acto de mirar suele haber juicio, catalogación. También en el acto de oír. Los sentidos del gusto, olfato y tacto son más inconscientes, menos afectados por la cultura,  estos tres sentidos no  están sujetos en la misma medida al tamiz de la evaluación, de la constatación y comparación como la vista y el oído.  No casualmente el relato tradicional está marcado por el recorrido de la mirada. La descripción de los personajes de la novela decimonónica, cumbre del racionalismo, dan cuenta del poder del que ve,  de quien domina la totalidad del escenario  con el control de su mirada, que al narrar certifica lo que ve y al emplear la palabra lo rubrica con su propia voz y al mismo tiempo establece su  predominio sobre el mundo. Aquí en Procedimiento quien narra parece ser alguien que está ajena a la percepción visual la mayor parte del tiempo y sabemos por qué. Voces como desprendidas de los cuerpos, diálogos interrumpidos por una voz plural por la que se filtran  otras voces. Voces dentro de voces. ¿Qué cuerpos hay detrás de esas voces? Ese yo colectivo tiene una fuerza inusitada y en su desgarramiento se esconde un conocimiento superior. Lo  significativo es que esta voz que narra nos hace perder la noción de que el otro es un otro, estamos todos envueltos y entrelazados en esta sinfonía sorda de cuerpos que  no pueden ver, que simulan no ver, que intentan no ver o que eligen la estrategia de no ver, arrastrados por una memoria que se alza  penosamente sobre su desmemoria.
  Los cuerpos son cuerpos de mujeres que aparecen siempre fragmentados, nombrados a través de sus partes y el discurso, igual que los cuerpos,  se corta, pierde algunas de sus porciones.  Esto se explica: quien narra no da preeminencia a su percepción visual, como es  principalmente la mirada la que  nos otorga la noción de conjunto y unidad esto no ocurre. El yo individual da la impresión de haberse disuelto a merced de la experiencia del cuerpo. Pero es la experiencia del cuerpo la que ha desbaratado y  desbordado las voces, las ha acoplado unas a otras, les ha otorgado intensidad, eco, el texto vuelve una y otra vez a contar  en variedad de matices esta sensación de voces y cuerpos que se buscan mutuamente y parecen desencontrarse  mientras se entrecruzan y se confunden. Cuando en nuestra percepción del mundo apagamos uno de nuestros sentidos, otros se despiertan. Olores, tacto, gusto compensan lo que no es conveniente ver, lo que no es táctico ver: en esta novela el acto de ver   es la antesala del final y quien narra lo sabe y lo expresa. Tradicionalmente  admitimos que apagar la visión del mundo exterior supone abrirse a una visión interna, sin embargo aquí la mirada interior se ve fracturada porque el cuerpo es un percance permanente.
 Hay algo sofocado detrás de las palabras de este texto que da la sensación de haber recopilado voces que estaban sueltas, voces de distinta procedencia, de distintos tenores y signos que de tanto en tanto adquieren la forma de diálogo. Las palabras  amagan desarmarse,  pierden su compostura, el ritmo se trunca, suelta su cadencia, la extravía, la retoma, la vuelve a soltar, la pierde otra vez, la recupera, como una bomba a punto de estallar sin estallar nunca, manteniéndose en una exasperante dualidad. El texto teje su propio ritmo, que es el ritmo de la respiración de un cuerpo que sabe y no sabe, en parte ciego y en parte vidente.  El tiempo del relato enloqueció, perdió su forma y su lógica medición, este trastorno del tiempo, de las voces y de los cuerpos se quebró una y mil veces para reacomodarse malamente y proseguir. El ritmo del texto,   aunque disonante, cercenado, crea su propia sostenible melodía y encuentra su correspondencia en el calendario que rompió con el orden del mundo, un calendario inarmónico,  estrictamente personal.
       El espacio del relato se opone a otro indicado como el “allá”.  El mundo de allá está  sólo enunciado con sus ceremonias, su pulcritud y sus banalidades. Aquí, en cambio,  no hay reloj, no hay calendario. Las marcas de la cultura han sido reemplazadas por el mapa del cuerpo, un mapa  armado como un rompecabezas. Un cuerpo al que se le quitan y se le colocan partes, un rompecabezas que no se termina de armar. Voces desprendidas de los cuerpos, cuerpos desasidos de su unidad, de su integridad, pedacitos de personas que esa gran voz en su continuo discurrir no alcanza a amalgamar. Una voz que se va construyendo a sí misma con pedazos, despojos, fragmentos, lonjas, recortes, manotazos de ahogado, sombras, sombras, penumbras, una voz que persiste en una continuidad que  multiplica nuestro asombro.  Esté “aquí”, el espacio del relato, se  perfila como un “no espacio”, una  suerte de agujero sin fin donde los cuerpos prevalecen en su denodado esfuerzo por encima de la inminente muerte que parece ser la única presencia legítima. Los cuerpos apenas se sostienen en este sitio mientras van cayendo sin llegar  jamás a tocar fondo, cuerpos sin escenarios que los contenga y perdidos en un tiempo sin forma. Caída infinita de los cuerpos en un espacio que no tiene  límites  No, no hay paisaje fuera del amontonamiento  de esos cuerpos lacerados y fragmentados. Podría afirmarse que la novela ha sido construida entonces convirtiendo a los  cuerpos en paisaje. El cuerpo es el gran escenario de esta novela. A ese espacio sólo le puede corresponder la marcación temporal de un calendario como el que tiene: arcaico, dislocado, un calendario descompuesto para un tiempo anacrónico,  que en términos del relato acaso  sea un intento de otorgarle  alguna clase de diferencia, de cualidad, de identidad a eso que no es otra cosa que igualdad repetitiva, agónica, mecánica, sin transformación,  sin renovación que es lo más parecido al concepto cultural que tenemos del infierno. Dar vuelta la última página de Procedimiento  es vivenciar la sensación de que se narró lo inenarrable de un modo magistral.  Novela escrita a contrapelo de la clásica  linealidad  que sigue el patrón de causa y efecto, su desplazamiento es el del espiral, estructura básica de la energía desde el átomo hasta el Universo, pero la expansión del espiral está contenida, refrenada desde el interior. Todo lo que fue contado allí  se ha sostenido en su propio movimiento hacia la destrucción, desmembramiento, disgregación, y el  desafío fue  edificar una  perfecta metáfora  del quebrantamiento de la vida en todas sus formas, metáfora en tanto captación de una totalidad que nos permite abarcar un sentido, simbolizar, restaurar un orden mediante el ejercicio suturador  y trascendente de la palabra.



