Espiral de Saraswati

jueves, 19 de marzo de 2015

IRMA VEROLÍN: TEXTOS SOBRE LA ABUELA

Escribí estos textos cuando cuidaba a mi abuela en un tiempo largo en el que la literatura y yo estuvimos distanciadas, aún así no pude dejar de escribir. Estando con mi abuela encerrada en un departamento y lejos de mi computadora, llené hojas numeradas de esas que se encarpetan y tienen un margen azul levísimo del lado izquierdo. Después, al armar un libro de cuentos, formaron parte de la última sección titulada: "Diario de la muerte de mi abuela". Transcribo algunos fragmentos:


1.
   Mi abuela se ha convertido en un pájaro. Esto sucedió hace un instante. Aunque supongo que todo empezó antes, poco a poco, disimuladamente en un sitio oculto de ella misma. Lo cierto es que una tarde me encontré llamándola “pajarita” y así la empecé a llamarla desde entonces. El nuevo nombre le queda perfecto, ha adelgazado, su nariz luce más afilada, sus ojos transparentes y ese aire continuo de estar lista para desprenderse de la tierra de un instante a otro.
   Sé que detrás del nombre “pajarita” está la idea de la muerte y que entre mi abuela y yo sólo existe la idea de la muerte y más aún, que siempre, desde el principio es lo único que había existido entre ella y yo: la idea de la muerte.
Haberle encontrado un nuevo nombre a mi abuela significaba tan sólo que de una buena vez he logrado que las cosas estén por fin en su sitio.


5.
   La voz de mi abuela suena triunfante en el teléfono. Me dice que salió sola. Me preocupo, le hago preguntas, le doy recomendaciones para el futuro. Sospecho que se animó a llegar hasta el supermercado ayudado por el sostén del changuito. Pero no bien se desarrolla la conversación me entero de que la gran salida de mi abuela fue sólo hasta el palier para dejar la bolsa de basura. Evidentemente sus expectativas y acciones temerarias se han empobrecido. Pienso que se parece a las niñas que empiezan a caminar. Se les festeja los primeros pasos, su iniciación en el mundo. En el caso de mi abuela me siento impulsada a festejarle sus últimos pasos. Así que en vez de haberse convertido en pájara es ahora una niñita, pero una niñita al revés, una niñita sin futuro. La vida da la impresión de plegarse para terminar siendo un acordeón retorcido. Todo retorna aunque de un modo deformado. Mi abuela aún camina y al hacerlo con cierta torpeza intenta de alguna manera recordar sus primeros pasos. Su mente cree recordar, pero su cuerpo no. Está contenta porque ella sola dio vuelta la llave y salió del departamento. Claro que igual a esos pájaros que fueron enjaulados mucho tiempo, pronto vuelve a su jaula por voluntad propia.


6.

