Espiral de Saraswati

domingo, 27 de marzo de 2011

INÉS LEGARRETA: TRISTEZA DE VERSE LEJOS

 He leído tres de los libros editados por Inés Legarreta en forma correlativa, a medida que fueron apareciendo y debo decir que cada libro me pareció literariamente superior al anterior. Este es un hecho raro, Ricardo Piglia suele decir que en términos de creación artística no hay progresión asegurada. Sin duda Inés Legarreta parece ser la excepción que confirma la regla. Estamos frente a una escritora en el sentido más cabal de la palabra, leerla es participar de un concepto de escritura,de la elaboración de un trabajo exquisito, profundo, sutil.  Lo que sigue es una aproximación crítica a su último libro: "Tristeza de verse lejos",  que es un relato extenso  al que Legarreta cataloga de  "nouvelle",  para mí es una novela, quizá su extensión no sea la habitual para este género, pero "El amante" de Maguerite Duras no  es más extenso que este libro que sinceramente merece ser leído y releído.


LA EXPERIENCIA DE LO SUBLIME EN UN MUNDO CERRADO

  Hay una frase muy resonada en psicología que dice: “Bailar es la realización vertical de un deseo horizontal”,  esta frase alude lógicamente al deseo sexual. Aquí en su novela “Tristeza de verse lejos”, Inés Legarreta nos despliega situaciones en las que no es precisamente lo sexual a lo que se aspira sino que la premisa parece invertirse. Lo vertical que es la columna vertebral del cuerpo, el eje primordial que da forma a la estilización de la danza del tango, tiende hacia arriba, busca lo absoluto. Lo horizontal es el mundo,  ese otro escenario que está afuera del espacio mágico llamado  milonga. Ya desde el inicio de la novela la imagen del mundo es la del caos, es el infierno, dice la narradora y ese mundo se abandona enseguida, en la primera página se produce el pasaje al otro lado. Es casi un deslizamiento sin mediación, sin previo aviso. Del otro lado está la milonga, ese sitio mágico  que estaba allí listo para ser habitado, como la madriguera de Alicia en el país de las maravillas.
    La voz que narra merodea, busca, vacila, se pregunta, esa voz  también es un cuerpo  que se prepara para bailar. Hay un tono  tal vez de cuchicheo, de confesión apagada. El movimiento de la prosa es plástico. Es una prosa que baila, pero ajustadamente, sin el más mínimo desborde, sin detallismos, con mesura. La voz del narrador ronronea, masculla, un tono en voz baja, una voz con silencios, con omisiones justas, necesarias que le dan al texto un nivel absolutamente literario,  pareciera que hablar mucho significara de salir del código tanguero. La voz que replica habla de lo que escribe, de lo que va a escribir, de lo que quiere escribir y se plantea la imposibilidad de escribir con cierta pena o angustia. Es una voz ligera que se pregunta, flota, se sumerge. El tono de este relato no deja de sorprender, de inquietar,  se sitúa en el borde, da la impresión de estar marcado por el registro atento en parte fascinado y en parte huidizo de quien narra.  Se trata de un hallazgo literario, sin duda. Toda la novela es un acto de indagación sobre lo que se muestra y lo que se oculta y quien narra -la mujer que narra- está poniendo en juego mucho de sí misma al estar allí, al participar del entramado de las relaciones humanas que el acto de ir a bailar impone. En este proceso peligroso y atrapante, la narradora establece un contrapunto entre este mundo  al que ha ingresado con respecto al otro, al que dejó atrás: lo que se espera de la milonga y lo que se encuentra en ella.  Es sumamente significativo el movimiento de la mirada de la narradora que   observa desde afuera. Lo que ve es el movimiento externo de  los cuerpos y se empeña en ver también eso que está detrás, eso que intenta alcanzar, eso que se merodea que es un alto grado de significación, lo que ella persigue y busca interpretar con su mirada. “Nadie lo vio, nadie fue capaz de verlo así”, dice. El derrotero de una mirada insiste en profundizar con agudeza,  se empeña en atravesar lo que  se muestra en la superficie. Posiblemente con esto nos está diciendo que el acto de bailar es participar de un ritual delicado y majestuoso y eso,  inevitablemente, tiene su precio.
    Lo que constituye la masa del relato son esos cuerpos en el escenario privilegiado de la milonga. Pero esos cuerpos no tienen nombres propios sino apodos, han sido rebautizados (la reina, el amigo escritor, el flaco, la madama, los austríacos, etc.) Estos nuevos nombres han surgido por un rasgo sobresaliente de la conducta o del aspecto físico de los personajes, algo parecido a los alias de los grupos marginales de ciertos barrios, un nombre popular, un nombre social, no un nombre familiar, nombres que han nacido  cuando la imagen de la persona se socializó. Estos nombres escogidos  importan más por su función dentro de la figuración del drama milonguero que por su identidad fuera de allí. La necesidad de rebautizar, de renombrar a la gente  nos lleva a considerar que el haber ingresado en ese espacio implica  la pérdida de una antigua identidad y el nacimiento de otra, como si tomara de los mitos clásicos  los ciclos de muerte y resurrección que los caracteriza. Hay un solo personaje que   aparece hacia el final de la novela  que tiene un nombre de pila y  es Leonardo. No deja de indicar un indicio por ser el único nombrado de esta forma. Su origen nos remite al león: aquel que es fuerte y audaz como un león. Daría la impresión de que en este nombre se cifra el perfil del espacio de la milonga, ese sitio poderoso e inigualable.
