Espiral de Saraswati

viernes, 20 de septiembre de 2013

IRMA VEROLÍN: LA EXPERIENCIA DE LO ABIERTO A LA HORA DE ESCRIBIR


  


      LA EXPERIENCIA DE LO ABIERTO A LA HORA DE ESCRIBIR

   Durante el acto de escribir o más precisamente de hacer literatura se percibe, quizá con mayor intensidad, el hecho de que la conciencia vigilante, la mente racional opera sólo en un porcentaje  limitado durante el proceso. Somos conscientes de que  intervienen otras instancias que  necesitamos convocar pero que no podemos controlar. Tradicionalmente se habla de las musas, una metáfora que ha permitido resumir eso tan ignoto y no fácilmente decodificable. A través de los mails una amiga escritora me cuenta que ha comenzado a escribir un texto nuevo que adivina será una novela. Me dice algo que yo ya he pensado o dicho: ¿Lo podré sostener? ¿Lograré mantener en vilo este tono, esta vibración a lo largo de la extensión de todo el texto? ¿Continuaré el relato? Le contesto que generalmente cuando escribo experimento a diario yo también la  penosa sensación de estar en un hilo finito que amenaza con  echarme de prepo al otro lado y quedar fuera del texto. Ejercer este oficio es mantener un delicado equilibrio. Hay un concierto que debe hacerse presente, que requiere ser propiciado en el momento de escribir, de lo contrario, como le escuché decir a un  narrador argentino terminaremos escribiendo en “piloto automático”. ¿Pero qué es eso otro, intangible, prácticamente inmanejable que va a permitir que mi escritura sea literaria y no una simple redacción? La palabra está llena de dobleces, de frunces inusitados, de desproporciones y vacíos, hay que sacarle el jugo, como decía mi abuela, y para eso es preciso contar con las fuerzas invisibles de aquel espacio que por ahora no tiene nombre.
Durante años hemos intentado quitarle el dejo romántico al acto de escribir, esa idea anticuada de que hay algo que está más allá y así fuimos testigos del invalorable aporte de los talleres literarios,  del estructuralismo, del desconstructivismo, de los concienzudos análisis con que devanamos sesos y descuartizamos textos. Sin embargo, hoy por hoy, nadie puede sacarme de la cabeza que el resultado de un texto literario sólo deviene de esa capacidad de permanecer en el límite sin caerse del todo para el otro lado. Alguna vez en una mesa de debate dije que ese límite está ubicado entre el saber y el no saber y que la cuota de no saber y su buen manejo  nos conducen al deseado feliz resultado. Recuerdo que puse el ejemplo de la filmación de la película “Casablanca”,  la que comenzó a rodarse sin que el guión estuviese terminado, al parecer los actores iban a reclamarle al director por esa especie de proyecto de guión con el que se veían obligados a trabajar, lo que  los sumió en la incertidumbre. Esa incertidumbre, precisamente, fue la que diferenció a  la película “Casablanca” de las otras, la historia de amor tiene una dosis de vaguedad, de imprecisión, los actores no se instalaron en el código de las películas de amor porque temían, vacilaban, dudaban y ese temor los volvió vulnerables, vulnerabilidad que los actores llevaron a sus personajes. Nada mejor que ese estado de fragilidad de seres que se aman en plena guerra. Me intereso por el proceso de producción de las películas porque tengo la impresión de que como es un arte que incluye distintas ramas y oficios  tropieza con obstáculos muy materiales, pone en evidencia de un modo más tajante las dificultades y los pasos que todos los artistas escamoteamos y transitamos en nuestra labor. ¿El no saber, el disminuir el ego frente al acto creador abre las puertas de ese misterioso espacio desconocido? Ahora, años después, habiendo husmeado en la física cuántica, sé que la materia se percibe densa pero es puro vacío: lo lleno es lleno precisamente por su calidad de vacío.  