       Mi abuela y yo hablamos de la desnudez. Nos hemos sentado, como siempre, cada una en el extremo de una mesa que no es rectangular ni redonda, una mesa alargada con un semicírculo que da  hacia el norte y otro hacia el sur. Hablamos de la desnudez así, de un modo descarnado, como bien podríamos estar hablando de la muerte,  lo que, desde ya, hemos hecho hasta cansarnos, pero no hoy. Hoy, por lo visto, le toca el turno a la desnudez. El tema apareció recortado entre un montón de palabras que mi abuela lanzó al azar  igual que se echa un conjunto de piedras que en el  ínterin se convierte en una bandada de pájaros. Lo que muerte y desnudez tienen en común es el cuerpo. Desnudez: percance o contrariedad que el cuerpo suele sufrir de una manera más reiterativa aunque no menos casual que el de la muerte. Mi abuela se ha puesto solemne y dice:
          - Desnuda, lo que se dice desnuda, tu abuelo no me vio nunca.
    Cuesta creerlo, pero yo sé que es la purísima verdad.  Lo cierto es que a esa frase la escuché desde que era chica hasta el cansancio. Mi abuela la ha repetido  para  patentizar su honorabilidad, aunque también podría considerarse una muestra de su capacidad huidiza, prestidigitadora de la luz y de los  múltiples escabullimientos de su persona. No cualquiera logra que al cabo de setenta y pico de años un hombre no la sorprenda en algún minúsculo e impertinente momento en ese estado en que la gente llega inevitablemente al mundo. Pues bien. A ella no.  Claro que mi abuelo no está vivo para confirmarlo. Porque, pensándolo bien,  ¿no podría mi abuelo haberla visto en su desnudez sin que ella lo supiera? Bueno, eso ya no importa, lo que importa es que mi abuela está situada en el extremo opuesto de esta mesa que no es redonda ni cuadrada hablando de la desnudez del cuerpo o, quién sabe, tal vez hablando solo del cuerpo sin el adorno o el cultural encubrimiento de la ropa. Es posible que a estas alturas mi abuela lamente haber consagrado su vida entera a mi abuelo o, lo que es peor, que mi abuelo se hubiese adueñado de ella de pies a cabeza, de adentro y de afuera, así que su único desquite fue privarlo de su desnudez.
  Y parece no importar que en playas, en la televisión, en las revistas o en Internet las mujeres se floreen desnudas, mi abuela ha sacado el tema como si lo extrajese de una galera sin fondo. Le da el mismo tratamiento que al tema de la muerte, enfatiza las frases con la misma apretada circunspección. Me muerdo para no decirle nada, empezando con la elección del tema en sí. Ella da su elocución. Dice lo  que ya le he escuchado decir desde hace  cincuenta años y entonces me siento fuera de lugar en el extremo de esta mesa. Se está hablando de lo que únicamente puede ser visto y no narrado, se intenta ponerle un corsé a la vida y, en el forcejeo, las palabras nacen intrincadas, tristes, venidas a menos. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿De qué estamos hablando?  La desnudez del cuerpo no es ni buena ni mala, no es un atributo humano, ni siquiera es un incidente sino un estado natural que la ropa encubre. Es como si dobláramos nuestros pensamientos e intentáramos penetrar en la dobladura.  Y no se trata de que mi abuela esté  sufriendo alguna clase de demencia senil, su enfoque ante las cosas ha sido siempre el mismo, darlo vuelto todo, hacer tumba carnero con los asuntos  para sacarles el jugo y luego quedarse con nada. “Nada”, dije, mientras mi abuela continuaba echando palabras al aire y gesticulando. Mi cabeza, mis pensamientos, el andamiaje de mi cultura y hasta mi memoria celular se apoyaban en ese despropósito, hablar de lo que fue puesto cabeza abajo y luego presentarlo  con el aspecto más natural. Hablar de la muerte convirtiéndola en vida, hablar de lo malo presentado como bueno. Hablar, hablar, hablar, inventar al mundo de nuevo cerrando los ojos. No es un mecanismo del absurdo sino un gesto de impecabilidad que aplasta a garrotazos el aspecto inconmovible  de lo real. Entre lo percibido y lo que mi abuela afirmaba ha existido un abismo   y yo tuve que situarme en medio de ese abismo.
     Desde este lado de la mesa, le digo a mi abuela que estoy cansada, que me voy. Ella saca a relucir esos ojos de anciana que no quiere quedarse sola.  Pienso que no se anima a implorarme que me quede y no porque añore mi compañía sino porque mi persona le brinda la excusa de hablar. Lo que mi abuela necesita es sentirse acompañada por el sonido de su propia voz, por el sentido peculiar de sus palabras que reinventan el mundo a cada rato. La fuerza de lo real es tan potente que ella sabe que es preciso que la contrariedad de sus palabras continúe y continúe contrarrestando lo que sus ojos ven. La desnudez de un cuerpo es eso que de repente avasalla cuando la luz se entromete entre  nuestros ojos y el panorama que nos rodea. Mi abuela, ahora lo sé, quiere hablar de lo que se ve y lo que no se ve.  Quiere que yo siga viendo a través de sus ojos y eso, además de imposible, sería sencillamente insoportable.


