TRES
NIÑAS FUERA DE CASA
Siempre se reunían a charlar a esa hora. Era
la mejor hora del día, la más sugestiva, la de la siesta. Nadie andaba por
allí, no se oían retos ni rezongos, sólo
respiraciones más hondas, algún quejido inexplicable que se escapaba de las
piezas donde, si la gente no dormía, lo disimulaba y hasta creía que estaba hundida en el sueño a pesar de tener los ojos
abiertos. El mundo se había aplacado
soberbiamente como si le hubiesen echado una pesada manta encima. A las niñas
les gustaba estar juntas, aunque no tuvieran nada que hacer, aunque no se les ocurriera un juego para
pasar el tiempo. Estar juntas ya era suficiente.
La galería ancha se
extendía al costado de la casa, era un remanso y ahí se quedaban, una al lado
de la otra, las tres. A veces intercambiaban figuritas, escribían historias o
copiaban versos que usaban palabras difíciles de esas que nadie sacaba a
relucir en las conversaciones, al menos en
aquella casa de la galería ancha.
El verano acababa de comenzar y ellas sabían
que por lo menos durante la siesta el orden del mundo quedaba relegado. Se acurrucaban una junto a la otra, bien
pegaditas, bajo la espesa colcha tejida,
cobijadas ante cualquier amenaza.
Las voces de la gente grande que desde la mañana deambulaban por la casa
se habían ido vaya a saber dónde y no necesitaban volver a escucharlas. Todo
estaba bien así y, allá lejos, del otro lado de las ligustrinas, el tranquilo pueblo tampoco tenía nada que decir.
Las horas se volvían blandas, sigilosas y hasta el menor cuchicheo se
transformaba en un espectáculo secreto. En
algunas ocasiones dejaban la galería y se iban al jardín del fondo con un palito a desenterrar
lombrices para verlas moverse: oscuras las lombrices sobre la tierra oscura. Pero
los ojos de las niñas podían separar lo uno de lo otro y entretenerse. Por lo
general se quedaban por acá o por allá, en el jardín de adelante, en el fondo o
en la galería. Preferían evitar el
interior de la casa donde las respiraciones de los que dormían o simulaban
hacerlo se iban haciendo cada vez más profundas, igual que un trueno en mitad de la tormenta que surge con violencia y
no se sabe de dónde ha surgido.
Una siesta el
calor se volvió muy intenso. Parecía que
la calle, tan silenciosa e iluminada, las estaba llamando. Entre risas las tres niñas se fueron arrimando hasta el portón de entrada y, en un
gesto cómplice, soltaron la tranca y
salieron, así, sencillamente, sin dejar una nota, sin despertar a nadie ni dar
explicaciones, salieron. ¿Qué problema podía haber? En el pueblo quien más quien menos se conocía, desde muy chicas habían escuchado decir eso continuamente,
ellas tan atentas a lo que la gente grande hablaba. Cruzaron calles de tierra,
se resguardaron bajo un algarrobo y siguieron avanzando entre el sopor y ese aire frágil, cálido que
les rozaba las mejillas. Escaso es lo
que había para hacer en aquel pueblo, especialmente en ese momento del día. Entonces, desde lo más lejos del paisaje, se percibió un
remolino blancuzco que fue creciendo y acercándose. Luego, poco a poco, entre
el tumulto de aire y tierra que se
alzaba, las niñas distinguieron un coche. Era un coche grande, lustroso a pesar
de la polvareda. La puerta se abrió produciendo un sonido compacto y metálico.
Una voz amable surgió desde el interior
acolchado, una voz que las invitaba a subir. Nadie vio cuando las tres niñas entraron en el coche. Es más, nadie dice haber
identificado un coche con tales
características andando por allí y a esas horas. Pero se habló del coche cuando
después, al anochecer, ninguna persona
pudo localizar a las tres niñas. Se habló del coche y también de alguien que
creyó reconocerlas a la orilla del río. Otros
dijeron haberlas visto juntando moras
en las afueras del pueblo. Tampoco faltaron los que aseguraban que
estuvieron un largo tiempo bajo aquel algarrobo, tendidas sobre el pasto, en silencio. Con el correr de los días se dijo
de todo un poco. Hubo quienes creyeron verlas
acompañadas por un grupo de gitanos en dirección al sur. Alguien susurró
que había soñado que las vio muertas en
el recodo del río y estaban los que no
dudaron en acusar al circo que anda
buscando chicas lindas que bailen en sus
funciones. A medida que el tiempo fue transcurriendo se dijeron muchas otras
cosas más. Que alguien las vio en un prostíbulo en la Patagonia o en otro, muy
cerca de la frontera con el Brasil.
También dicen que las sorprendieron
comiendo helados en el centro comercial más grande de la capital de la
provincia. Fueron unos cuantos los que
insistieron en que fueron subidas a un barco que atravesó el océano. Lo cierto
es que en la mayoría de las historias,
distintas entre sí, descabelladas a veces, inexplicables otras, las tres
niñas aparecían juntas, siempre muy
juntas. El escenario del mundo ya no alcanzaba para el montón de historias que la gente del
pueblo siguió contando a través de los años y del misterio.
Y, lógicamente, con el paso de los años, el misterio fue creciendo, como sin duda crecieron los cuerpos de esas niñas
que, seguro, ya no serán niñas y que
estarán vaya a saber en qué sitio con expresiones distintas en sus rostros y el cansancio en
sus pies de tanto ir y venir por aquí y por allá en la imaginación de la gente que, por cierto, es un lugar demasiado grande
para vagabundear sin descanso.
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