Espiral de Saraswati

viernes, 14 de marzo de 2014

JORGE PAOLANTONIO: UN RELATO




 La narrativa de Paolantonio se caracteriza por la presencia de un narrador ubicado en un lugar bastante particular debido que proyecta hacia los personajes una mirada que fluctúa entre la  fina ironía y la compasión, pero ambas son difusas, casi en estado de disolución. En este  estilo narrativo resulta ineludible rastrear las marcas de la oralidad pero no de una oralidad pura sino atravesada por el preciosismo del lenguaje. En sus obras teatrales Paolantonio desgranó esa voz  desnuda de los personajes, con todos sus matices. Resulta difícil pensar esta narrativa sin el sostén de las muchas obras de teatro escritas y representadas del autor. En Paolantonio hay un cruce entre lo popular y lo culto que encuentra  en el relato su punto justo, en un equilibrio inconstante, un claroscuro, ironía y lirismo, crítica y humor, cierta melancolía y un vigor a veces punzante. Y sin embargo  los textos dejan traslucir una suerte de luminosidad, resultado quizá de la ubicación de ese narrador cercano a la situación y a los personajes y al aporte del manejo de la  imagen que  sin duda proviene del prolongado ejercicio del oficio de poeta. En el relato que sigue a continuación se perciben economía de recursos y síntesis. Detrás de cada frase hay una historia que evoca todo un entorno cultural, social e histórico.

Noventa y siete almohadones

     Taira mira ya sin ver el retrato de Toshimitsu. Lo conoce de memoria. Ve más bien cómo se marchitó el ramito de tréboles frescos junto a la enorme mandarina. Los puso anoche con la tercera ofrenda del día cuarenta y ocho, pero ya se ven mustios. Han perdido la frescura como la perdió su marido, de un día para el otro, casi siete semanas atrás.
      La mujercita de rostro lavado deja altar y ofrendas y se dirige hasta su cocina. Es una mañana superlativa. La espera un enorme bollo de pasta de arroz con el que tiene que armar cuarenta y nueve pasteles. Cuarenta y ocho por cada hueso y uno más grande por su cabeza. Aunque el finado no la tenía ni grande ni brillante. Cada mochi será producto de su destreza. Años cocinando para un marido que nunca olía del todo bien pero exigía en cambio los perfumes y colores y sabores exactos de una gastronomía nacida en alguna isla mayor del viejo reino de Ryukyu.
       Toshi, hijo menor del clan Oniduka, tuvo  que dejar su pueblo tras los estragos de la guerra y la prepotencia violadora de los marines. Con veinte años y en un  caserío sin futuro a la vista, lo mejor era subirse a un barco y poner toda la distancia posible entre esas parvas de muertos enterrados en zanjones y una tierra nueva que ofrecía paz y trabajo a quienes quisieran habitarla.                
       Taira, hija única de los Matsu, tenía su misma edad e iba en el mismo barco. Su viaje la pondría a salvo de violaciones consentidas a cambio de una barra de chocolate amargo.
       El joven Oniduka, a diferencia de sus paisanos okinawenses, tuvo siempre rechazo por la costumbre tradicional que los hacía reunirse y consultarse todo el tiempo, como si aún fuesen habitantes del archipiélago. Su relación con Taira estaba hecha de silencios prolongados y siestas interminables donde el sexo era diario en un hecho sudado y con quejidos. Taira se dejaba hacer. Cada vez que la penetraba y gruñía, ella pensaba en qué flores silvestres podría esta vez conseguir en los jardines del parque público para sazonar su delicada mermelada.
       El hijo de los Oniduka no quería hijos. Puntualmente, con un gruñido final, dejaba su semen sobre el vientre de la hija de Matsu.
       Taira, que siempre había dormido frente  al aire del Mar de la China, gradualmente comenzó a reconocer cada aroma tóxico exhalado por solventes y pastas quitamanchas. White Spirit, se limitó a contestar Toshi cuando ella, a la hora de la cena, preguntó por el nuevo e inconfundible olor apestoso que ya había comenzado a impregnarlo todo. El hombre, con oficio aprendido de un pariente de su madre, parecía no percibir cómo sus poros ya eran presa de esas nubes de vapor, palancas y válvulas de todo aquel proceso que significaba lavar a seco y tener una buena clientela. Guardaba las ganancias en un cofre de laca al que Taira accedía libremente aunque dando debida cuenta de cada centavo gastado. 
         Cada año, cuando el Día de las Niñas, Taira iba a la fiesta donde comer brotes de bambú simboliza la fortaleza de las mujeres en desarrollo. No tenía una hija, pero llevaba a su muñeca. Cada año, cuando el Día de los Varones, Taira iba sin su marido pero llevaba en cambio a su muñeco samurái. Para ambas festividades la mujer del tintorero portaba su propia versión de sushi y un besugo que marinaba tres días: ambas preparaciones tenían fama de premiar el gusto y alargar la buena vida. Los participantes festejaban la calidad de los manjares que Taira compartía. Toshi jamás salía de su entorno inmediato.  Y solo conocía la visita de sus proveedores y la sonrisa complacida de sus clientes del barrio.      
         Trascurrieron dos décadas. La serena belleza de la mujer de Oniduka se convirtió en un dibujo borroso donde los ojos rasgados y el pelo recogido por una traba de madreperla eran los únicos detalles a divisar. El resto se había ido con los diluyentes y los tambores de las centrífugas del tintorero.  Cuando no cocinaba, Taira hacía largas caminatas para conseguir los productos más frescos y de las ferias más alejadas. Y cada tarde, luego de la insoslayable siesta a la que su marido la obligaba, se dedicaba a su tejido de telar. Todas las mujeres de su pueblo habían aprendido a hacer bashofu. En cientos de tardes, concentrada en una sola forma y trama, llegó a tejer noventa y siete almohadones, el número impar más acertado para alcanzar la felicidad y la paz. Una vez que los terminaba, no los regalaba –como sí lo hacía con su dulce de flores o sus pescados escabechados-,  simplemente los apilaba en un cuarto desprovisto de muebles.      
         Un cadáver se descompone en cuarenta y nueve días, según la creencia del reino de Ryukyu. Hasta entonces, el alma del muerto no finaliza su estadía en esta tierra. Taira hubiese necesitado que alguien iniciado condujese el ritual de despedida. Pero dadas las circunstancias, no tenía caso. El muerto no contaría con un funebrero en trance a quien transmitir su último deseo. Taira, acompañada por sus muñecos, era la única encargada de que el espíritu descarnado de Toshi partiese al otro mundo ya para siempre.
          La mujer verificó que sus pasteles de arroz, los cuarenta y ocho pequeños y el mayor, estuvieran armoniosamente distribuidos en derredor del tanque de la tintorería. Estaba segura que, siguiendo al pie de la letra la costumbre de su pueblo y religión, a los cuarenta y nueve días exactos, la carne de su marido ya se habría separado de sus huesos, allí en el tanque de White Spirit hasta donde lo había llevado a rastras y luego arrojado. Antes había sonreído para sí misma mientras él degustaba sin delicadeza y hasta con hipo la exquisitez del besugo envenenado.
           Más tarde quemaría la ropa inservible, las sandalias de caucho con las que él pedaleaba frente a la máquina de planchar, la tablilla en la que llevaba sus cálculos, la última y única ofrenda del día cuarenta y nueve: los pasteles y los manojitos de trébol fresco. También el local completo con toda su parafernalia. Quedaría sellada así la definitiva partida del alma de Oniduka Toshimitsu hacia el otro mundo. Eso sí, Taira se llevaría consigo el cofre de laca y los noventa y siete almohadones.   