7.
  Desnudeces. Mi abuela y yo seguimos hablando de desnudeces. Sucedió en la tarde de ayer. En la televisión unas cuantas coristas y unos strippers se contorsionaban. Algunas llevaban los senos al aire y en los hombres se adivinaba el bulto exagerado de su miembro. Pero mi abuela quería hablar de su desnudez que, según sus propias palabras, ha sido un acontecimiento imposible.  Su desnudez: una victoria frente a su virginidad perdida. La defendió a rajatabla para acrecentar el misterio femenino hasta llegar a extremos absurdos ante un médico joven y aburrido de ver pubis y tetas de viejas.  Y ahora la palabra desnudez sonaba tan exquisita en su boca con dientes postizos.  Parecía que hablaba de otra clase de desnudez, porque la desnudez del cuerpo no puede en tiempos como los que corren ser motivo de tantas extravagancias, cuidados y  recriminaciones.  Desde el primer capítulo de la Biblia, la desnudez es un acontecimiento aterrador aunque esté inmerso en el Paraíso, tanto es así que hubo que disimularla con el agregado de una hoja de parra. Mi abuela me hace reflexionar sobre el acontecimiento de pronunciar una palabra con semejante alcurnia. Ella dice “desnuda” y yo pienso en mi madre muerta, en la muñeca aquella a la que le comí los dedos, en los desaparecidos de la dictadura militar, en un cuerpo sorprendido que flota o huye en un sueño, en Marilyn Monroe llamando por teléfono con un frasco lleno de  píldoras en la mano, en una muchacha que da a luz sobre piedras mojadas o en un colchón de hojas secas, en una estatua de mármol con el brazo perdido sumergida en un mar muy lejos de la orilla. Desnuda es la palabra que dice “desnuda” y ninguna otra cosa más. Desnuda, la Tierra entera después del estallido de la bomba atómica.  Cuando mi abuela volvió a decir “desnuda” mi corazón se convulsionó y, de golpe, la desnudez surgió para mí  en un penoso intento de borrar la línea  que separa el adentro del afuera. Deslavar la memoria del trajinar de los tiempos, quitarse lo que envejece más rápido que esos músculos y esas untuosidades. Romper el pacto que hicimos al entrar en el mundo, ir hacia atrás sin perder completamente las nociones, dejarse arrastrar por el movimiento inverso de las galaxias. Correr, correr. Correr desesperadamente, alguien detrás, algo adelante y el aire a los costados para que los brazos, también desnudos, ayuden a batir ese aire siempre nuevo. Alas, los brazos desnudos. Desnuda yo con cinco años en verano entre las sábanas y mis padres en la habitación de al lado. Aire suelto, pensamientos deshilvanados. Desnuda: en el mundo todo fue acomodado para nacer y morir, antes y después la vida de cada día y sus rudimentos. Desnuda: una mano sobre la transparencia de lo que hoy está sobre la faz de lo que es y que mañana no será nada.  Nada la desnudez y todo brilla del otro lado de los asuntos. El cuerpo desnudo invita al alma a aparecer también desnuda,  porque cuando una ya no tiene nada que sacarse, todo entra en un orden desprolijo y verdadero. Mi abuela dijo “desnuda” y me dio pena que esa palabra se tambaleara entre su paladar y por los resquicios de su dentadura postiza que navega un poco hacia aquí y otro poco hacia allá,  sobre el vaivén de las conversaciones y del masticar esforzado. Entonces toda la desnudez del mundo se cayó en su boca y se precipitó hacia adentro y fue deglutida para pulverizarse sin pena ni gloria; y el silencio fue de plomo y golpeó en la boca de mi estómago.  Todo se detuvo y mi abuela me miró con rencor o yo creí que así me miraba. La conversación estaba deshecha y aparecieron los achaques, el dolor de reuma, la presión arterial. La desnudez había calado hondo y traspasado la superficie de un cuerpo ahora devastado. La desnudez, de tan honda que ha sido desde el principio, terminó husmeando en las interioridades. Y allí estábamos las dos, a medio camino entre el adentro y el afuera. Una anécdota nos rescató. Fue la del hombre araña, que siguiendo las presunciones de mi abuela, podía aparecerse en cualquier momento, entrar por la ventana y violarla a ella, como violó a esa mujer que vivía sola en un barrio de esta ciudad tan parecido al suyo,  según dicen en el diario y en el noticiero de la televisión.
     -Abuela, eso no es tan fácil.
      -Ah, decís eso porque no se trata de vos...
      -Pero el hombre araña no va a venir justo acá.
      -¡Claro!- se ofuscó mi abuela- decilo así, total a vos  no te pasa.
      Para calmar los ánimos hice un chiste:
       -Bueno, entonces, estate preparada y no duermas desnuda.
        No bien terminé de decir la frase me arrepentí. Ella, como era de esperarse, dijo muy explicativa y con bastante terquedad:
     -Ya te dije que yo jamás estoy desnuda. ¿O acaso de qué hemos estado hablando?    