Susana Romano Sued nació en Córdoba. Es profesora de s Literaria y de Teoría de la Traducción Literaria  en el grado y postgrado. Poeta, narradora, ensayista, dramaturga y traductora, es autora de una extensa obra traducida a varias lenguas. Ha sido distinguida con numerosos premios. Entre su obra en verso se destacan: Verdades como criptas, Males del Sur, El corazón constante, Decantar, Escriturienta, Frida Kahlo y otros poemas, Nomenclatura/ muros, Algesia, Los amantes, El meridiano, Leeré: los silencios del sonido, Parque temático y otros poemas. En narrativa, además de esta novela ha publicado Rouge,  un conjunto de relatos.
 De su vasta obra ensayística  citamos: La escritura en la diáspora, poéticas de traducción,  Borgesíada,  La traducción poética,  Mukartovsky y la fundación de una nueva estética, Umbrales y catástrofes, Literatura argentina de la década de 1990, Travesías, estética poética, traducción los noventa, otras indagaciones, Consuelo del lenguaje I, problemáticas de traducción, Itinerarios literarios, la cocina de la escritura, Itinerarios literarios, programas de escritura, Exposiciones metapoéticas de Literatura Argentina. Recientemente  obtuvo el Primer Premio Internacional de Ensayo Lucien Freud, Proyecto al Sur, por su trabajo El canon y lo inclasificable en “Sobre Héroes y Tumbas” de Ernesto Sábato”.
                                                                              
                  

lunes, 17 de septiembre de 2012

IRMA VEROLÍN. FRAGMENTOS DE LA NOVELA "EL CAMINO DE LOS VIAJEROS"



Sospecho que es más fácil hablar de la propia vida que de la escritura personal, posiblemente nunca logramos establecer la debida distancia con las palabras escritas como para alcanzar algún grado de rigor. Ya sabemos que cada artista se siente único en lo suyo y pensar la escritura nos obliga a encuadrarnos en algún tipo de tradición literaria. Por un lado amamos pertenecer, pero por otro, aparece una indomable necesidad de diferenciarnos. Entre esas tensiones se ubica el texto y de la transacción posible entre esas dos instancias surge o muere su originalidad. Escribí esta novela “El camino de los viajeros” a mediados de los noventa cuando la perspectiva histórica me permitía -esta vez sí- tomar una distancia con los años de la dictadura militar. La novela transcurre poco después de la guerra de Malvinas.  Intenté narrar la vida cotidiana de un modo sesgado, quise contar desde adentro lo que vivimos y ubicar el relato en  una frontera geográfica fue la simbología más apropiada para hacerlo: vivir en la orilla temiendo caer de este o del otro lado, la frontera de la vida y de la muerte, la frontera política que divide dos países, dos idiomas, la frontera del mundo social y la de la reclusión. Y tantas otras. Para mí fue un gran desafío salirme de escenario natural: el barrio en la ciudad  para componer lo que podría llamar una novela rural,  que impone un cambio en la mirada.  Frente a la tradición ineludible de Horacio Quiroga  se me planteó el dilema de cómo  presentar el paisaje  al contar una historia que transcurre en el monte misionero considerando que  el paisaje funciona como un personaje más. El trabajo de escritura que me facilitó este  tránsito es otra historia que también forma parte de mi vida. En mi caso escritura y vida han ido por carriles paralelos, claro que sufriendo una distorsión a veces bastante tajante. Como mi línea de escritura no está en la del realismo quiroguiano, en cierto sentido no corrí el riesgo de la imitación, digamos que en este caso puedo correr el riesgo de la extravagancia y sabemos que en arte el riesgo es parecido al  ideograma chino que equipara crisis con peligro y oportunidad al mismo tiempo. Sea como fuere, confieso que no me resultó fácil escoger algunos tramos de la novela que funcionaran individualmente de manera tal que al leerlos no se perdiera el sentido de la trama y la información general que otorga leer la novela en forma completa. En fin. Lo de siempre, con las palabras, todos lo sabemos, entramos en un terreno resbaladizo.


                                             


Fragmentos     de “El camino de los viajeros” - Ed. UNL- Santa Fe 2012

Estoy lavando ropa en la piletita. Una araña se enrosca y se desenrosca en su tela, se abre, es temible, la espío mientras el agua fría y escasa va cayendo sobre la tela estrujada, sobre mi piel que se paspará, sobre el pórtland rugoso y gastado de la pileta, sobre el aire que traspasa hasta llegar al agujero de la rejilla y se escurre musicalmente. Lavo la ropa, le quito la suciedad del mundo, del cuerpo, los recuerdos, las formas que mis codos, mis rodillas, mis senos le dejaron, la retuerzo y los infinitos hilos del entramado de algodón forman ángulos, dobleces, ondulaciones, forman una inaguantable desproporción con la naturaleza. Enjuago, enjuago, enjuago, ya nada queda de lo que dejó mi cuerpo sobre la ropa, el agua lava, bautiza de nuevo, el agua estira, estira, llueve sobre mi ropa, el agua se escurre por todas partes y una araña enorme y negra que tiene el tamaño de mi mano abierta, imita en la intemperie del aire los descuartizamientos de esta ropa mojada que estrujo una vez más, mis manos se cierran para retorcerla, mis ojos se achican para acompañar su tamaño. Hago desaparecer la forma de mi cuerpo en mis manos y la araña pendula, arañosa y negra la araña. Mientras tanto se precipitan, suben y bajan los pájaros de alas dientudas por el cielo, y la araña y yo aquí estamos, silenciosas, retorciendo lo que queda de nosotras y el agua cae y se escurre y se precipita hacia un fondo que soy incapaz de imaginar. El agua, los pájaros, la araña, yo. Mi ropa estirada en el aire chorreando agua. Agua. No muy lejos, a orillas del río, otras mujeres con los pies en el agua golpean ropa mojada contra las piedras. Golpean y golpean. Ese golpeteo intenso, perturbador, resuena en la boca de mi estómago.

