Espiral de Saraswati

miércoles, 11 de abril de 2018

IRMA VEROLÍN: "La mujer invisible"

                 



    Mi novela "La mujer invisible" surgió primero de un planteo abstracto: me presenté al Fondo Nacional de las Artes para obtener la beca a la creación artística y,  como en las bases se requería del esbozo de una temática, propuse escribir una novela sobre la ciudad y que apareciera su relación con las provincias de nuestro país. Cuando finalmente obtuve la beca comencé a escribir, pero la vida se interpuso. Ocurrió que mi padre adoptivo enfermó y pasé gran parte del tiempo de aquellos meses en hospitales, centros de salud; también visitaba a mi amiga Libertad Demitrópulos que estaba muy afectada por sus problemas coronarios. Así es que la ciudad -que es el espacio estelar de este relato-  terminó conteniendo espacios interiores que funcionan también como lugares significativos: el hospital y la clínica suburbana, micro espacios que tienen un rasgo equivalente al de la ciudad, caracterizados por su fuerte autonomía.
    Tuve que escribir esta novela en el  lapso prefijado por la entidad que me otorgó la beca, pero el resultado terminó siendo un contrapunto entre el plan inicial y lo que la vida fue pulsando. Esto ocurrió en el año 1998. Presenté el proyecto al Fondo de las Artes poco después que mi padre adoptivo y mi amiga fallecieran. Luego el tiempo se interpuso, como suele sucederme, la novela obtuvo el primer premio municipal Eduardo Mallea, pero  permaneció inédita. Incluso quedó entre las diez finalistas de un concurso que nunca se expidió. Se mantuvo inédita hasta que en 2014 fue una de las diez finalistas del concurso Clarín, que por supuesto no fue escogida. Era hora de publicarla.
      La propia escritura se modifica con el paso de los años, con el ejercicio del oficio, con la mirada y la percepción del mundo. Mi voz no ha cambiado, aunque tal vez podría afirmar que mi prosa se ha aligerado con la influencia de la imagen que en  las dos últimas décadas nos ha introducido en redes sociales y en toda clase de plataformas digitales, así como  nos dio acceso cotidiano a películas en nuestra propia casa. La mirada sobre la ciudad de Buenos Aires que predomina en la novela se me presenta hoy muy marcada por el horror vacui, un sitio que se desborda en sí mismo, una superpoblación de significaciones, un estímulo continuo para la percepción.
    Debo decir que secretamente al escribirla me propuse desarrollar una trama que se rigiera por el valor de la intriga. La intriga obviamente está trazada con la aparición de las cartas,  me refiero específicamente a que quise que la estructura del relato fuese edípica, bien circunscripta a una línea argumental y, por supuesto, me interesó el trabajo sobre el espacio y la incorporación de ciertos personajes como el de la vecina del departamento “B” que, en realidad,  es un arquetipo en mi escritura,  ya que aparece de diferentes maneras en  otros relatos. La vecina entrometida es mi alter ego pero es también la representación del mundo, del mundo con mayúsculas corporizado en lo cotidiano, vale decir obstáculo, desafío, inconveniente, tensión.  Ha sido interesante retomar un texto escrito hace ya dos décadas,  me permitió visualizar con más nitidez el propio camino de escritura, mi búsqueda estética. Lo curioso es que en este caso me trajo un recuerdo que  había olvidado. Muchos años antes de escribir esta novela, a principios de los ochenta e incluso creo que a fines de los setenta, una tarde Beda Docampo Feijóo y yo fuimos al cine a ver una película rusa. Luego tomamos un café y jugamos a inventar una trama. Con sorpresa recordé que la trama que tracé en la mesa de aquel bar era muy cercana a la que terminé plasmando en esta novela. La que  desarrolló Beda, que  años después se convertiría en cineasta, fue –no tengo dudas- la de su película “Debajo del mundo”. De modo que el tiempo que es uno de los temas recurrentes de mis relatos y poemas se cruzó de muchas maneras en  el proceso creativo de esta novela. 


