Si hay un rasgo sobresaliente en la obra de Enrique Butti
es el de la singularidad. Su novela “Aiaiay” publicada por Editorial Sudamericana en 1986 y ganadora del
Premio del Fondo Nacional de las Artes parece entroncarse con la lejana
tradición de Gargantúa y Pantagruel de Rabelais por su humor, su irreverencia,
su trabajo sobre el lenguaje que entronca lo popular con lo culto. Su novela
posterior “Indí”, publicada por Losada en 1998 fortalece y desarrolla más
esta línea estética en la que Macedonio Fernández y Juan Filloy podrían citarse
como antecedentes nacionales, al tiempo que podría establecerse un cierto
paralelismo con “Karaí, el héroe” de Adolfo Colombres, aunque desde la perspectiva del tratamiento del lenguaje y la espesura del discurso tiene puntos en
común con la novelística de Jorge Paolantonio, no es casual que estos tres
autores – Paolantonio, Colombres y Butti - hayan nacido en provincias
argentinas con un rico bagaje cultural, las del noroeste en los dos primeros
autores y Santa Fe para Butti donde la
influencia de la inmigración italiana pautó el ritmo del habla local y nutrió
su lenguaje de una riqueza particular que está presente en la escritura de
Butti. Y, para no quedarme corta con las asociaciones, le encuentro además un
parentesco con Dürenmatt por su lirismo socarrón y en parte porque roza la
estructura teatral, sin embargo todos estos vínculos, tradiciones o contrapuntos
con la herencia literaria dieron lugar a una propuesta nueva. Hay en “Indí” una marca explícita de este juego con
el lenguaje y es ese el espacio en el que el humor encuentra su terreno. Lo
indio se mezcla con lo italiano configurando lo que el autor subtitula
“pasticciaccio argentino” y parafraseando y parodiando al mismo tiempo el porteño
cocoliche en torno a la figura de un personaje displicente y candoroso. De esta
manera la novela opera sobre varios niveles en sus desopilantes situaciones. Entre
las muchas funciones que tiene el humor en este caso cabría citar la de
desarticulación de las pautas sociales establecidas o desestructuración de las
normas éticas, lo que presupone a su vez un aspecto crítico del que no está
nunca ajeno el empleo del humor. Por la espesura del lenguaje, su carácter
barroco, su tono a veces burlón y la pintura costumbrista resulta inevitable
citar a Paolantonio. Pero en Butti las situaciones suelen rozar el absurdo y
profundizar la fanfarria lingüística acercándolo más a la narrativa barroca
centroamericana. El costumbrismo está presente esencialmente en el lenguaje, en
frases, expresiones locales, interjecciones, giros idiomáticos y un refranero trastocado. El trabajo sobre
el habla coloquial en la obra de Butti merece una mención aparte.
