Espiral de Saraswati

lunes, 5 de diciembre de 2016

LILIANA ALLAMI: "EL VERBO JUSTO"



 

    La primera acción que se realiza en esta narración es la de abrir los ojos. Y luego aparece el  cuerpo humano deteriorado como protagonista principal.  Las palabras  iniciales a las que se aluden son dichas por un médico  y también han sido devaluadas. Cuerpo y palabra en estado de devaluación en la primera página del libro. Y el cuerpo sigue siendo el eje cuando la narradora se presenta a sí misma a través de la propia visión de un fragmento: Sus  pies. Todo se transmite, la ley de continuidad se ha establecido. Del cuerpo de los progenitores al propio, se transmiten pautas, de la vejez del cuerpo del padre a la  de la narradora, patentizada en lo que ocurre con un simple esmalte de uñas: el tiempo lo degrada. Degrada cuerpos, degrada las más elementales operaciones culturales.
      Resulta  interesante observar que el título de la novela alude al lenguaje y que este lenguaje es caracterizado como justo, pero justo tiene un valor ambiguo: es justo por su justeza, es decir por su precisión y al mismo tiempo es justo porque es medido, porque es restringido. El carácter ambiguo del adjetivo que intenta calibrar el sentido, nos introduce en un juego en el que nada es rotundamente cierto y nada es del todo mentira. Esa ambigüedad está sostenida por una mirada entre irónica y desesperanzada, siempre aguda.
      La voz narradora es una voz reflexiva que sopesa los pros y los contras de ese mundo observado con rigor y lucidez. El tono es íntimo, confesional y arrastra al lector a un estado de convivencia muy cercano con lo que se narra allí. La mujer que habla, la que cuenta la historia está desnuda y tendida, sola, en una cama. El cuerpo aparece nuevamente en estado de despojamiento y brutalidad, el cuerpo sometido a la ley del tiempo que es implacable.
     El relato se presenta desde el vamos girando en torno al cuerpo del padre  al que es preciso intervenir quirúrgicamente: la cultura opera o actúa sobre la naturaleza. Ya sabemos que los cuerpos están sujetos al deterioro, ¿pero qué pasa con el lenguaje? ¿El  lenguaje acaso es tan inexorable como esta transmisión ineludible de ADN en cada integrante que se repite en la línea familiar? ¿Las palabras logran su función primordial de comunicar, transmitir?  El lenguaje parece operar bajo la misma ley del tiempo: se vuelve hiriente. El diálogo no es un simple diálogo sino una cruzada verbal. Pero el lenguaje es antes que nada un taparrabo de la verdad. Los cuerpos delatan, por el contrario el lenguaje, encubre. Frente a los cuerpos en evidencia constante, el lenguaje  surge en estado de retaceo. El cuerpo anciano se refugia en la artimaña, se defiende del lenguaje al no poder, al no querer escuchar.  Lo evidente, lo que a todas luces se ve: el cuerpo mismo afrontado  lo que no se puede decir va construyendo la tensión de un texto que fulgura en su capacidad de acotar sin aludir, de crear una atmósfera mediante el empleo de elementos elusivos con un lenguaje depurado y una intriga firme.
      Lo que el lenguaje  muestra cuando aflora en medio del relato es el contraste de interpretaciones y miradas y el absoluto impedimento de una comunicación genuina. La voz narradora tiene un tono de confesión y testimonio que se va abriendo cada vez más y sin pausa hacia lo descarnado de situaciones vinculares. Sin embargo el lenguaje también tiene poder y logra funcionar como un taladro que modifica las conductas.
   El cuerpo sigue hablando cuando la mujer evoca su juventud. Los cuerpos responden a su raigambre,  a su herencia familiar, a su pertenencia, a su cultura. Así son presentados. Palabras exclusivas de una colectividad hacen que los cuerpos se categoricen en un idioma propio. Este paralelismo entre la densidad de los cuerpos y los artilugios del lenguaje atraviesa la novela en un juego sutil pero sostenido desde una trama inteligentemente construida.
       Como los cuerpos son lo importante en esta historia, no podía faltar la presencia de un espejo. Las palabras sin duda pesan, son calibradas una por una por esta narradora que tiene la capacidad de auscultar con los ojos y con los oídos en la misma medida. Es justamente cuando aparece el espejo que la narradora se pregunta en forma directa por su identidad rubricando de este modo un aspecto decisivo del relato: su carácter existencial, ya que el planteo no es sencillamente psicológico, va más allá. Esta encrucijada entre cuerpos y palabras nos remiten a lo más intrínseco de la condición humana. Pero el relato tiene la facultad de hacerlo en voz baja y calando hondo a la vez, una cualidad muy característica de la escritura de Allami. La desnudez del propio cuerpo es como una sombra constante en el relato. ¿Desnudez, vaciarse de lo conocido?, ¿despojarse, desprenderse de aditamentos?, ¿ir a la fuente o volver a nacer?