Fragmentos de la obra



"El ruido del ventilador parece un ronroneo de gato, este ruido sumado al del tránsito se mezcla con el del viento que da contra las persianas de madera. El viento crece en los pisos altos de los edificios altos como este: es la respiración del mundo. Y aunque parezca mentira el mundo y yo estamos más cerca gracias a la distancia que brinda la mirada panorámica. Desde esta altura puedo ver el bosque, el gran bosque humano, también puedo distinguir los helicópteros y los aviones, la transparencia del aire y el silbido que produce el viento al colarse entre estrecheces y hendiduras. Desde aquí veo brillar los techos relucientes de los automóviles continuados por el humo gris que borbotea y se aliviana y se difumina hacia lo alto, hacia donde yo estoy mirando este mundo que aquí arriba respira. El cordón de la calle donde titila un poco el sol, las lengüetas de los toldos coloridos haciendo plaf plaf plaf, el resbalón de luz en los cristales de las ventanas. Y las altísimas antenas de televisión, frágiles, elegantes, plateadas sobre ese fondo que no termina nunca y que surge de repente cuando inclino la cabeza hacia atrás para que todo se desvanezca, para que se incendie el bosque del mundo."

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“El sol da de plomo sobre las cosas de esta ciudad. Reverbera sobre las azoteas cubiertas de láminas plateadas, sobre el filo brilloso de las antenas de televisión, sobre las marquesinas de colores apagados, sobre el níquel de las manijas de los automóviles. Brilla el mundo ahora y se destiñe mientras avanzo con mi bicicleta. Atravieso el cono de luz que me corresponde y voy en dirección opuesta a la rotación de la tierra. Mi cabeza da vueltas, está   confundida. Desde el pavimento una ondulación de vibraciones ardientes  va subiendo por mis piernas. El humo de los colectivos me envuelve y sigue oscilando alrededor de mí. La rectangularidad de las manzanas  queda atrás y está  siempre adelante. Los postes de luz  fueron dibujando una simetría que me adormece. Los que caminan por las veredas en dirección opuesta entran de pronto en un punto iridiscente dentro de mi ojo y desaparecen. El sol no tiene forma, no es redondo ni cubre la totalidad de este universo de manzanas cuadradas. Hacia arriba las ventanas abiertas, telas de cortinas que ondean, aire, la ilusión de frescura, la tersa superficie de un vidrio que fulgura. Cristales rotos, balcones de tensas dentaduras y alguna carita que se asoma, que espía algo que se deja espiar entre las copas de los árboles y los inmensos cartelones con mujeres procaces, sonrientes, a medio vestir. Yo me deslizo sobre la suavidad defectuosa de este cono de luz. Mis piernas rotan sobre un eje de metal. Mis ojos están fijos, envuelven a la ciudad y la ciudad los envuelve y el aire nos envuelve a todos haciendo estallar el corazón. De repente, allí adelante, en la calle, creo ver que titila el agua de un mar. Entre el mar y los recortes de cielo, infinidad de cuadrados luminosos y letras y dibujos en tamaños descomunales. Este gusto por la enormidad me desconsuela, también me llena de ternura. La ciudad ha sido hecha para esas mujeres que deben temblar de frío durante las noches de invierno, esas que fueron estampadas en los cartelones y sonríen. La ciudad es para ellas, no para nosotros que atravesamos este mar y nos dejamos deslizar sobre ruedas o entramos inesperadamente en un punto del ojo que mira. Las sirenas de las ambulancias quiebran ese ruido de fondo que se parece a la respiración de un gran animal. Pero las sirenas pasan, se hunden allá  adelante y dejan de hacerse oír.  Giro hacia la derecha, pedaleo con fuerza. Entonces,  surgen los  árboles, están clavados en la tierra e imagino que se encuentran allí desde antes que naciera la ciudad. A un costado de los árboles, tiendo mi bicicleta. Me dejo caer y pienso en el recorrido que hice como en una travesía extraña que me cansa las piernas y hace dar vueltas mi cabeza.”