                                           …………………

A veces pienso que viajábamos no para escapar de esos días chatos ni para vivir en la transitoriedad sino porque sinceramente creíamos que existía el final del camino. O al menos una parte de nosotros conservaba la ilusión de que sobre esta tierra había un lugar que equivalía al Paraíso. Es factible que alguna memoria ancestral nos empujara a emprender ese trayecto hacia la cuenca vacía, hacia ese sitio sin nombre que buscábamos afanosamente cuando mirábamos un mapa. Los puntos rojos de las ciudades no nos llamaban la atención ni nos incitaban a mirar por detrás queriendo averiguar si, en el reverso o más allá del reverso, se replegaba ese final que adivinábamos de una manera confusa. Entonces desplegar el mapa indicaba el principio de la búsqueda de un tesoro. Y las islas perdidas eran un punto infinitesimal, tan liliputiense que nuestros ojos ávidos sólo descubrirían luego de trasladar el esquema del mapa al escenario del mundo. Ese pasaje obligado de descifrar primero un mapa para después constatar su veracidad llevando el cuerpo por el mundo, me retrotrajo en varias ocasiones al pizarrón negro de la escuela secundaria. Las fórmulas algebraicas eran ininteligibles, pero la monja, que se había recibido con honores de profesora de matemáticas en Italia, insistía en su futura aplicación y nos juraba y perjuraba su incuestionable practicidad. Alguna vez nos había dicho que esas equis y esas íes griegas seguidas de tanto número absurdo bastaban para medir el tamaño de una montaña. Me costaba aceptar aquello; en el fondo nunca le creí a la monja, que terminó regresando a Italia porque una carraspera fue seguida por una intensa tos y luego por una neumonía. En el fondo yo pensé que era un castigo por decir tantas mentiras. La misma perplejidad sentía yo cuando, no bien llegábamos a algún sitio, Marcos, sonriente, desplegaba una vez más el ajado mapa y señalaba con su dedo aquel intento de restringir el mundo a la chatura geométrica, a un declive de líneas celestes y ondulantes o a una cantidad de puntos rojos. Repentinamente me acordaba de la monja y la imaginaba en un monasterio tosiendo y tosiendo, penosamente, sin cesar. En el extremo superior derecho, el ajado mapa que Marcos desplegaba y plegaba como las velas de un barco, tenía el dibujo de una veleta. Los cuatro puntos cardinales eran cuatro extremos que nos hundían en la angustia. Hacia dónde ir. ¿Hacia el calor?, ¿hacia el frío?, ¿hacia el océano o la selva? La línea firme que separaba una nación de otra me despertaba temblores. Los guiones que marcaban el final y el principio de una provincia me retrotraían a las conocidas entonaciones y a los chistes del lugar. Jamás podía pensar en un árbol, en un clima o en un paisaje. Tantas veces sentí lo mismo que tuve que aceptar que allí estaba mi sello de la ciudad. Veía sólo construcciones, espacios demarcados, fechas y nombres. Nada que estuviese vivo se adelantaba en mí al contemplar el mapa. Todo era cultura ante mis ojos anticipados, no adivinaba ni siquiera lejanamente a la naturaleza. Así que se me ocurrió especular que tal vez eso me impedía ver el monte como era en realidad: un espacio entregado enteramente a las leyes de lo natural. Quizá la prueba o el desafío mayor había sido tener que entreverarme en ese código inusitado. También —no era nada improbable— mi rechazo al agua explicaba mis incomprensiones. Una vez uno de los hombres que solíamos levantar en la ruta, un buceador submarino, nos aseguró con un tono de voz sentenciosa, que la gente que rehúye el agua es gente que no ama la vida. De más está decir que no volví a dirigirle la palabra en todo el viaje, y sólo lo hice en el momento en que descendió del coche y nada más que para indicarle que cerrara bien la puerta. Si el monte se me presentaba como un garabato se debía a que miraba con ojos de ciudad aquello que exigía un enfoque nuevo. Me hubiera gustado arrancarme los ojos para entrar en el monte, arrancármelos en todos los sentidos de la palabra, lo que no hubiese sido más que un gesto absolutamente literario que hubiera acusado mi profunda ligazón a la cultura, a ese repertorio conocido de saberes que se reiteran una y otra vez con voces y formas. Lo natural, al menos en el monte, tiene más de sorpresa que de repetición y al parecer yo no estaba dispuesta a aceptarlo, por eso insistía en no comprender. Con el tiempo llegué a establecer alguna relación entre los arranques furibundos por viajar y nuestra vida de todos los días. Cuando yo lograba aceptar que me encontraba situada a medio camino entre mi alma y mi cuerpo, sentía el impulso loco de hablar de un viaje. Por lo general trataba de olvidar ese desencaje mío, esa constante necesidad de quitarme el cuerpo de encima recurriendo al vestido oloroso que colaboraba malamente. Por entonces mi única estratagema conocida para sacudirme el alma del cuerpo era viajar. Tenía el total convencimiento de que los viajes me daban esa sensación única de que mi cuerpo y mi alma se separaban. Así lograba ser sólo cuerpo, al menos por un rato.

                                               ……………….

  Los milicos desconocían la relación estrecha que sus pobres personas mantenían con la muerte, con esa misma muerte, la de todo el mundo, la que continuaba unida a mí por el lado izquierdo y me acompañaba dejando que un hilo de aire me confirmara su compañía. Para los milicos, en cambio, la muerte era el resultado de una acción que ellos podían realizar o a la que ellos se enfrentaban. La muerte podía acompañarlos o estar a su lado, era tan sólo un agregado de la vida, podía aparecer o no, y nada cambiaba. La muerte para ellos brotaba de una maniobra del cuerpo, a la que únicamente el cuerpo era capaz de responder. Ellos no creían que a la muerte se la pudiera mirar a los ojos. Es muy probable que, en el fondo, los milicos carecieran de ese don, de ese sentido de la simbolización y que sin duda, en el caso de haberlo poseído, los hubiera acercado a alguna forma de sabiduría o les habría cambiado el rostro para siempre y quitado la postura rígida y la sequedad de la mirada. Tal vez su prolongado, legendario contacto con las armas de fuego contribuyó bastante a que el acto de morir se les hiciera cotidiano, a que se les fuera metiendo adentro de las intenciones, al punto de que se les mezclara en sus quehaceres, tanto y tanto, que ya nunca más pudieran quitársela de las entrañas y de los escondites más escondidos de su cuerpo. Es muy factible que ese contacto repetido con las armas les hubiera pulverizado la capacidad de hacer de la muerte algo semejante a una sombra con la que, acaso, se pudiera conversar. Para ellos ver matar o convertir a las personas en muertos eran acciones simples, tan simples que hasta podía evitarse hablar de ellas. Después ningún resto, ningún vestigio, nada les quedaba, salvo el recuerdo o la memoria de un cuerpo que, al haber pasado por el acto de morir, se convertía en una cosa. De cualquier modo se trataba de una memoria insignificante. Si la vida era un envoltorio de celofán, la muerte era un objeto frágil, frágil o poco consistente o, tal vez, escurridizo como el agua que con todo se mezcla, menos con el aceite. Y la frágil muerte, simple, muy simple y enhebrada hilo por hilo, estaba en la torpeza de cada uno de sus movimientos, de la mañana a la noche. En ese sentido prácticamente nada en común tenían con Marcos. Por el contrario, Marcos sentía que la muerte era lo que era: una presencia que merodeaba a la gente y cada tanto se le escapaba por los ojos. Si en algo se vincularon y se enfrentaron los milicos y Marcos tal vez fuera en la relación que cada uno de ellos tenía con la muerte. Para los milicos la muerte no existía por sí sola, surgía de un acto de necesidad, eso que se desprendía de la gente o de la voluntad del cuerpo de la gente. Para Marcos, en cambio, se trataba de una contrincante casi sagrada. Sagrada y bestial. Por eso cada noche, al acariciarme, la acariciaba y la acariciaba sin descanso, con una lentitud exagerada, hasta volverla translúcida.

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   Inexplicablemente nació en nosotros una verdadera pasión por las películas de Chaplin. Nos desvivíamos por ir una y otra vez a las universidades y a los cineclubs donde las circunstancias y los policías vapuleaban al hombrecito gris, donde todo sucedía demasiado rápido y el cuerpo del hombrecito era flexible e inmaterial. La vida se volvía contundente y precisa, cada acción provocaba una consecuencia que se encadenaba a otra serie de consecuencias enlazando a las personas en una trama disparatada. Así el destino podía ser blanco o negro y en cinco minutos volverse grisáceo. La vida era efectiva en las películas de Chaplin y a la vez era devorada por el tiempo, cada hecho tenía un significado y un peso irrevocable, pero ese hecho no aplastaba ni decidía nada, se diluía en el instante y de esta manera cada instante, pleno y rotundo, era a la vez fugaz.
En las películas de Chaplin no había por ejemplo un monte ni ninguna frontera, en todo caso había frontera y ninguna era más importante que otra. No había un policía sino muchos policías y la ciudad era muchas ciudades. El mundo se veía tan extremadamente intangible y las personas tenían una trascendencia tan opaca que daban ganas de quedarse a vivir allí, de dejarse estar en esas avenidas blancas y hasta de poner la cabeza bajo el cachiporrazo de los policías. El mundo se podía inventar y descomponer con igual intensidad, se lo podía modificar sin que se lo tuviera una que tomar en serio. Ninguna cosa ocupaba un excesivo espacio en las películas de Chaplin y, aunque había máquinas que se olvidaban del cuerpo de la gente o tranvías infernales, todo parecía leve y antojadizo, la muerte no existía en las películas de Chaplin, porque nada duraba demasiado. Y eso ya era una gran ventaja para nosotros.