9.
  
Llamo a mi abuela. He discado con la rapidez de costumbre, mis dedos conocen de memoria ese número esencial. Y el sonido comienza y se extiende horizontalmente desde mi oreja que lo recibe hasta un infinito que se prolonga en dirección al futuro. Mi abuela no contesta, su voz no interrumpe ese fluir ahora intolerable y yo sigo con el brazo curvado sosteniendo el aparato telefónico. Sé que este sonido, aunque se extiende hacia delante, no tiene porvenir. Imagino a mi abuela sin el audífono en su oreja, caminando entre los muebles y flexionando sus piernas. Imagino que recuerdo el color de las cortinas y la penumbra cambiando la fisonomía de su casa. Imagino los ruidos, siempre esos ruidos entrando por la ventana y el sonido del teléfono me agobia, me agobia tanto que quisiera morirme o que se muriera mi abuela o que se descompusieran todos los teléfonos para no tener que oír esta sirena eterna que me demuestra que del otro lado no hay nadie. Que no hubo ni habrá nadie.
En mi imaginación los teléfonos siempre serán negros. Negros, opacos, detestables. Y siempre del otro lado del teléfono hay una mujer vieja a la que llamo abuela, que nunca me contesta.


22.
Afilar la memoria como si se le sacara punta a un lápiz, día tras día, noche tras noche. A fuerza de no contar con otra cosa, de acercarse a la muerte sin demasiado cuidado, es preciso avivar lo acontecido. Eso hace mi abuela. Y usa no sólo su cabeza sino su voz, su voz de pajarita en un departamento de Villa Crespo. Le gusta escucharse a sí misma repitiendo lo que ya sabemos, lo que ella misma repitió ayer y anteayer y la semana pasada. Necesita convencerse de que tuvo una vida. Dice la palabra “yo” y eso la regocija. ¿Hay alguien detrás de la palabra “yo”? Mi abuela golpea y golpea una con sus palabras para ver si la puerta se abre. La puerta queda entornada y del otro lado circula el viento, el mismo viento que teje las palabras. Sólo palabras. ¿Es eso la vida? ¿Estamos hechas de viento y no de tierra y agua como dice la Biblia?. Y 
el fuego está lejos, muy lejos, está en el sol que ya no se puede mirar, porque lastima los ojos. Lejos viento y sol, tierra y agua dentro de un libro y luego esto, la vida misma, hecha y deshecha, nada entre las manos, palabras.


33.
Dejo en mi casa a mis dos gatos solos para ir a cuidar a mi abuela. Uno de los gatos está continuamente lastimado. Se pelean entre ellos y el pobre pierde siempre la partida. Mi abuela también está lastimada; no bien llego se levanta el camisón y me muestra. Debajo de uno de sus senos tiene una gruesa línea roja. Le coloco con suavidad la pomada y ella me mira. Me mira y me dice:
-¿Viste? Tengo dos tetas distintas. Una más chica que la otra. Es por culpa de tu abuelo. Se ve que le quedaba más cómodo sobarme ésta. Y se me achicó de tanto ser sobada.
Mi abuelo murió hace muchos años y es raro que ella vuelva con un relato así. Lo que abuela no quiere decir es que bajo su seno se acurrucan sus hijos muertos.
Ahora se baja el camisón.
-¿Te duele?- le pregunto.
Me contesta que no. Que no. Y apaga la luz.

                       Fragmentos del libro "Una luz que encandila" -2009


 




                                             Fotos de Anna Atkins
  

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