Espiral de Saraswati

miércoles, 12 de junio de 2013

PATRICIA SUÁREZ: DOS FRAGMENTOS




Literatura construida de a saltitos y con zarpazos geniales. En los relatos de Patricia Suárez el mundo se despliega contradictorio, huidizo, insoportable. El mundo es un ave de presa que no se deja domesticar y, además, por si fuera poco está encantado: cambia a cada instante. Versatilidad, ocurrencia, golpes brillantes, estallidos y la cuota imperiosa de melancolía que muestran al trasluz la pequeñez de la especie humana.  Merece un aparte el tratamiento de los espacios donde el campo suele ser ese otro lugar, punto de referencia, de partida o regreso en contrapunto con la ciudad o las ciudades. Aunque si se trata de desentrañar alguna clave tal vez sea el rasgo insólito, la mirada entre ingenua y lacerante, un deslizamiento de la perspectiva habitual, el movimiento continuo y la presencia de lo inesperado que colocan a sus textos en un sitio destacado en la literatura argentina actual. Historias a veces desopilantes, con humor y poesía dan cuenta de una estética difícil de catalogar, una nueva voz  reconocida en su originalidad.


 Y la hache, pensó Lena releyendo el cuento que había escrito y enviado a La Voz, la gaceta en español de Vancouver. La letra hache era todo un asunto. ¿Por qué era muda? ¿Para qué la tenían? Servía específicamente para hacer un sonido, el ch. Ése era un sonido constitutivo del castellano, a tal punto que se había dado aires de condestable, convirtiéndose en una letra aparte del alfabeto. La ch. Pero ahora ya no lo es. No hay más ch. Sucumbió a la democracia. ¿Y por qué? La w (doble u, doble uve, como la llaman en el mundo, y doble ve, como la llamaban ellos en la Argentina), ¿de dónde fue traída? ¿Del inglés? ¿Y por qué? ¿Quién la pidió? ¿Quién la quería? La w, ¿era una inmigrante o ya tenía los papeles legales de residencia en la lengua? Encima no sonaba siempre de la misma manera: a veces como v, otras como u. Era mudable, inconstante: era una cortesana La w era capaz de abrigarse con un tapadito de chulengo. Nada de zorro azul, nada de visón: tapadito de piel de rata, de vicuña herida, de llama viva. No queremos la w en nuestra lengua; tenemos con qué hacer ese sonido: en el Siglo de Oro español. Bien que Quevedo y Cervantes se la arreglaban sin la w. Pero ahora no podemos: necesitamos  la w, la computadora, el teléfono, el avión. ¿Es lo que llamamos “progreso” o lo que llamamos “invasión? ¿Era la w un pájaro cuclillo? ¿Qué huevos había puesto en el nido de la lengua? ¿Se criaba entre pichones de águilas patagónicas, entre halconcitos pampa? Este mundo es insoportable. Uno debe hablar como puede o pegarse un tiro. Ahora tenemos más signos escritos, una especie de lujuria. La Real Academia Española consigna veintiuna palabras que empiezan con w. ¿Qué palabras que valgan la pena escribimos con w? La verdad. Whisky y watt. Whisky y watt, concluyó Lena, dos formas insufribles de dominación, Te tomas un whisky y lees tu libro alumbrado por sesenta watts. Por supuesto, agregó ella, la w estaba en el medio del nombre Owen y al comienzo del apellido Wallace. Pero a ella, ¿Owen Wallace le gustaba?
                                      Extractado de “Perdida en el momento”- Alfaguara  Bs. As. 2004
