Espiral de Saraswati

lunes, 17 de septiembre de 2012

IRMA VEROLÍN. FRAGMENTOS DE LA NOVELA "EL CAMINO DE LOS VIAJEROS"



Sospecho que es más fácil hablar de la propia vida que de la escritura personal, posiblemente nunca logramos establecer la debida distancia con las palabras escritas como para alcanzar algún grado de rigor. Ya sabemos que cada artista se siente único en lo suyo y pensar la escritura nos obliga a encuadrarnos en algún tipo de tradición literaria. Por un lado amamos pertenecer, pero por otro, aparece una indomable necesidad de diferenciarnos. Entre esas tensiones se ubica el texto y de la transacción posible entre esas dos instancias surge o muere su originalidad. Escribí esta novela “El camino de los viajeros” a mediados de los noventa cuando la perspectiva histórica me permitía -esta vez sí- tomar una distancia con los años de la dictadura militar. La novela transcurre poco después de la guerra de Malvinas.  Intenté narrar la vida cotidiana de un modo sesgado, quise contar desde adentro lo que vivimos y ubicar el relato en  una frontera geográfica fue la simbología más apropiada para hacerlo: vivir en la orilla temiendo caer de este o del otro lado, la frontera de la vida y de la muerte, la frontera política que divide dos países, dos idiomas, la frontera del mundo social y la de la reclusión. Y tantas otras. Para mí fue un gran desafío salirme de escenario natural: el barrio en la ciudad  para componer lo que podría llamar una novela rural,  que impone un cambio en la mirada.  Frente a la tradición ineludible de Horacio Quiroga  se me planteó el dilema de cómo  presentar el paisaje  al contar una historia que transcurre en el monte misionero considerando que  el paisaje funciona como un personaje más. El trabajo de escritura que me facilitó este  tránsito es otra historia que también forma parte de mi vida. En mi caso escritura y vida han ido por carriles paralelos, claro que sufriendo una distorsión a veces bastante tajante. Como mi línea de escritura no está en la del realismo quiroguiano, en cierto sentido no corrí el riesgo de la imitación, digamos que en este caso puedo correr el riesgo de la extravagancia y sabemos que en arte el riesgo es parecido al  ideograma chino que equipara crisis con peligro y oportunidad al mismo tiempo. Sea como fuere, confieso que no me resultó fácil escoger algunos tramos de la novela que funcionaran individualmente de manera tal que al leerlos no se perdiera el sentido de la trama y la información general que otorga leer la novela en forma completa. En fin. Lo de siempre, con las palabras, todos lo sabemos, entramos en un terreno resbaladizo.


                                             


Fragmentos     de “El camino de los viajeros” - Ed. UNL- Santa Fe 2012

Estoy lavando ropa en la piletita. Una araña se enrosca y se desenrosca en su tela, se abre, es temible, la espío mientras el agua fría y escasa va cayendo sobre la tela estrujada, sobre mi piel que se paspará, sobre el pórtland rugoso y gastado de la pileta, sobre el aire que traspasa hasta llegar al agujero de la rejilla y se escurre musicalmente. Lavo la ropa, le quito la suciedad del mundo, del cuerpo, los recuerdos, las formas que mis codos, mis rodillas, mis senos le dejaron, la retuerzo y los infinitos hilos del entramado de algodón forman ángulos, dobleces, ondulaciones, forman una inaguantable desproporción con la naturaleza. Enjuago, enjuago, enjuago, ya nada queda de lo que dejó mi cuerpo sobre la ropa, el agua lava, bautiza de nuevo, el agua estira, estira, llueve sobre mi ropa, el agua se escurre por todas partes y una araña enorme y negra que tiene el tamaño de mi mano abierta, imita en la intemperie del aire los descuartizamientos de esta ropa mojada que estrujo una vez más, mis manos se cierran para retorcerla, mis ojos se achican para acompañar su tamaño. Hago desaparecer la forma de mi cuerpo en mis manos y la araña pendula, arañosa y negra la araña. Mientras tanto se precipitan, suben y bajan los pájaros de alas dientudas por el cielo, y la araña y yo aquí estamos, silenciosas, retorciendo lo que queda de nosotras y el agua cae y se escurre y se precipita hacia un fondo que soy incapaz de imaginar. El agua, los pájaros, la araña, yo. Mi ropa estirada en el aire chorreando agua. Agua. No muy lejos, a orillas del río, otras mujeres con los pies en el agua golpean ropa mojada contra las piedras. Golpean y golpean. Ese golpeteo intenso, perturbador, resuena en la boca de mi estómago.

