Espiral de Saraswati

sábado, 2 de marzo de 2013

LITERATURA Y VIDA



No deja de resultar elocuente que el escritor y crítico literario argentino Ricardo Piglia comente con cierta carga irónica que ha escrito sus novelas y libros de cuentos como un pretexto para que alguna vez esos lectores ansíen leer lo hasta ahora inédito: su diario personal. De algún modo Piglia está estableciendo una conexión entre escritura y vida en tanto su diario personal es un registro de su vida real, sospecho que debe contener reflexiones sobre el acto de leer y escribir también. Y en esto de sospechar lo que hago es aventurarme sobre lo que no conozco, es especular, pensar en la vida registrada de un escritor que se ha mostrado al mundo desde su quehacer ficcional y desde su visión particular de la literatura. Lo cierto es que los límites en el caso de la literatura han sido bien trazados y las distintas corrientes del siglo XX jugaron con esa división transgrediéndola y disfrazándola. Quizá como en ninguna de las otras artes, el ejercicio de la literatura evidencia con mayor fuerza estos dos mundos. La frase ya acuñada “la torre de marfil” alude a esa sensación de que para escribir es preciso apartarse del mundo y el mundo es ante todo el espacio de la acción de vivir, en este sentido escribir se plantea como un alternativa a vivir, no es un vivir completamente, es un sucedáneo, a veces con signo positivo y otros, negativo. Si el artista es el que se para frente al mundo para observarlo y simbolizarlo, en el ámbito específico de la escritura esa acción aparece redoblada, reforzada. De cierta manera el bailarín no experimenta demasiado que para bailar tiene que dejar de vivir, ni siquiera el pintor siente lo que un escritor experimenta, me refiero a esa necesidad de reclusión que aunque sea muy similar a la de un pintor tiene una marca diferente. Y esto se debe a que se trabaja con la palabra. El color y la forma son un “otro”, la arcilla es innegablemente otro, no hay confusión, en cambio la palabra es pensamiento exteriorizado y el pensamiento nos constituye. El acto de escribir quizá sea  un acto de ensimismamiento muy grande, cuando escribimos estamos profundamente metidos  en nosotros mismos y ese tejido que es nuestra propia proyección nos envuelve.  Es un repliegue y ese repliegue suele devorarnos. La palabra difícilmente pueda constituirse como  un otro. La palabra es el resultado de la mente y nos empuja hacia la dualidad porque  cada concepto es entendido por oposición a otro. La palabra llevada a su nivel de mayor concentración de significado, en el caso de la poesía, ha sido vinculada con la locura. No es casual que entre los escritores el alcoholismo haya sido una de las adicciones más frecuentes. También en los músicos que es una de las artes que trabaja con un lenguaje de muy alto nivel de abstracción.
  Muchas veces me pregunto  en que nos convierte haber creado un mundo paralelo a este otro en el que por lo general tenemos tan poca ingerencia. ¿En demiurgos?  Sin duda el escritor es un ser esencialmente insatisfecho, tomarse semejante trabajo día tras día no hace más que demostrarlo. En realidad reflexionamos sobre la vida dentro de los textos porque tenemos la certeza de que la vida es sumamente intrincada. Sin la conciencia de ese misterio no existiría  la literatura, en todo caso hubiésemos preferido ser filósofos, para producir arte es necesario permanecer en el misterio o sostener dentro de nosotros una amplia zona de  ambigüedad e incertidumbre, de lo contrario nos resbalaríamos hacia el terreno de la ciencia. Y lo paradojal es que siendo tan conscientes de la línea divisoria que se extiende entre el saber y el no saber, entre la vida y la literatura nos empeñemos en borrar esa línea.
     Antes de la llegada de la computadora personal escribir se planteaba también como un acto artesanal, ese acto no ha podido ser desterrado por el uso de la pc, sin embargo nos ha evitado tipear innumerables veces una misma página en esa continua y obsesiva tarea de corrección del texto, el llamado pulido. Piglia llegó a decir alguna vez que la diferencia entre escribir y vivir era que la vida no se podía corregir.
   No nos  olvidemos que en desde las más antiguas culturas la palabra ha sido utilizada como exorcismo, acto de magia, conjuro. La palabra es poder, la palabra actúa penetrantemente sobre la materia densa, la palabra crea un mundo paralelo, los escribas de la antigüedad estaban al servicio de una autoridad política y religiosa concebida como una divinidad, en su origen la palabra está asociada a Dios mismo, de modo que no es extraño que entre todas las artes los que elegimos la palabra nos planteemos y replanteemos constantemente el cariz de nuestro oficio, la marca que separa el oficio de la vida, el quehacer del perseguir un destino, la función de esta palabra poética con respecto a sus otras funciones, intuimos que estamos trabajando con un material altamente peligroso y hablamos de la vida como si nos escurriéramos del acto de trabajo: escribir porque la torre de marfil nos apresó en algún momento y vivir sólo es un escape transitorio para volver otra vez a ese yugo luminoso, a ese espacio sagrado, cautivante y enloquecedor: hacer literatura.
                                                       

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