El libro "De madrugada", a pesar de constituirse como un largo poema segmentado que da cuenta de una historia, se inscribe en el género poesía. Sin embargo cuenta con tres textos en prosa. Este es uno de ellos.
Cómo quisiera introducir me en la boca de
mi madre, zambullirme en su preciosa ausencia de palabras, estar en ella, ser
de ella, ser una palabra más que ella no pronunció, pertenecerle de nuevo como
una vértebra, como un órgano o un simple sonido que aletee dentro del armazón
enclenque de su cuerpo. Añoro ser una porción de ese silencio inmenso que
guardan las madres en su interior. Pero eso sí, debería encontrarla y, para mi
desgracia, sé que esa es una de las cosas más difíciles que existen hoy por hoy
en este mundo. Las madres huyen hacia un lugar del que se han perdido las
coordenadas, las madres aman la imprecisión geográfica, las madres se pierden a
sí mismas en el torbellino de su juventud. La recuerdo cosiendo en una máquina
a pedal en un rincón de aquella piecita decorada con patos y perros de caza
donde las dos estirábamos la largura de las tardes. ¿Dónde se encontraban mis
hermanos? No están, no forman parte de la escena. ¿Mi memoria es absorbida por
la muerte y me los arrebata de antemano? El tiempo transcurría con una lentitud
exorbitante y hacía añicos las promesas de futuro, supongo que por eso mi madre
callaba y yo no sabía dónde meterme ni qué hacer con la enormidad de silencio
que nos engullía a las dos. El único sonido era el chirriante rezongo de la
máquina que el pie de mi madre escandalizaba una y otra vez. ¿Ese ruido era su
voz? El siglo veinte ya había rozado su exacta mitad y allí estábamos nosotras,
madre e hija, en un vértice, asomándonos a aquella ventana sin paisaje donde
las palabras se escabullían hacia los cuatro puntos cardinales, hacia los
ángulos de la ventana que creaba un estado de perfección espeluznante. Yo
quiero entrar en mi madre y ella no me deja, sólo se interesa por el movimiento
mecánico de su pie que violenta el silencio de esta pulcra piecita. Hasta los
patos que ilustran las paredes deben sentir la punzante alteración que el pie
de mi madre está creando. Quiero que me hable, quiero que mi madre me hable y
no lo hace, quiero ser yo esa palabra que falta, que no brota en su boca para
completarla a ella. Su juventud es un círculo que no termina de cerrarse igual
que ese pie que se abanica una vez y otra y otra como si la máquina fuese una
cuna en la que mi cuerpo no está.
–Mamá–digo–
mamá.
Y el
retumbar de la máquina de coser enturbia mis palabras. Si al menos lloviera
allá afuera, si alguien entrara por esa puerta, si ella me mirara. Si yo
pudiese escapar del corsé de mis cinco años hacia la holgura de una eternidad
donde las madres se alimentaran de las madres en una cadena interminable y
confiada si el tiempo estuviese hecho con otra clase de materiales más blandos
aún que esa tela escurridiza que mi madre une en partes y que se le escabulle
sin cesar entre los dedos. Si Dios se acordara de nosotras, si mi nombre no
fuera igual al de mamá encerrándonos en este espejo tan negro y tan translúcido
donde las dos nos encontramos y nos perdemos interminablemente .Si la
habitación pudiera elevarse igual que un globo de gas y se alzara al aire con
nosotras dos, si los calendarios se apelmazaran y trituraran sus números en uno
solo .Si las palabras que guardó mi madre en su hondo interior se abalanzaran
de repente y me cubrieran como un vestido nuevo de esos que se estrenan en
momentos importantes.Si al menos algo, cualquier cosa viniera desde alguna
parte y nos abrigara a las dos.