      Por otra parte la novela parece ponernos delante del juego de todas las imposibilidades: la imposibilidad de encontrar una prenda adecuada para una reunión social o, en otras palabras, la imposibilidad de darle una vestimenta, un perfil, una marca cultural a un cuerpo que no se reconoce a sí mismo, la imposibilidad de encontrar en las palabras una de sus funciones, la comunicacional, la imposibilidad de elegir con libertad. Y por supuesto la de alcanzar la  satisfacción del deseo como la principal imposibilidad.   Esa voz en segunda persona que aflora de pronto  y que se va alternando con la voz inicial es como un testigo pero también opera a la manera de un desdoblamiento de ese yo que se presentó escindido desde la primera página.
     Hacia el final de la novela el mundo del lenguaje y del cuerpo entran en contacto y se podría afirmar que esta tensión entre la densidad de los cuerpos y las funciones de la palabra eclosiona cuando,  con el propósito de quitarle los dientes al padre antes de operarlo dice la enfermera: Sáqueselos cuando estemos todos afuera de la pieza. Justo cuando lo estén por llevar, cuando ya no tenga que dirigirle la palabra a nadie” (pag. 85) y más adelante: “La manera hiriente de entrarle a las palabras como un cuchillo entrándole a la carne( pag. 90). Que justamente la figura paterna, la voz que enuncia la ley y la verdad en la tradición cultural occidental tenga la boca vacía de dientes es todo un símbolo. Los dientes representan la agresividad, el poder, la posibilidad de autodefensa,  una boca vacía ha perdido también el poder de la palabra, lo que en una novela donde una narradora femenina habla de los hombres  en tanto objetos de seducción tiene un poderoso sentido. De los cuerpos masculinos de los que se habla en la novela, cuerpos que atraen por su virilidad, se impone finalmente en el escenario el cuerpo viejo y desvalido del padre enfermo. Un cuerpo que habla a través de sus síntomas y de sus impedimentos reales. Las palabras con su eficacia en esta novela ya hicieron lo suyo, palabras de mujer y de hombre que actuaron sobre los cuerpos y las cosas con su capacidad destructora. La operatoria posterior de las dos hermanas que intentan introducir la dentadura postiza en la boca del padre se convierte en un acto grotesco y piadoso a la vez que posee un alto valor simbólico. Se trata de alejar ese cuerpo de la muerte, de otorgarle su capacidad perdida y así el orden familiar donde cada cual ocuparía su lugar, se restituiría. El símbolo se apoya en el cuerpo, el gran anclaje de este texto. Personajes que fueron presentados desde sus características biotipológicas, una narradora que explícitamente afirma que no le gusta su cuerpo, cuerpo que aparece desnudo como esa boca del padre incapacitada para hablar. Pero es el cuerpo de ese padre a través de su mirada que desdice las palabras de su madre y de su hermana, a través de sus ojos  los que con su mirada le otorgan a la narradora una identidad. Las palabras mienten, encubren, simulan, los cuerpos tienen la palabra.  En este sentido toda la novela es el acto de supervivencia de la identidad de una mujer que intenta reconocerse y que, mediante un proceso interior de decantación y auscultamiento, va produciendo cambios en la percepción de sí misma, el camino hacia el encuentro de la propia identidad halla entonces una vía de acceso. Siguiendo las pautas de la novela clásica podría afirmarse que el personaje medular y  narrador ha evolucionado, el movimiento del texto que tuvo un ritmo y una tensión ajustadísimos describió su forma y estimuló sus sentidos. Este texto que nos introdujo en un estado de complicidad con la voz narradora deja flotando restos de incertidumbre que hacen de un relato el mejor de sus atributos.


La novela "El verbo justo" fue editada por Vinciguerra en Buenos Aires 2016 y obtuvo el Premio Único en su género otorgado por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires para el bienio 2010-2011 por un jurado integrado por: Àlvaro Abós, Vicente Battista, Elsa Osorio, Jorge Paolantonio y Antonio Requeni.
      



Liliana Allami nació en Buenos Aires.
Es licenciada en Química, egresada de la Universidad de Buenos Aires.
Ha publicado los libros de cuentos "Para mí que fue por eso" (1997), "Un impulso escondido" (2001), "Eso sin nombre" (2004),
"Novia que te veamos" (2008) -que recibió dos premios: el de la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires y el Internacional de cuentos "Juan José Manauta" - y "La vuelta del deseo" (2013).
Ha recibido diversos reconocimientos: Municipal de Literatura "Manuel Mujica Láinez", Concurso Iberoamericano de Cuentos "Julio Cortázar" en Cuba. Ha participado en antologías nacionales e internacionales. "El verbo justo" obtuvo el Premio Único de Novela Inédita, bienio 2010-2011 en el prestigioso sistema de Premios que otorga el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.




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