Este es sólo uno de los estupendos relatos del
libro de Legarreta “La turbulencia del aire” que tiene entre sus muchas
virtudes la de la unidad temática, primera de sus coherencias: son relatos
sobre el Japón. Hay un muy buen manejo
del ritmo narrativo, suavidad, equilibrio, magnificencia. La mirada sobre la
cultura japonesa está en la forma, en el desplazamiento del relato, en el alto
grado de sugerencia, en la cuota de silencio, en el movimiento plástico y
estético de sus descripciones, en el tono, en el juego de ambigüedades, de
imprecisiones que vuelven al texto un poco inasible, fluctuante, cargado de
sentido y claro está, no sólo en el asunto. Cuerpos travestidos, sueños que se
asoman a la vigilia, versatilidad de registros y el cuerpo femenino y masculino
presentado como eje de cada relato. Legarreta logra en este libro transmitir la
fuerza de la vida desplegando el delicado andamiaje de la levedad. La tensión
entre los contrarios está sostenida con una destreza y un modo magistral de
narración. Dirán que me he ido en elogios, lean el libro completo y después me
dicen.
Los demonios del sueño
Había flores que semejaban lirios acuáticos, pero con el reborde de las hojas muy marcado; también un gato negro de ojos verdes que asomaba la cabeza y, de pronto, un siseo distante y cierta vibración de la tierra provocaba que el campo de flores se abriera en dos: allí aparecía una casa; en ella, un abanico gigante ocupaba todos los espacios al abrirse y cerrarse; dentro del abanico, colgada de uno de los dobleces y a punto de caerse, estaba una niña que, vista desde lejos, parecía un pájaro enfermo.
La abuela le dijo a Keiko
que no debía temer: eran los demonios del sueño y no otra cosa. Keiko quería
mucho a la abuela, sin embargo, en este caso tenía sus dudas.
Los demonios del sueño no llegaban todas las noches; se presentaban a veces para mezclar los colores y las páginas de lo que había sucedido en el día: no eran más que juegos, como los de ellos – le había dicho la abuela tocándole al pasar la cabeza - . Si se aburrían mostraban cosas que sólo sucedían en el mundo de los demonios y por esto los sueños eran descabellados. Keiko recordó un grabado que el maestro de la escuela había mostrado días atrás: en él, un hombre corría mirando a sus espaldas; los ojos se le salían para afuera y tenía la ropa y el pelo como cuando sopla fuerte el viento.
Los demonios del sueño no llegaban todas las noches; se presentaban a veces para mezclar los colores y las páginas de lo que había sucedido en el día: no eran más que juegos, como los de ellos – le había dicho la abuela tocándole al pasar la cabeza - . Si se aburrían mostraban cosas que sólo sucedían en el mundo de los demonios y por esto los sueños eran descabellados. Keiko recordó un grabado que el maestro de la escuela había mostrado días atrás: en él, un hombre corría mirando a sus espaldas; los ojos se le salían para afuera y tenía la ropa y el pelo como cuando sopla fuerte el viento.
El maestro también les había
contado historias de demonios: se tragaban a las damas y a los niños en un
santiamén y hasta a los soldados más valientes les costaba gran trabajo
encontrarlos. De manera que hubiese tenido unas cuantas razones para olvidarse
de ellos si no se le hubiese repetido el sueño. Despertaba con la sensación de
no saber de qué noche salía: los sueños eran un calco casi perfecto hasta que
aparecía la niña colgando del abanico; allí, ese momento, había cambios: podía
ser que la niña hiciera una mueca, la boca se abría y cerraba pero el grito no
se oía. O que se balanceara indefinidamente, o que tratara de deslizarse como
por un tobogán pero se transformaba en algo pesado y, por más que hacía un gran
esfuerzo, la niña-piedra no se movía. Entonces despertaba – estaba segura- con
la cara del hombre que corría mirando para atrás. Y esto no era todo: también
con el corazón palpitando y ganas de llorar.
Pero era una niña valiente,
quizás porque su padre había sido soldado y su abuelo también. Cada año le
rendía homenaje antes sus tumbas; se inclinaba y oraba con devoción, les pedía
que no la abandonaran a pesar de no haberse conocido: no tenía de ellos sino el
relato de su madre y su abuela. Habían dado la vida por el Emperador y la
patria. Entonces, pensaba Keiko, el espíritu del padre y el abuelo, la
ayudarían a combatir contra los demonios.
