Espiral de Saraswati

viernes, 20 de mayo de 2011

IRMA VEROLÍN: Textos

Hace ya unos cuantos años después de un largo tiempo de silencio en el ashram de Puttaparthi en el sur de la India, escribí esta serie de textos vinculados a la intensa y transformadora vivencia de la cultura hinduísta. 

  Escrito a orillas del río Chitravati

La calle
   Le señalé la luna y le dije: “The moon”. Y la niña, señalando como yo la luna, con una hermosa pronunciación en telugu, dijo: “Chandravati”. Entonces me sonrió; tenía todos los dientes cariados. Su madre los tuvo igual. Y su abuela, y su bisabuela también.
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    El hombre sin piernas cruza la calle. La vaca, que va adelante, es un torpe lazarillo, pero el hombre la prefiere a cualquier perro, porque para el hombre los perros son algo así como cucarachas o peor todavía. El hombre sin piernas haría cualquier cosa por su vaca. La vaca no lo sabe. Yo camino unos pasos y entro en el templo. Coloco mi frente contra el piso. Respiro hondo y le agradezco a Dios infinitamente no haber nacido perro en este lugar.
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    La señora caminaba con su vaca por la calle principal del pueblo. El ruedo de su sari blanco iba levantando polvo. No sé por qué me recordó a un cortejo fúnebre, a una novia caminando hacia el altar, a la alumna abanderada con las dos escoltas portando la bandera patria. Pero en la mujer había algo más. La frente alta, los pies sucios, esos ojos que no he visto en ninguna parte del mundo y un diminuto brazalete brillante que ahogaba su muñeca y resplandecía entre las estrellas y el otro de los elefantes.
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      El cielo es tan liviano, pero tan liviano, que se desvanece. Un gran agujero blanco se abre sobre nosotros, es casi una excusa para que aparezcan los astros. Bajo un cielo  así la tierra tiene un peso increíble que nos recuerda a los dinosaurios.
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     El hombre miró toda la tarde a su flaca vaca gris. La vaca parecía no estar mirando nada. Más bien daba la impresión de que se aburría. Después llovió. Nunca llovía por aquellos sitios. Y hubo que enterrar a la vaca.
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   El ruido de la bicicleta al andar por el camino de tierra se parece al de los cascabeles de la vaca. A la vaca no le gustan las bicicletas, se le nota en la mirada, pero el muchacho que pedalea tiene los ojos grandes, más grandes todavía que los del hombre del turbante rojo y entona una canción en telugu, con la misma devoción con que en mi patria cantamos el Himno Nacional.
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      De repente los cuervos ennegrecieron un cielo de tiza mientras yo recorría con mis dedos los bordes de una pendiente de color marrón, de un marrón que no era el de la tierra ni el de mis ojos, era el marrón de los pozos profundos al mediodía.
     Sí, los cuervos hicieron una sombra muy grande y entonces el mundo quedó boca abajo.
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     La muchacha hindú me sigue a lo largo de toda la pared. Hay un interminable muro grisáceo allá adelante. Alguien barre, levanta sin cesar polvillo del suelo hasta llenar el paisaje de niebla. Atrás, la mujer con sus dos cobras en una canasta y un tachito vacío. No estoy sola, lo sé. No estoy sola, vuelvo a repetirme y un lamparón se estrella en mi frente y me llena de luz.
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    Un vestido sucio en un mundo limpio. Un vestido limpio en un mundo sucio. He allí la cuestión.


El palacio
    Hago castillos con mi imaginación. Brotan desde un sitio desconocido y se mantienen en perfecto equilibrio en ese minúsculo espacio de mi cabeza mil veces más pequeño que un lunar. Y adentro de los castillos no pongo nada.
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   Entré descalza en el palacio  como quien entra en el baño o se mete en su cama. Se abrieron puertas y puertas y puertas. El brillo perseguía las ventanas y los espejos eran siempre demasiado pequeños. Entonces me vi obligada a decir mi nombre muchas veces. Muchas, muchas, muchísimas veces.
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   Yo caminaba entre turistas en el palacio más grande del mundo. Apareció un chico harapiento y preguntó mi nombre. Se lo dije. Luego vino otro y me preguntó lo mismo. Después una muchacha delgada de ojos negros. Dije mi nombre por tres veces rodeada de cristales y puertas de nácar y molduras doradas. Ahora me parece mentira que mi nombre de princesa fuese dicho tres veces sobre pisos de mármol donde mis pies podían reflejarse.
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   Hace mil años, cuando estuve aquí, el sol era un poco más grande, apenas un poco. Y no estaban los palacios. Pero las vacas tenían el mismo color ceniciento que tienen ahora.
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   Yo venía avanzando desde el otro lado del palacio hacia mí. Alguien me seguía desesperadamente. Quise que el palacio se derrumbara. Pero no tuve suerte: no se derrumbó. Vi mi espalda, mi larga melena reflejada en los espejos. Vi muchos espejos, muchas espaldas, larguísimas melenas. Y yo corriendo detrás de mí, siempre corriendo.
                     