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Al llegar la primavera, mi padre hizo inseminar las ciervas y esperaba con ansiedad el nacimiento de los cervatillos. Era la tercera primavera que pasábamos en el campo y no enfrentamos en una pelea a gritos. Pedí que me entregara  la parte de mi padre que me correspondía en herencia y él dijo que recién lo haría cuando yo cumpliera dieciocho años y fuera mayor de edad. Mientras tanto era mejor que lo conservara él: yo no sabría qué hacer con el dinero y seguro lo desperdiciaría. Compró una vaca lechera: ahora tendríamos leche y queso y manteca gratis. Como ninguno de todos nosotros supo cómo utilizar el suero en los quesos, enseguida se pusieron rancios. Don Lucas y mi padre viajaron a Esperanza para informarse correctamente sobre la producción de lácteos y esa noche yo abrí mi ventana por última vez Los postigos estaban herrumbrados, tanto hacía que no la abría, y chirriaron. Al otro lado, las ciervas contestaron bramando. Imaginaban, tal vez, que se trataba de un ciervo que las requería de amores. Había un dinero que mi padre había dejado sobre la mesada de la cocina, para pagar al proveedor de alfalfa y yo pensaba robarlo e irme al día siguiente en el primer ómnibus hacia la ciudad. Pero esa noche Fido se paró delante de mi ventana, estuvo un tiempo así, muy quieto y pareció que el tiempo se estiraba y duraba enormidades. Luego se sacó prenda por prenda y yo vi todo lo que anhelaba ver, y me causó profunda impresión. Su cuerpo tan blanco y esas astas que parecían los huesos de la cadera justo debajo de su cintura. Me acordé de las palabras del rey Gunter cuando ve a Brunilda en camisa de dormir por primera veza: “Heme aquí con todo lo que he deseado toda la vida”. Dejó sus ropas en el suelo y empezó a reírse. Entonces yo me tenté y traté de salir por la ventana hacia donde él estaba; pero el marco estaba muy alto y me golpeé las espinillas. Cuando estuve fuera, las ropas de Fido seguían en la tierra pero él ya no estaba. Alcancé a ver el espectro de su cuerpo blanco en la oscuridad yendo hacia el bosquecito de acebos. Me quedé entonces a esperarlo allí mismo y un cuarto de hora después lo llamé a grandes voces, pero él no contestaba. Era una noche cálida y había luna creciente. Lo busqué un rato por los alrededores y al fin lo vi alejarse de la casa, muy rápido, desnudo y montado en una de las ciervas. Iba camino al monte, hacia sus Oscuros. Cuando padre volvió al día siguiente montó en cólera y acusó a Fido de ingrato. Él lo había tratado como a un hijo, se quejó amargamente, y así era correspondido ahora por ese indio, ese loco, ese retrasado mental, ese ladrón que se había llevado a una de sus hermosas ciervas mansas. Mañana mismo, dijo mi padre, habría que contratar un peón de algún pago para ayudar en las tareas de la chacra, y costaba mucho mantener un peón. Todo esto era culpa de ese indio loco de Fido, ese infeliz.
Yo me quedé a esperarlo toda la primavera y el verano, y luego todo el otoño y el invierno hasta la primavera siguiente en que cumplí dieciocho años y mi padre me dejó marchar. Tenía la certeza de que Fido iba a volver; él creció tanto que el bosquecito de acebos le había quedado pequeño y muy justo. Eso él lo había aprendido en un libro que yo le regalé y él llevaba siempre consigo.  La mayor parte de las cosas que sé las aprendí leyendo libros; es casi lo único que yo hacía mientras mi madre vivió, además de bailar danzas clásicas. Pero cuando ella murió vino todo lo demás, la vida en la chacra y los cerdos y el fracaso del criadero, las ideas locas de mi padre y las ciervas. Y estuvo el muchacho a quien miré y me miró y por quien fui casi tocada. Casi tocada; aunque seguía igual de fuerte y de pura que Brunilda antes de Sigfrido y mi fortaleza y mi virginidad me pesaban tanto que me hacían débil frente a todo lo demás. La ciudad, anhelaba yo en ese entonces, me daría todo lo que me faltaba. En la ciudad cifraba yo mis esperanzas.
                 Fragmento del cuento “Las ciervas” de “Esta no es mi noche”- Bs. As. Alfaguara 2005

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