El saber nos vuelve soberbios, nos  aleja de la actitud  despejada hacia lo inconmensurable, lo abierto, lo nuevo, sólo esa cuota de no saber nos rescata de lo establecido o remanido. ¿Pero cómo se dimensiona esa cantidad? ¿De qué modo podemos manejarla además de cuantificarla?  Mantenernos atentos ante ese misterio a la hora de escribir convierte a nuestra escritura en una obra literaria y no en un simple rejunte de palabras. Ahora bien, no existe nada más difícil para un ser humano que soportar la existencia del no saber, esa es la causa de que surja el chismorreo y el rumor social cuando no hay datos  concretos que corroboren una sospecha: frente al desconocimiento, como no lo toleramos, inventamos una historia que llene nuestro hueco de desinformación.  Posiblemente por ese motivo el acto creador se vuelve tan peligroso, tan atrayente y reactivo al mismo tiempo. Supongo  que esta es una de las causas por las que hacer literatura de ficción nos canse tanto,  debido a que entran en juego no sólo las emociones –que de por sí absorben gran caudal de energía- sino la vigilia permanente para que esa puerta que nos conduce a lo abierto  permanezca entornada. Es como tener un ojo cerrado y otro a plena luz. Escribir es mantener el equilibrio en un borde muy incómodo. Y cuando digo “incomodidad de la escritura” me surge un memorable texto de Clarice Lispector que asocia el acto de escribir con un parto, claro que no del modo burdo con que lo expreso yo en este momento. Y justamente la metáfora del parto viene a resolver este enigma del límite difuso entre el saber y el no saber: sabemos que nacerá un bebé pero todo es desconocido desde cierto lugar, el de las emociones, aunque seamos capaces de describir los pasos del nacimiento, todo es nuevo empezando por la criatura que pronto va a ver la luz del mundo. Lo que  precisamente debe  sostener el enigma es nuestra relación con las palabras y su carácter tangible, determinante, cargado de la oposición a la que nos remite, si confiamos en ellas –esas prostitutas que van con cualquiera como diría Abelardo Castillo- estaremos perdidas, perdidos de ante mano. Como un detective policial ante el cuerpo del delito, los escritores debemos  custodiar el estado de alerta frente al cuerpo del lenguaje que por un lado tironeará para que las palabras se acomoden en su sentido más literal, o más  apoltronado o más ligado al uso común o más trillado, y por otra, se aventuren hacia la zona desconocida o que al menos la rocen conservando su capacidad de evocar y de revolucionar nuestra percepción al mismo tiempo. Una parte de nosotros, en nuestro profundo interior tironea para que la costumbre y lo establecido confirmen o reafirmen o refunden el universo conocido, pero como estamos intentando rebautizar el mundo entonces  procuramos que el otro lado, ese sitio cargado de lo que aún no transitamos  se asome por la rendija. Es difícil no caer en la tentación de definir en qué consiste ese no saber, claro que si lográramos definirlo desaparecía su cualidad de misterioso, de modo que se trata una vez más de permanecer en el límite, para que el otro lado muestra sólo un perfil, así es que acariciamos, vislumbramos ese filo del cuchillo, ese margen que orillea dos abismos, ese lugar incómodo,   como ya se ha dicho, pero el único lugar posible para producir un texto que merezca el nombre de literario.
   