   El ashram
     Del otro lado de esta pared está el mundo. Llegan hasta aquí ruidos muy fuertes. Todos los días el sol avanza desde allá. Queda un instante en alto, digamos que se mantiene dificultosamente sobre el borde filoso de la pared. Entonces ya no hay ninguna sombra y los ruidos se aletargan como si cayeran arriba de un colchón. Después el sol se pierde del otro lado.
   Durante la noche la pared tiene un tono muy oscuro, parece un gran animal muerto, Y no hay nada que hacerle, nadie se arriesga a atravesarla. A veces, se me ocurre, que esa pared es delgada y hasta transparente como la tela de aquel vestido que una vez estrené.
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   Quise resguardarme bajo los árboles inmensos. Yo escribía. Y pasó una mujer. Era una mujer flaquísima y encorvada. Miró mis ojos, espió mi lapicera y extendió su pequeña mano sucia como si me ofreciera una flor.
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   Era la más grande, la más gorda todas nosotras. Se la llevaron esta mañana. Alguien la tomó del brazo, alguien la empujó un poco. Intentaron hablarle, pero no conocían su idioma. Todo fue igual que al principio, ni siquiera había adelgazado, Sólo que ahora la valija era más liviana. El cielo se había encapotado allá afuera cuando la vimos caminar descalza, cuando la empujaron, cuando quisieron convencerla de que cruzara la puerta, ese agujero de luz que siempre vemos desde aquí.
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     Yo quería escuchar aquella música de la que me habían hablado. Por eso subí las escaleras despacio, con mis piernas flacas. Otros pasos resonaban arriba, abajo. Y la luz venía por los costados, cegadora, blanca. La escalera era interminable y también blanca. Subí y subí. Una mano tocó mi cabeza, de pronto. De pronto la música comenzó a sonar. Era una escalera muy larga, muy blanca.
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    Una mujer que no habla mi idioma, llora a mi lado. Es una mujer de trenza muy larga y cabello renegrido. Cuando quite las manos de su cara le veré el rostro. Veré sus ojos. Sé que son negros, sé que tiene un punto oscuro en medio de la frente. Sé que ella no se llama María ni Juana ni sabe reza el Padre Nuestro. Los pies llenos de anillos se asoman por el borde de su vestido de seda. Imagino su pequeña casa penumbrosa, su casa de muñecas sin pintar y la veo entrando, con sus pies ásperos sobre el suelo áspero sin ningún pensamiento, vacía, blanca, llena de luz con su estómago vacío.
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  La mujer estaba vestida de blanco y me dejó entrar en su casa. Olía a perfume, condimentos y flores secas. Después nos quitamos los zapatos y ella encendió unas velas Cantó, cantó y cantó. Cantó sin que en su vestido se moviera un solo pliegue. Después puso su mano derecha muy cerca de la llama de la vela para apoyarla enseguida sobre mi cabeza. Después, muy cerca, escuchamos la voz de los cuervos.
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   Ella enhebra un hilo verde en una pequeña caja de plástico. Es de un verde muy verde, que hace juego con los tonos de su sari. Los ojos le tiemblan en la cara y, entre sus dedos, el hilo verde se desliza con la suavidad del vuelo de los pájaros.
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   A la mañana temprano, entre la niebla, ya están las mujeres inclinadas sobre sus escobillas. El polvo al alzarse desde la tierra se mezcla con el aire blanqueado y opaco y las siluetas de las mujeres pierden nitidez. Sólo el cuchicheo de las escobillas y sus voces frágiles y polvorientas que barren, barren, barren las últimas penumbras, la sombra de los cuervos y de la noche.



[1] Río que se encuentra en el sur de la India en el pueblo de Puttaparthi.