De manera que, sentada frente al televisor, mientras la abuela iba y venía por la casa, - la madre llegaba muy de trabajar-, Keiko descartaba opciones. Había tratado de interesar a sus amigas aunque a ellas no les gustaba el tema. A la madre, no quería preocuparla. Estaba convencida de que la niña colgante necesitaba auxilio, sobre todo porque en cada noche mostraba cosas que le recordaban a ella misma: el vestido, las trenzas, una muñeca. Iba descartando elementos reconocibles para llegar a alguna conclusión: el gato de la familia Chiba era negro con ojos amarillos, lirios había en el estanque del jardín en donde paseaban los fines de semana; la casa no tenía las dimensiones de la suya y el gran abanico - ahora que lo pensaba - no era como los de su abuela: era un abanico extraño, liso como una pared. La niña colgaba de una varilla como si fuera la rama más alta de un árbol o la punta de un templo. Quizás - pensó - debería inspeccionar en los alrededores para ver si había algo que le recordara esto. Con el permiso de la abuela, lo hizo. Al no encontrar nada ni el vecindario ni en el camino de la escuela, esperó seguir soñando para tener más indicios. Imprevistamente, una tarde, mientras miraba dibujos animados en la televisión, entendió que tendría que entrar al sueño justo en el momento en que la niña parecía un pájaro. Lo vio en un dibujito y le pareció fácil: salirse de su cuerpo, disminuirse de tamaño para ir al lugar de los sueños, mientras, por ejemplo, se destapaba o se daba vuelta en la cama. En un descuido. Como quien entra a una casa sin que la escuchen, sigilosamente, se deslizaría; llevaría - con el permiso de la señora Chiba - al gato de los ojos amarillos porque con esos ojos podría alumbrarle el camino (si había) y, además, porque los gatos sabían andar en la niebla de los sueños.
Cuando la señora Chiba escuchó a Keiko le dijo que los demonios se iban solos; sin embargo, el gato pareció prestarle atención porque salió caminando detrás de ella y se instaló en la casa. Esa noche se dispuso a dormir con cierta tranquilidad pues el animal se portaba como si siempre hubiera vivido allí: estaba elegantemente recostado en el piso y tenía el aire de una estatua. Parecía no prestar atención a nada y, sin embargo, en el momento preciso– no se había equivocado - el gato entró al sueño y, desde allí, la llamó para que lo siguiera. Keiko tuvo la impresión de que caminaba entre nubes de algodón, se hundía aunque no demasiado; era una sensación de ligereza y angustia. Enseguida vio a la niña colgando de la punta del abanico liso; le hizo señas con la mano para que volara -cómo no se le había ocurrido antes, si parecía un pájaro-, pero la niña tardó en reaccionar, estaba acostumbrada a tener los ojos tristes y a pender en el vacío. El gato, a todo esto, se acurrucó en un rincón. Por fin, cuando la niña después de escuchar los variados argumentos que esgrimió Keiko para convencerla, decidió volar, el gato saltó, la atrapó de un zarpazo y se la comió. Sucedió en un santiamén. A Keiko le pareció ver la cara de disgusto de un demonio entre las fauces y los bigotes del animal al tiempo que ella caía por un tobogán en un campo de flores suaves y olorosas que no terminaban nunca, nunca, nunca.
A la mañana siguiente, la
señora Chiba reclamó su gato y ella no supo qué decir.
Extraído de "Turbulencia del aire" Nuevohacer-(GEL)-Buenos Aires 2012
Inés Legarreta
nació y reside en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires. Su libro de cuento “En el bosque” (Gel 1990) obtuvo el Pemio Iniciación otorgado por la Secretaría de Cultura
de la Nación y
la Faja de Honor
de la Sociedd Argentina
de Escritores. Tres años después ganó la Beca a la Creación del Fondo Nacional de las Artes. En 1997
publicó “Su segundo deseo” (EMECÉ), libro de cuentos que mereció el Tercer
Premio de Literatura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y una mención de Honor en
el Premio Ricardo Rojas del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. En 2000 le otorgaron
Medalla de Plata como Mujer Destacada Bonaerense. En 2004 publicó “La Dama habló” (Simurg), libro
de cuentos que mereció en 2008 el Premio Único de la Categoría Inéditos
(bienio 2002-2003) del Gobierno de la ciudad de Buenos Aires. En 2008 publicó
la nouvelle “El abrazo que se va” y en
2010 “Tristeza de verse lejos”, ambas en Nuevohacer (GEL) . Ha recibido
numerosos premios internacionales, entre ellos El Primer Premio Nacional
de Los cuentos de la Granja , Segovia, España, en
1989 y 1993. Co-dirigió desde 2005 hasta 2012 la revista literaria Fledermaus. Ha sido traducida al inglés,
al alemán y al italiano.
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