    La estructura del relato es episódica, el recorrido de la mirada en su afán indagatorio, en su auscultación, en  su profundización le va dando un curso que acerca a la novela a los textos que siguen el modelo de la investigación y no del viaje.
    Pero qué es este espacio realzado por la mirada de la narradora, ese sitio llamado “la milonga”, que se opone por su rutilancia al mundo cotidiano que no entra ni en una milésima parte en él. Es ante todo un mundo regido por leyes propias, un lugar sublime que a la vez se maneja con un código básico, tribal, territorial. La narradora menciona constantemente la importancia de respetar estos códigos  -“los códigos de la milonga”, dice- dando por sobreentendido que están asentados, firmemente consolidados y que por supuesto exigen el  acatamiento de todos los que ingresan allí. Posiblemente el código de la milonga se asemeje al de un clan.  Sin ser del todo mafioso supone pertenencia o exclusión como dos instancias posibles y únicas, de modo que pertenecer es casi un imperativo de supervivencia, pero de la supervivencia del alma. Lo interesante es que dichos códigos se dan por sentados, pero no se enuncian, sólo  están implícitos. Se habla de ellos únicamente cuando son transgredidos por los que participan de la milonga. La sensación de quebrantamiento de ese orden supone de un modo velado una gran transgresión. La milonga es un mundo cerrado dentro del mundo que tiene la capacidad de preservarse a sí mismo. La milonga es un espacio virtual que apaga el mundo de afuera, que lo opaca. Lo cierto es que en un espacio con semejantes características las situaciones aparecen en forma de misceláneas, fragmentariamente, la voz del narrador las toma y las suelta para volver a filosofar, para darle lugar  a lo trascendente que hay en el acto de bailar., pero también para obtener de esta experiencia la posibilidad de escribir. Hay un texto que se está escribiendo mientras la narradora vive la experiencia del cuerpo que danza, mientras las relaciones humanas dibujan una tenue trama que no produce desenlaces contundentes. Y ese texto que es motivo de interés y preocupación instaura  otra dimensión dentro de la novela. Podemos reconocer tres de estos espacios:
      a)   El de la milonga
      b)  El de la imaginación y los procedimientos mentales que es un espacio muy delineado y potente
     c)   El de la escritura que se va haciendo, que se promete, que amenaza con ser pospuesto, un espacio frágil que es  preciso proteger de cualquier amenaza de aniquilación.
  Estos tres espacios conviven entre sí, se rozan, a veces entran en fricción. La narradora los mide y los coteja constantemente. Pero el que lo pulsa todo es el de la milonga, mental, física y emocionalmente.
      Ahora bien: ¿Qué pasa con los cuerpos el lenguaje de los gestos? El  cuerpo, desde ya,  habla más que las palabras que son generalmente escasas, sólo surgen las necesarias, las imprescindibles.  Este es uno de los códigos implícitos en la milonga. Hay una frase en Mitología de Rolland Barthes que dice: “Los gángsters y los dioses no hablan, mueven la cabeza y todo se cumple”. Esto da cuenta de que  prevalece un código muy instaurado, de que existe una clara cohesión de los miembros de un grupo quienes que ya no necesitan de palabras para entenderse. Aquí  en la milonga ocurre lo mismo: están tan cimentadas las costumbres, las pautas, eso que la narradora llama códigos que la ausencia de palabras o la escasez de palabras no hace más que enfatizar lo consolidado que el grupo, en tanto comunidad cerrada y auto-fortalecida, posee. La palabra  clave  ante el no cumplimiento o transgresión de estos códigos podría ser “traición”. Y lo sugestivo es que este espacio del dominio de los cuerpos despierte en la narradora la necesidad de pensar continuamente en ese espacio que ella concita y diagrama: el de la escritura.
   Cuando la palabra aparece  dentro de la milonga llega principalmente  para sintetizar lo que antes realizó un largo camino de elucubración en la mente de la narradora. La palabra no tiene devaneos, no  realiza movimientos innecesarios. La palabra nombra, bautiza una firme realidad. La realidad de la milonga es demasiado contundente, no se la puede malograr, tengamos en cuenta que cuando se adjetiva  en exceso se parte de un concepto pobre de la realidad, por eso hay que adornarla, por el contrario aquí la realidad  se presenta majestuosa, con solo nombrarla alcanza y sobra.