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Revolviendo entre objetos guardados y papeles viejos encontré otras fotos en las que aparecían rostros de los que no tenía la menor idea de quiénes eran. Colegas, gente del trabajo, ocasionales compañeros de excursiones o viajes cortos, vaya una a saber. También encontré agendas de años anteriores donde nombres ignorados, números de teléfono y direcciones desconocidas me estrujaron el cerebro. ¿Tan fácil resultaba olvidar? Vidas enteras se habían cruzado con la mía sin dejar huella. ¿La mía entonces había pasado al ras sobre la línea de otras vidas con la misma intrascendencia? Mi abuelo, mucho después de haber abandonado su pueblito fronterizo con la vaca y la nieve en Italia, mucho después incluso de haber sumado su grano de arena de inmigrante trabajador para que  las ciudades continuaran creciendo, hubiera dicho que cosas como éstas sólo ocurren en las grandes ciudades. Pensé que mi abuelo y yo y todos nosotros le habíamos dado de comer a la ciudad como si alimentáramos un monstruo que, no bien hubiese crecido lo suficiente, iba a devorarnos con la sencilla estratagema de hacernos desaparecer. Ahora, sin embargo, todos se habían ido, el verano los había echado fuera del cuadrilátero, la ciudad se había transformado en una construcción descomunal que, por más que aumentara mi altura trepándome a una bicicleta, me empequeñecía y me empequeñecía sin cesar.
 Pero en la ciudad siempre había habido gente por todas partes. Dónde estaba esa gente ahora. Sin duda se habían ido los habitantes acaudalados a las playas o al otro lado del mar, ¿y al irse habían arrastrado a un contingente de hambrientos y zaparrastrosos? Miraba y miraba y la gente sólo surgía en mi memoria, diluyéndose en una lejanía que se mezclaba con las películas de Hollywood o los documentales de la televisión. Tomé la bicicleta, me alejé de mi barrio. A medida que pedaleaba tuve la sensación de ir zambulléndome en un tiempo que se desmoronaba hacia atrás. En un espacio ubicado entre la ciudad y mi memoria comenzó a presentarse la gente, la misma gente que ha estado respirando siempre allí, a un paso, delante de los ojos de cualquiera. Gente sola que camina por la calle meneando las manos al viento, gente que vende cosas, innumerable variedad de cosas que se guardan en las alacenas de la cocina o en cajones profundos que jamás se abren, gente que grita, gente que pide que la escuchen, gente que busca con los ojos lo que tal vez no exista en ninguna parte, gente que quiere que pensemos en Dios o en el SIDA, gente que alza sus brazos en un colectivo o en una esquina para mostrar las recetas de los medicamentos que no puede comprar, gente que empuja a sus hijos hacia el filo de las alcantarillas, gente que trabaja, gente que reza en la entrada de los bancos, gente con hongos en los pies y cayos en el alma, gente que tiene hambre, gente borracha o drogada que duerme bajo los puentes o en un banco de plaza, gente que camina, que piensa en voz alta, gente que espera que otra gente le mejore la vida, gente sentada delante de sus casas en una sillita baja, gente desvanecida por dentro y acicalada por fuera, gente que anda en coche, gente que mira y mira, gente que aprieta ansiosa los botones de su teléfono celular, gente que corre en zapatillas blancas entre la marejada de coches y el cordón de la vereda, gente que llora, gente que grita, gente que pasa desapercibida, gente que viaja en subte, gente que habla sola en mitad de la calle, gente que se enamora, gente que compra billetes de lotería, gente gorda cubierta de trapos negros, gente que rumorea valecitos o silba tangos o chacareras o chamamés, gente que va de un lado a otro, gente que cree que mañana llegará el Armagedón, gente que va al supermercado con una bolsa de nylon, gente que se suicida, un tráfico de gente sobre el deslizante panorama de la ciudad que recuerdo, que imagino, que transito mientras hago equilibrio pedaleando para que giren las ruedas de mi bicicleta.”

La mujer invisible. Ediciones Moglia, Corrientes 2018


                                      
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