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A veces pienso que viajábamos no para escapar de esos días chatos ni para vivir en la transitoriedad sino porque sinceramente creíamos que existía el final del camino. O al menos una parte de nosotros conservaba la ilusión de que sobre esta tierra había un lugar que equivalía al Paraíso. Es factible que alguna memoria ancestral nos empujara a emprender ese trayecto hacia la cuenca vacía, hacia ese sitio sin nombre que buscábamos afanosamente cuando mirábamos un mapa. Los puntos rojos de las ciudades no nos llamaban la atención ni nos incitaban a mirar por detrás queriendo averiguar si, en el reverso o más allá del reverso, se replegaba ese final que adivinábamos de una manera confusa. Entonces desplegar el mapa indicaba el principio de la búsqueda de un tesoro. Y las islas perdidas eran un punto infinitesimal, tan liliputiense que nuestros ojos ávidos sólo descubrirían luego de trasladar el esquema del mapa al escenario del mundo. Ese pasaje obligado de descifrar primero un mapa para después constatar su veracidad llevando el cuerpo por el mundo, me retrotrajo en varias ocasiones al pizarrón negro de la escuela secundaria. Las fórmulas algebraicas eran ininteligibles, pero la monja, que se había recibido con honores de profesora de matemáticas en Italia, insistía en su futura aplicación y nos juraba y perjuraba su incuestionable practicidad. Alguna vez nos había dicho que esas equis y esas íes griegas seguidas de tanto número absurdo bastaban para medir el tamaño de una montaña. Me costaba aceptar aquello; en el fondo nunca le creí a la monja, que terminó regresando a Italia porque una carraspera fue seguida por una intensa tos y luego por una neumonía. En el fondo yo pensé que era un castigo por decir tantas mentiras. La misma perplejidad sentía yo cuando, no bien llegábamos a algún sitio, Marcos, sonriente, desplegaba una vez más el ajado mapa y señalaba con su dedo aquel intento de restringir el mundo a la chatura geométrica, a un declive de líneas celestes y ondulantes o a una cantidad de puntos rojos. Repentinamente me acordaba de la monja y la imaginaba en un monasterio tosiendo y tosiendo, penosamente, sin cesar. En el extremo superior derecho, el ajado mapa que Marcos desplegaba y plegaba como las velas de un barco, tenía el dibujo de una veleta. Los cuatro puntos cardinales eran cuatro extremos que nos hundían en la angustia. Hacia dónde ir. ¿Hacia el calor?, ¿hacia el frío?, ¿hacia el océano o la selva? La línea firme que separaba una nación de otra me despertaba temblores. Los guiones que marcaban el final y el principio de una provincia me retrotraían a las conocidas entonaciones y a los chistes del lugar. Jamás podía pensar en un árbol, en un clima o en un paisaje. Tantas veces sentí lo mismo que tuve que aceptar que allí estaba mi sello de la ciudad. Veía sólo construcciones, espacios demarcados, fechas y nombres. Nada que estuviese vivo se adelantaba en mí al contemplar el mapa. Todo era cultura ante mis ojos anticipados, no adivinaba ni siquiera lejanamente a la naturaleza. Así que se me ocurrió especular que tal vez eso me impedía ver el monte como era en realidad: un espacio entregado enteramente a las leyes de lo natural. Quizá la prueba o el desafío mayor había sido tener que entreverarme en ese código inusitado. También —no era nada improbable— mi rechazo al agua explicaba mis incomprensiones. Una vez uno de los hombres que solíamos levantar en la ruta, un buceador submarino, nos aseguró con un tono de voz sentenciosa, que la gente que rehúye el agua es gente que no ama la vida. De más está decir que no volví a dirigirle la palabra en todo el viaje, y sólo lo hice en el momento en que descendió del coche y nada más que para indicarle que cerrara bien la puerta. Si el monte se me presentaba como un garabato se debía a que miraba con ojos de ciudad aquello que exigía un enfoque nuevo. Me hubiera gustado arrancarme los ojos para entrar en el monte, arrancármelos en todos los sentidos de la palabra, lo que no hubiese sido más que un gesto absolutamente literario que hubiera acusado mi profunda ligazón a la cultura, a ese repertorio conocido de saberes que se reiteran una y otra vez con voces y formas. Lo natural, al menos en el monte, tiene más de sorpresa que de repetición y al parecer yo no estaba dispuesta a aceptarlo, por eso insistía en no comprender. Con el tiempo llegué a establecer alguna relación entre los arranques furibundos por viajar y nuestra vida de todos los días. Cuando yo lograba aceptar que me encontraba situada a medio camino entre mi alma y mi cuerpo, sentía el impulso loco de hablar de un viaje. Por lo general trataba de olvidar ese desencaje mío, esa constante necesidad de quitarme el cuerpo de encima recurriendo al vestido oloroso que colaboraba malamente. Por entonces mi única estratagema conocida para sacudirme el alma del cuerpo era viajar. Tenía el total convencimiento de que los viajes me daban esa sensación única de que mi cuerpo y mi alma se separaban. Así lograba ser sólo cuerpo, al menos por un rato.