    Jorge Paolantonio  es un escritor nacido en Catamarca que ha publicado volúmenes de poemas, obras de teatro, novelas y cuentos. Sus obras teatralas han sido representadas en distintos espacios. Es además traductor y profesor licenciado en lengua  Inglesa por la Escuela Superior de Lenguas de la Universidad Nacional de Córdoba. Posgrado en literatura contemporánea, Stockwell College, Kent. Cursó doctorado en Lenguas Modernas, Universidad del Salvador. Docente universitario [1972-2008].  También ha realizado la crítica teatral.
   Su obra ha sido parcialmente traducida al inglés, al catalán, al francés y al italiano.
  Publicó en poesía: Clave [1973]; Imagen y Semejanza; Extraña Manera de Asomarse; Estaba la muerte sentada,;  Resplandor de los Días Inusados; Lengua devorada; Huaco; Favor del Viento [antología] Peso Muerto; Del orden y la dicha, Obra Selecta [antología, 2011].
Producción teatral: 17 obras/ monólogos reunidos en Rosas de Sal, Teatro I, Teatro II, Un dios menor [2013].
   En novela sus obras editadas son:  Año de serpientes [1995]; Ceniza de orquídeas [2003]; Algo en el aire, [2004]; La Fiamma [2009]; Traje de Lirio [2014],
    Entre los premios obtenidos pueden citarse: Premio Regional-Nacional de Poesía (Zona NOA); Primer Premio Casa de Poesía “E. Carriego”; Primer Premio Municipal de Poesía,Ciudad de Catamarca; Premio Letras de Oro, Honorarte; Primer Premio Municipal de Novela de Buenos Aires; Internacional de Dramaturgia “Garzón Céspedes”, España; Nacional “Esteban Echeverría”: Trayectoria en Narrativa, Gente de Letras; Nacional 'Micaela Bastidas' [cuento], INADI.