   Sin embargo este espacio del tango es el inspirador  del otro, el de la literatura y ella, la narradora,  lo usa para alimentar  ese otro que está en formación incesante que es el de lo literario. Por lo visto es tan cabal y poderosa la milonga que no puede ser modificada, es tan contundente y mítica que puede convertirse en alimento a otros espacios, es  algo semejante a un patrón poderoso e inalterable. Y en ese lugar mitificado sólo es factible ser parte de él o estar afuera. Se es o no se es milonguera, como si se tratara de una capacidad intrínseca de la persona, una entidad que se posee naturalmente, no  una cualidad que se adquiere que no se aprende,  se trata de una condición del ser, ya que estamos en un espacio mítico sus integrante deben estar a la altura de ese nivel.  Pero de alguna forma la milonga se torna subsidiaria de lo literario en tanto la milonga nutre el mundo en  gestación de lo literario.   Así las personas de la milonga son vistas como personajes en función de una trama que está por escribirse, que es la argamasa de la tan mentada escritura, la literatura  es concebida a la manera de un espacio en perpetua conformación.
    La novela consta de cuatro  partes o capítulos, la  última se titula “Papelitos plateados”.   Aparece un escenario  teatral donde se baila tango y los papelitos plateados llueven de pronto desde arriba. En la palabra “plateados” está el Río de la Plata, lugar de nacimiento del tango. La escena nos conecta con el origen en esta novela en la que se trabajó constantemente con lo mítico y simbólico, con la representación de los distintos órdenes de la vida y la búsqueda de una instancia superior, la de la escritura. Los  papelitos caen en el escenario desde otro lugar, también pueden ser dorados, son un sucedáneo de luces o condecoraciones, simbología de lo sagrado, caen desde arriba como si fuera una bendición, una celebración, lo dorado y lo plateado simbolizan planos superiores y tocan los cuerpos  terrenales de los que están bailando. Así lo que ha estado elevado desde el principio del relato encarnado en el espacio sublime de la milonga se une con la terrenalidad de los cuerpos. Los cuerpos que han ritualizado el espacio, que le han cambiado su condición mediante el movimiento de la danza del tango se sacralizan una vez más mediante este contacto con lo superior. Los papelitos plateados, a veces dorados, cayendo refuerzan el sentido mítico. Esos cuerpos cotidianos que fueron elevados por la danza del tango mantienen su valor simbólico.
   Y como el mito es circular, la narradora describe una línea envolvente que la regresa al origen: ella toma clases de tango otra vez  reiniciando así el camino ya  emprendido con anterioridad. Ella renace de alguna forma, sigue el trazado del retorno al inicio, continúa un movimiento que se renueva insistente e impecablemente, este  hecho está reforzado  en la imagen del muchacho que se eleva finalmente adquiriendo la actitud del  varón: el niño se ha vuelto hombre.  Mediante esta metáfora la autora encarna el mito de héroe en la figura de este personaje que se transforma gracias a la prueba a la que fue sometido.  Lo vertical y lo horizontal en tanto representación de lo religioso  (la cruz cristiana)  con una  recta que apunta hacia el cielo y  otra que mantiene la línea temporal  que se han cruzado permanentemente en la novela, también  lo hacen en este final.
     Entonces aparece el mar, el viaje al mar. El mar es la representación del universo, de la vastedad, de la totalidad, del círculo del mito se dirige hacia el Todo. En este sentido la novela que se presenta como fragmentaria es perfecta, el proceso de tensión entre dos universos se funde en la totalidad. Dos universos: milonga y escritura  mediante el tamiz es el tercer espacio: la mente, la imaginación.
      Ahora bien, cuando parecía que el  relato había alcanzado un desenlace apacible, de la placidez del mar, sin mediar tamiz alguno, la narradora pasa a la referencia de la locura en la figura de la madre que tiene Alzhéimer como si no se tolerara semejante perfección. Da un viraje hacia lo opuesto en tanto la locura es desorden, pérdida de ritmo, lo opuesto al mar y al tango, lo que no tiene el equilibrio del mito o de lo sagrado.  Con la locura de la madre inesperadamente ha surgido un laberinto. Y nuevamente se sigue el trazado del mito en una de sus innumerables manifestaciones
    Ella ahora baila en el tercer espacio, el espacio mediador, el de su mente, no en el de la milonga. Así el espacio interior se instaura  en forma  dominante, este es el lugar donde se gesta lo literario y el interior se perfila  de esta manera como un espacio absoluto.
   Tristeza de verse lejos” es sin duda una novela singular, casi única, difícil de catalogar, que atrapa e invita a innumerables lecturas, una novela que merece un lugar destacado en medio de la actual producción Argentina.
    