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  Los milicos desconocían la relación estrecha que sus pobres personas mantenían con la muerte, con esa misma muerte, la de todo el mundo, la que continuaba unida a mí por el lado izquierdo y me acompañaba dejando que un hilo de aire me confirmara su compañía. Para los milicos, en cambio, la muerte era el resultado de una acción que ellos podían realizar o a la que ellos se enfrentaban. La muerte podía acompañarlos o estar a su lado, era tan sólo un agregado de la vida, podía aparecer o no, y nada cambiaba. La muerte para ellos brotaba de una maniobra del cuerpo, a la que únicamente el cuerpo era capaz de responder. Ellos no creían que a la muerte se la pudiera mirar a los ojos. Es muy probable que, en el fondo, los milicos carecieran de ese don, de ese sentido de la simbolización y que sin duda, en el caso de haberlo poseído, los hubiera acercado a alguna forma de sabiduría o les habría cambiado el rostro para siempre y quitado la postura rígida y la sequedad de la mirada. Tal vez su prolongado, legendario contacto con las armas de fuego contribuyó bastante a que el acto de morir se les hiciera cotidiano, a que se les fuera metiendo adentro de las intenciones, al punto de que se les mezclara en sus quehaceres, tanto y tanto, que ya nunca más pudieran quitársela de las entrañas y de los escondites más escondidos de su cuerpo. Es muy factible que ese contacto repetido con las armas les hubiera pulverizado la capacidad de hacer de la muerte algo semejante a una sombra con la que, acaso, se pudiera conversar. Para ellos ver matar o convertir a las personas en muertos eran acciones simples, tan simples que hasta podía evitarse hablar de ellas. Después ningún resto, ningún vestigio, nada les quedaba, salvo el recuerdo o la memoria de un cuerpo que, al haber pasado por el acto de morir, se convertía en una cosa. De cualquier modo se trataba de una memoria insignificante. Si la vida era un envoltorio de celofán, la muerte era un objeto frágil, frágil o poco consistente o, tal vez, escurridizo como el agua que con todo se mezcla, menos con el aceite. Y la frágil muerte, simple, muy simple y enhebrada hilo por hilo, estaba en la torpeza de cada uno de sus movimientos, de la mañana a la noche. En ese sentido prácticamente nada en común tenían con Marcos. Por el contrario, Marcos sentía que la muerte era lo que era: una presencia que merodeaba a la gente y cada tanto se le escapaba por los ojos. Si en algo se vincularon y se enfrentaron los milicos y Marcos tal vez fuera en la relación que cada uno de ellos tenía con la muerte. Para los milicos la muerte no existía por sí sola, surgía de un acto de necesidad, eso que se desprendía de la gente o de la voluntad del cuerpo de la gente. Para Marcos, en cambio, se trataba de una contrincante casi sagrada. Sagrada y bestial. Por eso cada noche, al acariciarme, la acariciaba y la acariciaba sin descanso, con una lentitud exagerada, hasta volverla translúcida.

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   Inexplicablemente nació en nosotros una verdadera pasión por las películas de Chaplin. Nos desvivíamos por ir una y otra vez a las universidades y a los cineclubs donde las circunstancias y los policías vapuleaban al hombrecito gris, donde todo sucedía demasiado rápido y el cuerpo del hombrecito era flexible e inmaterial. La vida se volvía contundente y precisa, cada acción provocaba una consecuencia que se encadenaba a otra serie de consecuencias enlazando a las personas en una trama disparatada. Así el destino podía ser blanco o negro y en cinco minutos volverse grisáceo. La vida era efectiva en las películas de Chaplin y a la vez era devorada por el tiempo, cada hecho tenía un significado y un peso irrevocable, pero ese hecho no aplastaba ni decidía nada, se diluía en el instante y de esta manera cada instante, pleno y rotundo, era a la vez fugaz.
En las películas de Chaplin no había por ejemplo un monte ni ninguna frontera, en todo caso había frontera y ninguna era más importante que otra. No había un policía sino muchos policías y la ciudad era muchas ciudades. El mundo se veía tan extremadamente intangible y las personas tenían una trascendencia tan opaca que daban ganas de quedarse a vivir allí, de dejarse estar en esas avenidas blancas y hasta de poner la cabeza bajo el cachiporrazo de los policías. El mundo se podía inventar y descomponer con igual intensidad, se lo podía modificar sin que se lo tuviera una que tomar en serio. Ninguna cosa ocupaba un excesivo espacio en las películas de Chaplin y, aunque había máquinas que se olvidaban del cuerpo de la gente o tranvías infernales, todo parecía leve y antojadizo, la muerte no existía en las películas de Chaplin, porque nada duraba demasiado. Y eso ya era una gran ventaja para nosotros.

                                    

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