                                    

miércoles, 12 de septiembre de 2012

EL TIRONEADO OFICIO DE ESCRIBIR



  No es fácil lidiar con la escritura. La palabra escrita es un material denso. Con sólo  utilizar un diccionario de sinónimos comprobamos que un adjetivo no puede ser fácilmente reemplazado por otro.  Los límites entre una palabra y otras están marcados y ninguna puede suplantar holgadamente a la otra. Si las palabras fueran más dúctiles y lábiles se amañarían más blandamente entre sí, se dejarían intercambiar. No hay exactitud, no hay correspondencia entre dos sinónimos. Nuestras  percepciones se deshacen en lo dócil  de las vivencias del mundo mientras nuestras palabras adquieren la dureza del monumento. Sospecho que desde  sus orígenes se planteó el arte literario como una alternativa a la vida misma siempre en continua oposición  porque intentamos trasladar  mendiante un instrumento duro la blandura de la experiencia. Este es, desde ya, un dilema sin resolución. Durante siglos hemos visto que el alcoholismo fue un ingrediente común en la vida de los escritores como si hubieran pretendido disolver con el alcohol era pétrea condición del material de trabajo. Veamos. Durante el proceso de escritura atravesamos distintos momentos. El primero, el llamado "volcar la materia prima" o crear el magma puede imponer la dificultad de enfrentarse al vacío, hablamos del clásico miedo a la página en blanco. Pero una vez sorteada esa dificultad si es que se presenta, todo parece fluir. Y claro, esto es comprensible, todavía no nos hemos enfrentado a la dureza del lenguaje. Luego de trabajar el ritmo, de plantear las intrigas, de atar los cabos sueltos, de entretejer la maraña del relato y demás cuestiones, aparece la palabra en su desnudez. Nos enfrentamos a la cacofonía y ahí es donde  cada palabra muestra su falta de doblez, su condición marmórea. Y lo más terrible es que  justamente con esas  palabras hechas de la misma inalterable materia, pensamos: el acto de pensar está construido con palabras, y nuestro pensamiento nos constituye. Si no escribiéramos no nos hubiésemos dado cuenta de este exceso de cualidad de la palabra.  Nuestro pensamiento y lo que está  vertido  en la hoja comparten su condición. La vida va por otro lado, fluye, se sorprende constantemente de sí misma, se sobresalta, brinca, va por debajo de las aguas y fluye como un mar. Y nosotros, en el medio, intentando recrearla con un material que se nos rebela a cada paso.
  No es casual que cuando llega el momento de la publicación quedemos atormentados y extenuados porque nada de lo que pretendemos conquistar se doblega. En realidad escribir es un acto continuo de renunciamiento.  Aceptamos esta palabra, cambiada mil veces antes  en nuestra mente y durante la corrección porque no hay otra mejor. Publicamos, como decía Borges, para no seguir corrigiendo. ¿Corregir lo incorregible es acaso perseguir una ilusión que nunca se logra alcanzar? Resulta extenuante lidiar con  linealidad del lenguaje y su entrecortada urdimbre. ¿Una palabra escrita equivale a una decepción amorosa? No sé, no sé. Mi pensamiento, mis palabras escritas y el mundo se la pasan tironeando como en una cruenta relación amorosa. ¿Hacer literatura es estar casado con la desavenencia? No sé.  No sé.

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martes, 3 de julio de 2012

LILIANA ALLAMI: UN RELATO



Los relatos de Liliana Allami tienen una  condición inigualable: el silencio. Lo no dicho sostiene al texto desde lo profundo y le otorga intensidad. Como en este cuento, los personajes de su mundo narrativo se debaten entre la opacidad de la rutina y una posibilidad de salida, algo que resplandece y que está en otro lugar, un tanto esquivo, en parte clausurado. Entre estos dos mundos: el de lo que es y el de lo que podría haber sido se extiende una línea que, aunque delgada, no se fractura con facilidad.
    El ritmo narrativo suele quebrarse como al son de un balbuceo en esa continua indagación de personajes que bucean su interioridad, un recorrido que despliega el mundo circundante y muestra sus aristas, sus luces y sus sombras. Una prosa mesurada, una literatura de lo mínimo  que podría ser inscripta en la tradición de Raymond Carver,  aunque con una estética más estilizada, y que alcanza el logro de evadir el contraste logrando que la sugerencia ocupe el primer plano. En esta delicada tensión entre lo dicho y lo no dicho, entre lo posible y lo imposible se debaten los perfiles de la condición humana.



Bajo el caparazón

En el verano comemos langostinos casi todas las noches. A mi esposo le gusta pelarlos. Les quita la cabeza, las aparta prolijamente a un costado del  plato; después se dedica a los caparazones, extrae la carne delicada y rosa y me ofrece el primero. Un ritual antiguo como nuestra historia. Él lo repite donde sea. Nos miran. A Javier no le importó nunca, pero a mí siempre me avergonzó llamar de esa manera la atención de los demás, entonces volteo la cabeza como disimulando y sin dejar de comer lo que él me ofrece pienso en otra cosa, en lo que durante muchos años yo llamo mi mundo: el atelier, mis pinturas, la frustración de un dibujo inacabado o aquel efecto que logré, un haz de luz, una manzana o un zapato, una mirada desgarrada y unas manos que hasta ayer me tocaban; y me distancio, dejo a mi esposo solo pelando con fruición los langostinos en este restaurante al que venimos mucho.
Del otro lado del ventanal, las aguas fulguran bajo la luna llena. Hay una luz perfecta. La gente pasea aletargada -es el ritmo del verano- pero risueña. Aspira el aire transpirado de la noche, echa una mirada al río, le toma la mano a su pareja, ajustan dócilmente el paso como si fuera fácil caminar siempre con el mismo ritmo y para el mismo lado.
            Javier mueve las manos afanosas y sonríe -hay una confabulación de sonrisas esta noche- mientras realiza el rito. Toma los langostinos por la cola, les quita la cabeza, hace crujir todos los caparazones. No es delicado, es sucio. Cada tanto toma la servilleta y se limpia con un gesto rústico. Me mira. En mis ojos hay inquietud, desorden, turbulencias. Escondo la mirada.
            - Qué pasa -se alarma.
            Niego con la cabeza. Los aros que me puse son dos ruedas pesadas que me golpean la cara. Quiero arrancármelos, quiero contarle que estoy como de duelo.
            Vuelvo a mirar la luna nítida, entera, otorgándole a la noche matices que me dejan con la boca abierta. Quién pudiera captar la esencia de la noche para impregnar la tela. Yo no. Tengo el corazón partido, los ojos cansados por contener el llanto. Seis años compartiendo arrebatos, dolores, alegrías; la misma inclinación por la pintura, la misma urgencia de besarnos, de tocarnos, de hablar; hace un mes dijo basta y se fue. Y cuando se acaba una relación secreta se llora por dentro, secándose, apretándose; mi mano ya no puede desplegarse, sostiene el pincel, parece que está viva, espera vanamente pero se queda quieta. No hay mundo, ahora, en el que pueda refugiarme. Mis dibujos se quedaron sin alma, sin aliento. Y Javier sigue con los langostinos. Cuánto lo envidio: mantener a lo largo de la vida una pasión intacta.
     Y encima este sudor inesperado. El cuerpo rebelándose como si fuera de otra; el corazón golpea, el agua fluye, me moja las piernas, la nuca, el cuello, las axilas. La sangre me sube a la cabeza y debo estar violeta. Qué ironía. En lugar de lánguida y pálida como corresponde a una amante abandonada, estoy alerta y colorada. Justo cuando debería convencerme  de que soy joven todavía -todavía, un espacio de tiempo limitado, el último segmento de la línea- de que si Juan se fue -Juan… repito obsesivamente su nombre pero las paredes no responden, ni la almohada, ni el teléfono mudo, ni el espejo que me muestra con muy mal aspecto. Qué notable, en los últimos años me sentí atractiva. No hay caso, el deseo acentúa, redondea, y una en cada movimiento se delata, deja un halo, un reguero de miel- justo ahora digo, cuando debería convencerme de que si Juan se fue, no importa cuáles hayan sido sus motivos, andará por la vida como un zombi acariciándome en el aire y repitiendo mi nombre en los rincones. Pero estoy vieja, cansada. Me revuelvo en la silla, me recojo el pelo. Javier ha detenido su tarea, parece que me mira desde hace un rato largo. Acerca sus manos a las mías, recuerda que las tiene sucias, entonces con sus muñecas roza mis muñecas.
            -  Cada día te ponés más linda -dice.
Javier no pinta, no escribe, no hace música, es comerciante, se dedica al negocio de las luces, vende pantallas, tubos, lámparas, y por lo visto sabe iluminar con un sentido de la oportunidad único.
 El calor se apacigua. El agua que se desliza por mi cuerpo es absorbida por la ropa. 
            Un chico de una mesa vecina está junto a nosotros. Fija la vista en las siete cabezas que se encuentran alineadas en el borde del plato. Y yo, que siempre me sentí avergonzada por esa costumbre de Javier y escondía esa vergüenza pensando en otra cosa, negándole mi complicidad, ahora miro al chico, me esfuerzo y le hago un guiño haciéndome cargo también  de ese despliegue que se jugó en el plato. A Javier se le desborda la sonrisa: esperó mucho tiempo que me decidiera a ser su aliada.
            Queda todavía un langostino sin pelar -todavía, un trecho posible, un tiempo para modificar algo. Javier extrae la carne consciente de que nos mira el chico, y me la ofrece. Este último bocado le corresponde a él pero elige cedérmelo. Paso la pulpa por la salsa, me lo llevo a la boca. Javier, con insistencia, frota las manos en la servilleta: cómo cuesta quitarse los residuos pegajosos. Mientras deshago la carne contra mi paladar, pienso que apenas me manché dos dedos. Me vuelvo a arrebatar; una vergüenza nueva, no aquella de sentirme juzgada por vecinos ocasionales y curiosos. Miro a Javier y lo comprendo. Estuve años al lado de mi esposo mirando de costado, sin mancharme, refugiada en un mundo que nunca lo incluía porque, con una vanidad insoportable, consideraba menos interesantes sus gustos y sus aficiones.  Lo dejé solo. Sin embargo, él mantiene inalterada sus pasiones. Al menos por mí y los langostinos.
                                                                            