Inés Legarreta nació y reside en Chivilcoy, Provincia de Buenos Aires. Su libro de cuentos “En el bosque” (Ed. Gel, 1990) obtuvo el Premio Iniciación otorgado por la Secretaria de Cultura de la Nación y la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores. Tres años después ganó la Beca Creación del Fondo Nacional de la Artes. En 1997 publicó “Su segundo deseo” (Ed. Emecé), libro de cuentos que mereció el tercer premio de Literatura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aire y una Mención de Honor en el Premio Ricardo Rojas del Gobierno de la ciudad de Buenos Aires. En el año 2000 le otorgaron medalla de Plata como Mujer Destacada Bonaerense. En 2004 publicó “La dama habló” (ed. Sigmur), libro de cuentos que mereció en 2008 el  Premio Único de la categoría inéditos (bienio 2022-2003) del Gobierno de la ciudad de Buenos Aires. En 2008 publicó, también en Nuevo Hacer (Grupo Editor Latinoamericano) la nouvelle “El abrazo que se va”. Ha recibido numerosos premios nacionales e internacionales, entre ellos el Primer Premio Nacional de Los cuentos de la Granja, Segovia, España en dos oportunidades, año 1989 y 1993. Desde 2055 co-dirige la revista Literaria en Fledermaus. Ha sido traducida al inglés y al alemán.


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