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lunes, 9 de septiembre de 2013

SELVA ALMADA: FRAGMENTO DE NOVELA





  Rescaté este texto de la novela “El viento que arrasa” quizá por la mirada o quizá porque tiene una  cierta autonomía o porque desde Kakfa en adelante me interesa el modo en que aparece la animalidad en los relatos. Obviamente aquí hay un trabajo sobre el lenguaje que es lo que ha llamado la atención sobre la escritura de esta autora nacida en Entre Ríos. Un suave desplazamiento de la mirada, las cosas son y sin embargo parecen estar enfocadas desde un perfil vagamente inesperado, con un toque leve, como si el foco estuviera siempre un poco corrido. Resulta inevitable la referencia a Carson McCullers en parte por el ambiente y en parte por esa mirada entre inocente y despiadada, es en ese límite donde se ubica el foco, no se mueve de allí, no hay desgarramiento pero tampoco absoluta ingenuidad. Hay un conocimiento previo, algo ya sabido y que el narrador da por sentado y en esa franja se mueve como si lo que ocurre no tuviera relevancia. Lenguaje parco, cristalino, depurado, produce una especie de vacío y silencio que envuelve al relato en un clima único.




“El perro bayo se sentó de golpe sobre las patas traseras. Estuvo todo el día echado en un pozo, cavado esa mañana temprano. El hoyo, fresco al principio, e había ido calentando en su letargo.
  El Bayo era una cruza con galgo y había heredado de la raza la elegancia, la alzada, las patas finas y veloces, la fibra. De la otra parte, madre o padre, ya no se sabía, había sacado el pelo duro, semilargo, amarillo y una barbita que le cubría  la parte superior del hocico y le daba el aspecto de un general ruso. Al Bayo a veces también le decían el Rusito, pero por el color del pelo nomás. La sensibilidad se habría ido perfeccionando tras décadas y décadas de mestizaje. O le habría venido sola, sería un rasgo propio ¿por qué no? ¿Por qué en los animales ha de ser diferente que en los hombres? Este era un perro particularmente sensible.
Aunque sus músculos habían estado quietos todo el día, la sangre que seguía bombeando como loca en su organismo había ido calentando el agujero en la tierra, al punto de que ni las pulgas lo habían soportado: saltando como los osos bailarines  sobre una chapa caliente, se habían largado de ese perro a otro perro o a la tierra suelta a esperar que apareciera un anfitrión más benevolente.
Pero el Bayo no se sentó de repente porque sintiera el abandono de sus pulgas. Otra cosa lo había arrancado del sopor seco y caliente y lo había traído de vuelta al mundo de los vivos.
Los ojos color caramelo del Bayo estaban llenos de lagañas, la delgada película del sueño persistía y le nublaba la visión, distorsionaba los objetos. Pero el Bayo no necesitaba ahora de su vista.
Sin moverse de su posición alzó levemente la cabeza. El cráneo triangular que terminaba en las sensibles narinas tentó el aire dos o tres veces seguidas. Devolvió la cabeza a su  eje, espetó un momento, y volvió a olfatear.
Ese olor era muchos olores a la vez. Olores que venían desde lejos, que había que separar, clasificar y volver a juntar para develar qué era ese olor hecho de mezclas.
Estaba el olor de la profundidad del monte. No del corazón del monte, si no de mucho más adentro, de las entrañas, podría decirse. El olor de la humedad del suelo debajo de los excrementos de los animales, del microcosmos que palpita debajo de las bostas: semillitas, insectos diminutos y los escorpiones azules, dueños y señores de ese pedacito de suelo umbrío.
El olor de las plumas que quedan en los nidos y se van pudriendo por las lluvias y el abandono, junto con las ramitas y hojas y pelos de animales usados para su construcción.
El olor de la madera de un árbol tocado por un rayo, incinerado hasta la médula, usurpado por gusanos y por termitas que cavan túneles y por los pájaros carpinteros que agujerean la corteza muerta para comerse todo lo vivo que encuentran.
El olor de los mamíferos más grandes: los osos mieleros, los zorritos, los gatos de los pajonales; de sus celos, sus pariciones y, por fin, su osamenta.
Saliendo del monte y ya en la planicie, el olor de los tacurúes.
El olor de los ranchos mal ventilados, llenos de vinchucas. El olor a humo de los fogones que crepitan bajo los aleros y el olor de la comida que se cuece sobre ellos. El olor a jabón en pan que usan las mujeres para lavar la ropa. El olor de la ropa mojada secándose en el tendedero.
El olor de los changarines doblados sobre los campos de algodón. El olor de los algodonales. El olor a combustible de las trilladoras.
Y más acá el olor del pueblo más cercano, del basural a un kilómetro del pueblo, del cementerio incrustado en la periferia, de las aguas servidas de los barrios sin red cloacal, de los pozos ciegos. Y el olor del mburucuyá que se empecina en trepar postes y alambrados, que llena el aire con el olor dulce de sus frutos babosos que atraen, con sus mieles, a las moscas.
El Bayo sacudió la cabeza, pesada por tantos olores reconocibles. Se rascó el hocico con un pata como si de este modo limpiase su nariz, la desintoxicase.
Ese olor que era todos los olores, era el olor de la tormenta que se aproximaba. Aunque el cielo siguiera impecable, sin una nube, azul como en la postal turística.
El Bayo volvió a levantar la cabeza, entreabrió la quijada y soltó un larguísimo aullido.
Se venía la tormenta.