Liliana Allami nació y reside en Buenos Aires.
Es Licenciada en Química, egresada de la Universidad de Buenos Aires.
Publicó los libros de cuentos: Para mí que fue por eso; Un impulso escondido; Eso sin nombre; Novia que te veamos. En el 2007, este último libro obtuvo una distinción, como libro inédito, en la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. En el 2011, este mismo libro, ya editado, fue finalista del Premio Internacional de Cuento “Juan José Manauta”.
En el 2011, uno de sus cuentos, obtuvo el Premio Municipal de Literatura “Manuel Mujica Lainez”.
Los cuentos de Liliana Allami han sido publicados en diversas antologías. Entre ellas:
Primera antología de cuento breve, 2006.
Mujeres con pelotas. Cuentos inspirados en fútbol. Prólogo de María Rosa Lojo.
Actualmente tiene una novela corta y un volumen de cuentos en preparación.


                                                                                                                Irma Verolín

viernes, 11 de mayo de 2012

MABEL PAGANO: UN RELATO


  La  prosa de Mabel Pagano se caracteriza por el vigor y la fluidez y también, como en el cuento que puede a leerse a continuación, por un sutil  empleo de la intriga y de una adecuada dosis de silencio que convierte a sus relatos en un espacio atrapante. Su característica básica es el  manejo de la narratividad, marcada por esa fluidez que indica un  alto dominio del oficio de escribir.



                                                  SENTENCIA
  Ella los miraba durante el día, despacio, atentamente, fijándose en cada cosa: así; como su abuelo le había enseñado a mirar en su infancia. Les pegaba los ojos cuando los veía moverse por todo el destacamento, siempre apurados, siempre nerviosos, dando órdenes unos, recibiéndolas los otros, igual de duros estos y aquellos, con el cuerpo rígido y la boca apretada. Al principio se había preguntado cuál de ellos sería el que de noche se llegaba sigiloso hasta donde estaba durmiendo, o hacía como que, para echársele encima. Era bruto y mudo, pero, por suerte, hacía lo suyo muy rápido y se alejaba  cuando apenas le había salido de la boca el último espasmo. Descontaba que será un oficial, porque el pabellón destinado a los soldados estaba del otro lado de las barracas donde se arracimaban los prisioneros y sólo podía acercarse a ellas para llevarles la comida y hacer la guardia. Las precauciones se acentuaban en el sector de los detenidos peligrosos –como ella, por ejemplo- que a causa de eso, tenían celdas separadas. No le importaba demasiado la categoría del asaltante, porque ni siquiera había llegado a la adolescencia cuando ya tuvo a uno de uniforme arriba. Ella y todas las mujeres del pueblo y sus alrededores habían aprendido, al poco tiempo de que el ejército instalara su campamento en la zona para  cazar guerrilleros, cómo serían las cosas de ahí en más. Cuando aparecían por las casas, dejarlos que revisaran, contestar siempre no vi a nadie sospechoso por aquí y después, abrir las piernas. Inevitable. Cualquiera. Todos. Desde el que mandaba la partida, hasta el último soldado. Total, n había nadie que pudiera defenderlas. Sólo habían quedado los viejos y los chicos después de que muchos hombres s e fueran  para el monte cuando empezó la revolución y los que quisieran sacarle el cuerpo lo mismo se jodieron, o peor, porque los engancharon los milicos y los metieron en sus filas –a veces hasta por la fuerza- para enseñarles a pelear defendiendo no sabían qué ni para qué.
  Pasado un tempo, se había cansado de mirarlos; la aburrió verlos hacer siempre lo mismo, repetir  las órdenes, llevarse la mano a la cabeza, ir y venir en los camiones, trayendo nuevos prisioneros que ocupaban los lugares de los que fusilaban en las madrugadas. El hastío la hizo apartar de ellos los ojos, para volverlos a las cosas que le había enseñado a mirar su abuelo cuando era chica y aunque el paisaje estaba recortado, lo mismo podía ver las montañas y el cielo cruzado por el vuelo de los pájaros, e imaginar el río que continuaba corriendo, libre, más allá de barracas y alambrados. Sin embargo, un día y casi sin quererlo, por un detalle apenas, se dio cuenta de que visitante de algunas noches, era nada menos que el propio General.

