Espiral de Saraswati

viernes, 26 de septiembre de 2014

IRMA VEROLÍN: UN CUENTO

                                TRES NIÑAS FUERA DE CASA

   Siempre se reunían a charlar a esa hora. Era la mejor hora del día, la más sugestiva, la de la siesta. Nadie andaba por allí, no se oían  retos ni rezongos, sólo respiraciones más hondas, algún quejido inexplicable que se escapaba de las piezas donde, si la gente no dormía, lo disimulaba y hasta creía que estaba  hundida en el sueño a pesar de tener los ojos abiertos.  El mundo se había aplacado soberbiamente como si le hubiesen echado una pesada manta encima. A las niñas les gustaba estar juntas,  aunque no  tuvieran  nada que hacer,  aunque no se les ocurriera un juego para pasar el tiempo. Estar juntas ya era suficiente.
   La galería ancha se extendía al costado de la casa, era un remanso y ahí se quedaban, una al lado de la otra, las tres. A veces intercambiaban figuritas, escribían historias o copiaban versos que usaban palabras difíciles de esas que nadie sacaba a relucir en las conversaciones, al menos en  aquella casa de la galería ancha.
  El verano acababa de comenzar y ellas sabían que por lo menos durante la siesta el orden del mundo quedaba relegado.  Se acurrucaban una junto a la otra, bien pegaditas, bajo la espesa colcha tejida,  cobijadas ante cualquier amenaza.  Las voces de la gente grande que desde la mañana deambulaban por la casa se habían ido vaya a saber dónde y no necesitaban volver a escucharlas. Todo estaba bien así y, allá lejos, del otro lado de las ligustrinas, el  tranquilo pueblo tampoco tenía nada que decir. Las horas se volvían blandas, sigilosas y hasta el menor cuchicheo se transformaba en un espectáculo secreto. En  algunas ocasiones dejaban la galería y se iban al  jardín del fondo con un palito a desenterrar lombrices para verlas moverse: oscuras las lombrices sobre la tierra oscura. Pero los ojos de las niñas podían separar lo uno de lo otro y entretenerse. Por lo general se quedaban por acá o por allá, en el jardín de adelante, en el fondo o en la galería.  Preferían evitar el interior de la casa donde las respiraciones de los que dormían o simulaban hacerlo se iban haciendo cada vez más profundas, igual que un trueno en  mitad de la tormenta que surge con violencia y no se sabe de dónde ha surgido.
     Una siesta el calor se  volvió muy intenso. Parecía que la calle, tan silenciosa e iluminada, las estaba llamando.  Entre risas las tres niñas se fueron  arrimando hasta el portón de entrada y, en un gesto cómplice,  soltaron la tranca y salieron, así, sencillamente, sin dejar una nota, sin despertar a nadie ni dar explicaciones, salieron. ¿Qué problema podía haber? En el pueblo  quien más quien menos se conocía,  desde muy chicas  habían escuchado decir eso continuamente, ellas tan atentas a lo que la gente grande hablaba. Cruzaron calles de tierra, se resguardaron bajo un algarrobo y siguieron avanzando  entre el sopor y ese aire frágil, cálido que les rozaba las mejillas.  Escaso es lo que había  para hacer en  aquel pueblo, especialmente en  ese momento del día. Entonces, desde  lo más lejos del paisaje, se percibió un remolino blancuzco que fue creciendo y acercándose. Luego, poco a poco, entre el tumulto de aire y tierra  que se alzaba, las niñas distinguieron un coche. Era un coche grande, lustroso a pesar de la polvareda. La puerta se abrió produciendo un sonido compacto y metálico. Una voz amable surgió desde  el interior acolchado, una voz que las invitaba a subir. Nadie vio cuando las tres niñas  entraron en el coche. Es más, nadie dice haber  identificado un coche con tales características andando por allí y a esas horas. Pero se habló del coche cuando después, al anochecer,  ninguna persona pudo localizar a las tres niñas. Se habló del coche y también de alguien que creyó reconocerlas a la orilla del río. Otros  dijeron haberlas visto juntando moras  en las afueras del pueblo.  Tampoco faltaron los que aseguraban que estuvieron un largo tiempo bajo aquel algarrobo,  tendidas sobre el pasto,  en silencio. Con el correr de los días se dijo de todo un poco. Hubo quienes creyeron  verlas  acompañadas por un grupo de gitanos en dirección al sur. Alguien susurró que había soñado que  las vio muertas en el  recodo del río y estaban los que no dudaron en acusar al circo que  anda buscando chicas lindas  que bailen en sus funciones. A medida que el tiempo fue transcurriendo se dijeron muchas otras cosas más. Que alguien las vio en un prostíbulo en la Patagonia o en otro, muy cerca  de la frontera con el Brasil. También dicen que las  sorprendieron comiendo helados en el centro comercial más grande de la capital de la provincia.  Fueron unos cuantos los que insistieron en que fueron subidas a un barco que atravesó el océano. Lo cierto es que  en la mayoría de las historias, distintas entre sí, descabelladas a veces, inexplicables otras, las tres niñas  aparecían juntas, siempre muy juntas. El escenario del mundo ya no alcanzaba para  el montón de historias que la gente del pueblo   siguió  contando a través de los años y del misterio. Y, lógicamente, con el paso de los años, el misterio fue creciendo, como  sin duda crecieron los cuerpos de esas niñas que, seguro,  ya no serán niñas y que estarán vaya a saber en qué sitio con expresiones  distintas en sus rostros y el cansancio en sus pies de tanto ir y venir por aquí y por allá en la imaginación de la gente  que, por cierto, es un lugar demasiado grande para vagabundear sin descanso.

                                 

Este cuento integra la colección de relatos de "Una foto de Einstein tocando el violín" editado en Buenos Aires 2012- Contratapa de Roberto Ferro. Primer Premio del Concurso Macedonio Fernández de Narrativa.


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