Ahora bien, esta tradición estética desarrollada y
profundizada incluso en obras de teatro como “La fruta de la perdición”
da un giro o mejor aún un paso al costado con la publicación de su última
novela en Palabrava- Santa Fe 2012: “El centro de la gravedad” en la que
la tradición borgeana e incluso el universo de Bioy Casares abren una brecha
para que esta historia peculiar se desarrolle. Es una novela cargada de
silencio y, como su título lo indica, muestra un movimiento desde la expansión
anterior, de la profusión de hechos y lenguajes a una contención que se
sostiene a partir de un eje vertical. Si en las dos novelas citadas el tiempo
se explaya a sus anchas y se desborda en situaciones delirantes, aquí aparece
comprimido y alterado. “El centro de la gravedad” tiene la belleza de lo
parco, es una novela desnuda, un poco alucinante por todo eso que deja entrever
con una arquitectura impecable. Podría afirmarse que no es un cambio drástico
en el concepto de lenguaje sino un buceo más, una búsqueda en el desarrollo de
una estética que desde el vamos se perfiló original en el marco de una
producción nacional que no siempre se ha
caracterizado por dar cabida a la diversidad de discursos. Debo decir que no
leí sus novelas de aventuras, habría que
ver de qué modo se insertan en este somero cuadro. La sensación que se tiene
frente a una obra como la de Butti es la de continuidad, es una obra que se
abre a nuevas propuestas, a una rica la multiplicidad de voces que nos hace
bien a todos en un país que no suele
estrechar sus horizontes en el terreno
de la producción literaria
pero que a la vez , lamentablemente, no encuentra su debido relevamiento
por parte del sistema editorial. Sin
embargo ya sabemos que el arte va por un lado y el negocio por otro, quizá
nuestro país sea en esto también una expresión muy acabada de las dicotomías. Y
no lo digo exclusivamente por Butti que se ha desarrollado y publicado en
varios espacios, lo digo porque es lo que no puedo evitar decir al reconocer la
existencia de autores excelentes en la ciudad de Buenos Aires y en las
distintas provincias que realizan un trabajo paralelo y profundo al relevado por un reducido grupo que se apiñó en
la ciudad de Buenos Aires y que parece hacer un recorte de la producción
nacional. El tiempo, lo sabemos muy
bien, es el aliado de las genuinas producciones artísticas como la de Butti,
entre otras tantas.
CADETE INDÍ E INGENIERO EN CLAROSCUROS
Cruzó en la oscuridad un rayo,
un relámpago milagroso en el cielo estrellado, y el ingeniero pudo atisbar los
perfiles de una gran mole, destacada del resto de las modestas construcciones
del lugar. Debía ser sin embargo un barrio de tradición señorial; el rayo sólo
insinuó la presencia de las otras Vilas, como Rembrandt insinúa, con una
cagarruta amarilla, un casco o un escudo alejado de la fogata, es decir, un
soldado, como lo había sido el ingeniero antes de caer en manos de los puercos
austríacos.
Se detuvo ante la puerta cancel
del jardín, pero el cadete le dio un tirón a la manga de su saco. El ingeniero
recordó que, después de todo, ésta era la casa-habitación del indiecito, donde
él vivía a pesar de las patás nel culo, ahí en esa mansión, y se dejó
arrastrar.
La construcción no tenía nada
que envidiarle a Villa Borghese, ni siquiera las estatuas inmensas y la amplia
terraza vacía delante del jardín.
Entraron. Cruzaron el jardín,
la terraza, subieron la escalinata, e ingresaron en la húmeda oscuridad.
El cadete lo tomó de la mano.
Mirá vo` el Virgilio que me
encontré, se sonrió el ingeniero, aunque temblando de miedo.
El indí le decía palabra
incomprensibles, para tranquilizarlo, animarlo o indicarle que doblara, que
empezara a subir una larga escalera. No sonaba a ¡Papé Satán, papé Satán
aleppe!, pero por ahí andaban.
La escalera giraba dos veces en
amplios rellanos, y allá arriba había una débil luz, una vela. La llamita
ayudaba más de lo que dejaba ver. El paredón que limitaba el hueco de la
escalera, y la pared del corredor superior, estaban cubiertos de murales.
El ingeniero coligió, ató
cabos, recordó lo que en un momento del vermouth, o del paseo público, el
víscido o el destripador boloñés le habían contado, de un avilla que era
orgullo de la ciudad, en la que su dueño había hecho pintar, en cada pedazo
libre de pared, una copia de las pinturas que estaban en el Museo de Lourdes
(el ingeniero cachó: del Louvre querían decir). Los parientes franceses le
mandaban postales con reproducciones del San Francisco y los pájaros, de
Giotto, pero también la muerte de
Sandanápolos, del Delacroix, a juzgar por las descripciones libidinosas del
víscido y del destripador.
Los murales habían sido
pintados por un enano borrachín que se tambaleaba en los andamios. El pobre no
sólo tenía que reproducir a gran escala sino también inventar los colores,
porque las estampas que enviaban los galos eran en blanco y negro.