Trató de que no se notara, escondiéndose detrás de la indiferencia, de esa apatía que poco a poco había ido ganándolos a todos y a la que sólo podía sacudir el miedo cuando, después de algunas semanas de tranquilidad, en las que ellos  parecían haberse olvidado de que existían, retornaba los fusilamientos de la madrugada. No le fue difícil disimular porque si bien en las noches las visitas no se interrumpieron, durante el día era raro que el General apareciera por las barracas. Sólo se acercaba a visitarlos, como él decía, cuando se recibían noticias de acciones guerrilleras. Entonces, se les paseaba  por delante con grandes pasos y hablaba de emboscadas, muertes y ejecuciones, dando nombres mientras los miraba fijamente, para sorprender cualquier reacción. En la barraca de los hombres, mencionaba especialmente a las mujeres que, según él, habían participado y muerto en un ataque y en las mujeres, hacía lo contrario, para ver si el dolor superaba la barrera del control. Algunos no podían contenerse, aun cuando sabía lo que les esperaba. A ella le tocó una mañana, un buen rato después de que el eco de lejanos disparos se aquietara detrás de las montañas. El General se había detenido a su lado para hablar de la captura de quien mandaba el grupo de guerrilleros que ese amanecer pretendieran copar un campamento militar apostado en la orilla de la Salina Grande. Era el hombre con quien vivía en el momento que la tomaron prisionera y que había logrado escapar gracias a los tiros con que ella, apostada en el techo de la casa, recibió a la partida que venía a buscarlo. El General, que se le había acercado aún más, mordió despacio las palabras de la muerte, mientras la miraba fijamente. Soportó el peso de esos ojos sin apretar los puños ni los labios, sin mover las manos ni bajar la cabeza. Pero, algo en su expresión dio la voz de alarma, no referida al anuncio, sino a las visitas de la noche. Y fue entonces cuando él supo que ella lo sabía.

El General lo dijo un día que estaba en el patio. Andaba de recorrida junto a un coronel y un mayor. Al llegar a su lado se detuvo y la enfrentó, pero sólo la miró unos momentos; enseguida volviéndose a sus acompañantes dijo ésta no es tan bruta como las otras y supongo que los meses que lleva aquí adentro le habrán calmado los ánimos. Vean que hoy mismo la trasladen. Por lo menos que se ocupe de mis cosas; estoy harto de la torpeza de los soldados.
Durante ese tempo que pasó haciéndole la comida, tendiéndole la cama y lavando y planchando su ropa, el General le dijo varias veces sos muy calladas vos y eso es lo peor, porque nunca se sabe qué pensás. Sin embargo, no tomó más precauciones que las que ya existían a su alrededor cuando ella se mudó al edificio central del cuartel y ni siquiera hacía cerrar con llave el cuartito que le destinó para dormir y en el que continuó  visitándola con la misma frecuencia que lo hacía cuando estaba en la barraca. Ella comprendió el por qué, una noche en que mirándola mientras le servía la comida, él le dijo ¿Sabés que no creo que seas peligrosa? Vos hiciste lo que hiciste para salvar a tu hombre y agregó, mientras sacudía la cabeza, imbécil como todas las mujeres… Por un momento se preguntó si valía la pena contestar y enseguida decidió que no.
Un domingo aparecieron, hundidas en el fondo de un gran auto de vidrios oscurecidos rodeado de soldados en moto, la mujer y las dos hijas del General. Ella había recibido esa mañana la orden de no moverse de su cuarto hasta nuevo aviso. Desde allí las vio llegar, escuchó los gritos de él, seguidos de largos silencios y las miró cómo se iban, con los labios fruncidos y sin mirar para atrás. A la mañana siguiente, cuando entró en la habitación del General, se di cuenta de que había pasado una mala noche. Junto a la cama, totalmente deshecha, había dos botellas vacías.

Un par de semanas después de la visita, se empezó a hablar del cambio en todo el destacamento. Al principio, ella no entendió gran cosa., porque desde que estaba ahí habían circulado muchos rumores a los que trataba de no prestar demasiada atención, para no correr el riesgo de volverse loca. Sin embargo, esa vez, ante la persistencia de las versiones, se detuvo a escuchar. Antes de fin de año habría elecciones. Exterminada la guerrilla, los militares habían decidido entregar el gobierno a los civiles, presionados por un desastre económico que ya no podían controlar. Había que empezar a poner las cosas en orden y prepararse para volver a casa. A partir de entonces, las palabras borrar y limpiar, pasaron a ser las más corrientes. Trabajaban de noche. Primero cargaron en camiones –que salieron sabe Dios para dónde- todo lo que había en los sótanos y después los lavaron durante más de una  semana, para que desaparecieran hasta el último rastro de sangre. Cuando terminaron con eso, empezaron a quemar todos los papeles con órdenes dadas y recibidas y cuanto informe llegó y salió en esos años. La  parte final fue el traslado de los prisioneros peligrosos hacia ninguna parte, como todos comprendieron desde la primera vez, al escuchar la ráfaga de ametralladora, cuando aún no habían pasado ni quince minutos de la partida del camión. Ninguna había pasado los límites de Cañadón Seco.
En el transcurso de esos días, ella volvió a mirarlos como al principio. Seguían igual, nerviosos, apurados, duros, gritones. Pero algo se les había agregado. Una inquietud que no podían disimular y de la que sólo el General parecía no haberse contagiado. Una noche los reunió a todos en el patio. Desde el coronal hasta el último soldado. Les gritó que no fueran maricas, carajo, que él  siempre daría la cara, pasara lo que pasara que nunca renegaría de su responsabilidad por cuanto ocurriera en ese Distrito, auque, eso sí, ellos debían recordar que todos, todos sabían y por lo tanto… Para finalizar, mencionó la existencia de ese pacto que nadie había firmado, pero que continuaba vigente y que los uniría para siempre en el silencio.
Cuando llegó el aviso del arribo del General que venía con sus hombres a hacerse cargo del destacamento, ella se preguntó qué iba a pasar, cuál sería su futuro. ¿La muerte? ¿La libertad? No tardó mucho en enterarse, porque una noche, cuando empezó a levantar los platos de la mesa donde él terminaba de comer, lo escuchó ordenándole un omento, no te vayas; tengo algo que comunicarte. Y lo que dijo fue que había llegado el momento de volver a casa y que si ella no había seguido el destino de los prisioneros peligrosos se lo debía únicamente a él, aunque todavía estaba a tiempo de cumplir con sus deberes… Le clavó los ojos y se quedó en silencio. Finalmente, despegó los labios para decir, muy despacio salvo que aceptes venir conmigo, tengo un campo en la Florida. Vos decidís.

 Estaba parado  junto a la ventana. Allí había pasado la mayor parte de los días desde que conociera la decisión del Tribunal. Ella, que lo rondaba en silencio, observándolo siempre, recordaba cuando todo aquello había empezado, unos pocos meses atrás y no debido a que alguien hubiera escuchado los reclamos y las denuncias de las gente, sino porque a un cagón se le ocurrió abrir la boca y después apareció otro y otro más, todos diciendo cosas parecidas, admitiendo las torturas y las ejecuciones, mostrándose arrepentidos, hablando de la conciencia que no los dejaba dormir. Una mierda, todos una mierda, decía El General en las reuniones con antiguos camaradas que iban a visitarlo, o frente al televisor, o mientras leía los diarios que le sargento iba buscar al pueblo.
Desde que regresara y sin pisar siquiera su casa de la Capital se había instalado en el campo de la Flor4ida. Y ella con él. Menos mal que te traje, le dijo a poco de llegar, cuando se enteró, por boca de un sargento que tomara a su servicio cuando el Ejército le dio la baja por haber perdido un brazo que, salvo unos pocos hombres, los más viejos, todos se habían ido para la revolución y sus mujeres con ellos y ninguno regresó hasta ahora, mi General.
La instaló en la casa principal, en el cuarto de ocupaba la mucama de su mujer, en las épocas en que la familia pasaba allí todo el verano y durante los primero tiempos pareció que nada cambiaría la rutina establecida entre ellos en el destacamento. Lavar y planchar la ropa, tender la cama, hacer la comida, abrir las piernas, lo mismo que allá. Él pasaba sus días recorriendo el campo a caballo o yendo de caza junto a sus perros.
Fuera de los gritos de cagones y son todos una mierda, que soltaba cada vez que escuchaba o leía algo referido al pasado, el General no se mostraba afectado por cosa alguna y reaccionaba ante lo que había empezado a suceder, como si él nunca hubiera estado en aquel escenario sobre el que el telón se descorría lenta pero firmemente. La ausencia de la mujer y las hijas, que desde la vuelta habían ido sólo tres fines de semana a visitarlo, tampoco parecía entristecerlo demasiado. La última vez que estuvieron, las había despedido abriéndoles la puerta, mientras les decía ustedes son como ellos, basura, sólo basura. Si tienen tanto miedo, váyanse y no vuelvan más.
Ni ellas volvieron ni él las esperó. Mirándolo ir y venir, comer, dormir y agitándose sobre su pecho, como siempre, ella se preguntaba qué tendría que pasar para que algo cambiara. El anuncio de los juicios fue la esperanza. Él se sorprendió al enterarse. Primero, serían los comandantes de la Junta quienes se sentaran frente a los jueces y luego le tocaría el turno a los generales que hubieran tenido a su cargo las principales zonas militares en el período de la revolución. Están yendo demasiado lejos, opinó y la única preocupación evidenciada fue seguir la marcha de los procesos a través de las visitas, que cada vez llegaban con caras más sombrías. Ni siquiera pareció conmoverse cuando le tocó el turno a él. Tal como lo había decidido desde tiempo atrás, no se presentó al Tribunal y fue juzgado en rebeldía. El cambio que ella esperaba tanto, iba a llegar el día que se conoció la sentencia.

Cuando lo supo apretó los dientes y golpeó con el puño cerrado sobre la mesa. Prisión perpetua informaron. Igual que a los comandantes de la Junta. Principal responsable de los hechos de Cañadón Seco. ¡Hijos de puta, los salvamos de los comunistas y ahora nos mandan presos! Eso les dijo a los oficiales que habían estado bajo sus órdenes cuando fueron a verlo. Y les repitió lo mismo que había jurado desde el primer momento. Yo no voy a ir a la cárcel. Si quieren ponerme entre rejas, primero tendrán que venir a buscarme.
Como sus visitantes habían ofrecido ayuda para cuando fuera necesario ni bien supo que una partida iría por él, obedeciendo las órdenes de los jueces, los llamó para que cumplieran su palabra. Llegaron una noche y se instalaron en las caballerizas y los galpones de herramientas. Nadie le va a tocar un pelo, General, mientras nosotros estemos aquí, dijeron decididos, mientras mostraban las armas que habían llevado, una de las cuales entregaron al sargento, después de que éste asegurara que no se movería de la puerta de la casa, para matar al que se atreviera a pisar un escalón.
Empezó a dormir poco y pareció olvidarse de ella. Pasaba largas horas junto a la ventana del comedor, desde donde se veía el camino, sin separarse de su fusil, cargaba también un revólver en la cintura, que ponía debajo de la almohada al acostarse. Además de leer los diarios, miraba los noticieros del anochecer, para enterarse de todos los problemas que su actitud había generado en el país. Algunos de los principales miembros del Ejército se pronunciaron a favor del General, como lo habían hecho cuando los comandantes fueron puestos entre rejas, porque tomaban las sentencias como un ataque contra toda la institución. Otros prefirieron guardar silencio, pero ninguno se mostró públicamente de acuerdo con la decisión del Tribunal. El pueblo, en tanto, que había festejado ruidosamente en las calles de la Capital cuando se enteró de las sentencias, presionaba por todos los medios para que el General –que era el único de los condenados que aún estaba libre- fuera encerrado cuanto antes. El Gobierno, metido en sus inseguridades y temiendo una reacción militar que lo pusiera en peligro, dilató lo más que pudo –en nombre de formalismos que parecían no tener fin-el cumplimiento del mandato judicial. Pero, finalmente, señores, los ojos del mundo nos miran, hubo que actuar y la anunciada partida de soldados salió una mañana para la Florida.

Los hombres que custodiaban al General, recibieron a tiros a los soldados, obligándolos a tomar posiciones seguras y a estudiar la forma en que se acercarían a la casa para cumplir su misión. Así pasó la tarde. Él, enterado desde la noche anterior por los noticieros de lo que iba a ocurrir ese día, se reunió muy temprano con los oficiales que lo defendían y reiteró que no saldría de su casa para ir a una celda. Luego, cuando ellos se fueron para ubicarse en los lugares acordados, se sentó junto a la ventana del comedor, con el fusil entre las piernas y allí se quedó, sin moverse y sin hablar. Sólo abrió la boca para pedirle un café y decir, cuando se lo sirvió, sin quiera levantar los ojos, que no se le ocurriera salir de la casa por ningún motivo. Ella, como lo venía haciendo desde que supo, contuvo sus ganas de decirle ¡tantas cosas! Y se las tragó, no por miedo, sino porque siempre pensó que su silencio –ése con el que contestaba algunos comentario de él y a veces sus preguntas- lo molestaba más que cualquier frase que pudiera decirle.
Al mediodía se sentó a comer sin abandonar el fusil y luego volvió a la ventana. La tarde pasó interrumpida sólo por alguna corrida y un par de disparos. Ella se dio varias vueltas por el comedor, con la excusa de ver si necesitaba algo, simplemente para ver cómo aumentaba su inquietud a medida que se acercaba la noche. Su vida entera le pasó por la mente en esas horas. La infancia, la adolescencia, su familia, aquel amor del que nunca más tuvo noticias. Volvió a ver las caras del hambre, las del horror y las de la muerte. Concentró todo en ese hombre que esperaba junto a la ventana. Sus recuerdos, su dolor, su odio. Y comprendió que el final que había ansiado tanto, estaba muy cerca.
A las nueve, le ofreció la comida sabiendo de antemano que la iba a rechazar. Él había ordenado que no se prendieran las luces de la casa y que sólo encendieran un par de velas lejos de la ventana. Lo miró en la penumbra, entrecerrando los ojos. Como si percibiera su mirada, el General se volvió para pedirle hacé café y acompañame a tomarlo. Ella apretó los dientes y se fue para la cocina. Cuando regresó con las tazas, él se acercó a la mesa y le señaló una silla. Después del primer sobro y mientras giraba la cabeza hacia la ventana, le preguntó ¿tenés miedo? Contestó que no. Así me gusta, dijo, sí hay algo que no soporto es la cobardía. ¿Sabés? Los hombres de mi familia fueron todos militares. A mí ni siquiera me preguntaron cuando era chico, qué iba a ser de grande…
Interrumpió la frase y se quedó callado. Luego, recogió el fusil que había dejado sobre la mesa y volvió a su lugar. Ella lo conocía bastante como para darse  cuenta de que estaba haciendo un gran esfuerzo par ano derrumbarse.
Un  rato después empezó el tiroteo que duró casi un cuarto de hora. Cuando se hizo el silencio, el General la llamó para decirle andá a mi dormitorio y traé el revólver que está en la mesa de luz. Si se acercan demasiado, vos también va a ayudarme.
Regresó muy pronto empuñando el arma; la luz de las velas se hizo aún más vacilante. Al escuchar sus pasos él dijo, sin apartar los ojos de las sombras, por lo que recuerdo, vos lo usás muy bien, así que no te hacen falta lecciones ¿verdad? En lugar de contestarle, ella empezó a acercársele. Se detuvo junto a la mesa y sacó el seguro del revólver. Fue entonces cuando él se volvió. Le bastó encontrar su mirada para comprender todo. No abrió la boca ni hizo ademán alguno. El primer tiro le bajó la noche sobre los ojos.
                                               Relato incluido en "Ocho misterios", Ediciones Último Reino- Buenos Aires 1998.