Después el enano salpicaba de
mica las pinturas para darle brillo a los ojos, a los brocatos, a las aureolas
de los santos, o en la culminación de los senos. El mecenas, su familia y los
invitados juzgaban a cada nueva pintura con un dictamen categórico:
-Tiene mucha (o poca) mica-
decían.
Un cuajo de mica, una montaña
de mica, con un pectoral de momia egipcia, se enfervorizó el ingeniero
recordando a cierto personaje de su edad, que ya publicaba poemas y novelas,
con gran beneplácito general, allá, en la Vaticana , con ciertos favores de las revistas y
los periódicos, favores que él devolvía con otros, prevalentemente de índole
política y sexual, el inmundo.
Pero esta cueva en medio de
pantanos no era Villa d´Este, y con el tiempo, en pocos años, los grumos de
cristales fueron los primeros en caer, y los detalles que antes se habían
destacado por su centelleo pasaron a ser agujeros en el rostro, en el pecho de
los retratados, como puertas del infinito, o bocas del infierno. Y el
ingeniero, ahí, como si nada.
De “Indí”, Sudamericana –Buenos Aires 1998-
“Designio extraño el suyo:
mirar de frente al sol, desde el alba hasta el crepúsculo.
Eligió la esquina del Mudo como
lugar de ejecución de su voto, así que durante las horas más frescas de los
tres días que duró esa menopausia nos rodeaba una multitud: desocupados del
bajo, sardónicas mucamas y jubilados babosos. Por momento el gentío llenaba las
bocacalles.
-¡Ah, qué vivo! ¡Mirá cómo parpadea!
¡Así cualquiera es capaz de mirar al sol todo el día…!- se oía murmurar
malignamente.
-Sí, ahora mira al sol de
frente porque estamos nosotros, pero esperá que nos vayamos a comer y vas a ver
como baja enseguida la cabeza- decía otro.
Esas estúpidas voces (y no
porque me lo hubiera pedido Don Rolo) me decidieron a quedarme junto a él todo
el tiempo que durara la promesa; más por los otros que por él o por mí mismo,
más por significarles que si de locura se trataba, dos eran los locos, que por
controlar lo que yo no dudaba; ¿de qué podía servirle a Don Rolo usar
estratagemas idiotas?
Además, podía tener necesidad
de mí, aunque durante los tres días nunca me llamó, y sólo una vez al día
aceptó que le acercara un vaso de agua a los labios.
-Se habrá puesto lentes de
contacto ahumados.
-Todo para broncearse la cara,
viejo presumido.
-Se le va a achicharrar el
cerebro.
-¿Por qué en vez de mirar al
sol no va a mirar la pared que me pintó hace dos meses y que va está llena de
hongos y manchas de humedad?
Las mismas personas a quienes
yo había conocido pidiéndole favores y consejos ahora se burlaban, sin
considerar que pudiese haber alguna grandeza en lo incomprensible. Se murmuraba
que esta menopausia a de Don Rolo era definitiva, que todos los menstruos que
ya no tendría le envenenarían cada vez más lo pensamientos, y que ahora sí
había llegado la hora de insistir en la petición de un sacerdote permanente
para el pueblo.
En ésas estábamos: Don Rolo mirando al sol y
yo mirando las lunas de Don Rolo, cuando pasó la estrella anunciando el Circo.”
Páginas 66-67-68 de “Aiaiay”- Editorial
Sudamericana- Bs. As. 1986
Enrique
Butti (Santa Fe, 1949) autor de basta producción en distintos géneros, ha
obtenidos importantes reconocimientos, ha sido traducido a otras lenguas,
creador de novelas (“Indí”, “El novio”),
cuentos (“La daga latente”, “Santos y desacrosantos”) obras de teatro y de
cinco novelas de aventuras (“No me digan que no”, “Carnavalito”, “El fantasma
del Teatro Municipal”, “Sin cabeza y encapuchados” y “Cada casa, un mundo”).
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