Mabel Pagano nació en Lanús Oeste, provincia de Buenos Aires, el 6 de mayo de 1945. Ha publicado diecisiete novelas, entre ellas “El país del suicidio”, “Martes del final”, “La calle del agua”, “Lorenza Reinafé, o Quiero en la barranca de la tragedia”, “Malaventura”, “Luisa Martel de los Ríos”, la fundadora”, “Martina, montonera del Zonda”. “Felicitas Guerrero de Álzaga”, “Último encuentro de Fanny Navarro y Gary Cooper”, “El amor es atroz” y dos biografía noveladas: “Eterna”  (Vida de Eva Perón) y “El museo, mi casa” (Historia del Museo de Alta Gracia). Ocho libros de cuentos, entre los que figuran “El cuarto intermedio”, “Enero es un largo lunes”, “Trabajo a reglamento”, “Lo peor ya pasó”, “Ocho misterios” y “Siete por uno siete”, dos volúmenes de cuentos infantiles: “Los chicos que hicieron la historia” y “Cartas con historia” y una novela juvenil “ Panchito López, la última batalla”.
  Participó, además, en diversas antologías, una de ellas “Editoras argentinas contemporáneas”, publicada en Estados Unidos y otra “Cuentos inéditos II”, editada en España. Coordinó y participó en la antología de “Mujeres con pelotas, cuentos inspirados en el fútbol”.
Ha ganado importantes premios literarios. Entre los más destacados: Concurso de cuentos Editorial Atlántida, Fundación Fortabat, Premio Internacional de Novela El Cid Editor, Premio Emecé, Municipal de la Ciudad de Buenos Aires, Municipal de la Ciudad de Córdoba, Fondo Nacional de las Artes y Gobierno de San Luis. Por su trayectoria literaria recibió distinciones de la Cámara de Senadores y la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires y el Municipio

                             

domingo, 15 de abril de 2012

PATRICIA SEVERIN, ALICIA BARBERIS Y GRACIELA PRIETO: UN EMPRENDIMIENTO EDITORIAL ARGENTINO


    Me llegó por medio del correo un libro “El infierno de los vivos” de Alicia Barberis, editado por la editorial Palabrava,  que es incluido en una de las apariciones del diario El litoral de Santa Fe, el  conocido periódico de esta provincia argentina. Lo primero que llamó mi atención es la impecable factura de la publicación, luego me encontré con un texto interesantísimo que en principio se inscribe en la tradición de cierta literatura italiana marcada por el neorrealismo, hay una distancia en quien narra y al mismo tiempo el texto  alcanza intensidad. Mediante un lenguaje despojado, parco, se relata la historia de una muchacha de catorce años que sufre abuso sexual y vive en un hogar de menores. Las creadoras de este hecho son tres escritoras santafesinas: Patricia Severin, Alicia Barberis y Graciela Prieto, que no sólo han logrado un producto de calidad sino ponen al alcance de la gente  obras literarias de autores santafesinos a precio módico. Además emprenden talleres literarios que acompañan el proyecto y que están a cargo de la poeta Laura Yasán. La intención de valorizar la tarea de los escritores y estimular la lectura. La próxima obra publicada  saldrá con el diario El Litoral el día 27 de junio y el autor  seleccionado es Enrique Butti.
   Con el libro entre mis manos no pude dejar de lado el momento ya prolongado que vivimos los escritores que hemos visto desaparecer a las editoriales medianas y pequeñas, las que tradicionalmente han sido la sostenedoras de la producción literaria nacional de envergadura que no concebe al libro como un objeto puramente comercial, ellas permitieron el surgimiento de una tradición literaria que  delinea un perfil de nuestra cultura, que nos expresa como sociedad y que en tanto arte se convierte en el sostén de todas las otras actividades humanas. Ninguna sociedad sobrevive espiritualmente si no se reconoce a sí misma, es decir si no logra simbolizar su propia imagen en objetos artísticos.  El espejo que nos muestra quiénes somos nos otorga identidad y sólo así, al concebirnos como parte integrante de un conjunto, somos capaces de constituir la unidad mayor que es la sociedad entera. Lamentablemente la irrupción de las megaeditoriales que fagocitó a las medianas y pequeñas ha ahogado el proceso de diversidad,  riqueza y matices de las distintas expresiones literarias al proponer un modelo unificado que está más ligado a los intereses comerciales que a la búsqueda de nuevas voces que enriquezcan nuestra mirada. De modo que este emprendimiento que dio origen a Palabrava que me llena de alegría. Su objetivo es difundir la labor de escritores santafesinos y sabemos que Santa Fe es una provincia con escritores de prestigio, lo es tradicionalmente y en la actualidad llama la atención la cantidad de excelentes narradoras y narradores que son los que yo más frecuento por afinidad.
   Desde hace unos cuantos años los escritores y escritoras intentamos sobrevolar este hecho que impide la publicación de nuestras obras,  me refiero a las que no responden al modelo mercantil que las megaeditoriales proponen y difunden. En el año 2000 fue Sonia Catela ,  escritora también santafesina, la que  impulsó un nucleamiento de escritoras en lo que se denominó “Encuentro nacional de escritoras” que tuvo un principio auspicioso y que contó con el apoyo de legisladores de todo el país, claro que el intento naufragó cuando la economía nacional se vino a pique como todos sabemos.  Desde Córdoba,  María Teresa Andruetto está realizando un valioso relevamiento de escritoras argentinas publicando los artículos en letra impresa y en Internet en su página “Narradoras argentinas”. No puedo dejar de nombrar a mi querida amiga Libertad Demitrópulos que organizó el Primer Encuentro Nacional de Escritoras y creo que fue gracias a ese hecho que yo conocí a Patricia Severin, una escritora que admiro y aprecio como persona.  Estos intentos con logros o interrupciones no fueron en vano, lo que me conmueve es que Patricia, Alicia y Graciela no se quedaron ancladas en la queja ni en la resignación sino que lograron en forma concreta llevarlo a cabo. Esto abre un camino para todos, crea, como dicen algunos biólogos modernos y como sostiene la física cuántica, un campo mórfico o mental que nos permite abrevar a todos, dicen que cuando un proceso se inicia ya está planteada  una  impronta  que fortalece su perdurabilidad en el tiempo, así es que y lo más probable en términos físicos es que continúe. Lo que ha emprendido Palabrava es un emprendimiento que  está decidido  a sacar a relucir lo genuino de nuestra producción literaria nacional, un espejo que comienza a reflejarnos a todos y, en ese sentido, un alimento imprescindible para continuar avanzando. Y  además el proyecto logra que la región se construya a sí misma   retratando el mundo a través de la mirada de sus escritores, tal como el siglo XXI con su propuesta de diversidad y a la vez de autoafirmación nos está instando a realizar.

Patricia Severin, presentando la novela de Alicia Barberis