Federico Jeanmaire
es un creador de climas, de situaciones envolventes, sus relatos muestran un
buen manejo de ambigüedad. Leí en los noventa “Prólogo anotado”, un libro lleno de guiños, según las palabras del autor "un gran juego lúdico sobre aspectos de los libros que me gustaban". En sus narraciones no está ausente lo poético,
se diría que lo poético las articula desde cierto lugar quebrado por el efecto de sorpresa. En su producción
posterior en novelas como “Papá” o “Más liviano que el aire” se acerca más al realismo, pero siempre es
un realismo al que podría calificar de metafórico. Suelen predominar esos
narradores con voces cuidadas, musitadas en la que la palabra alcanza su
vibración justa, una escritura armónica alejada de menor estridencia.
Dos fragmentos
Un dedo gigante de mujer abre
un surco sobre la arena tibia. Un dedo inmenso, que pasa dejando olas de viento
arenoso a sus costados. Remolinos de arena se levantarán y saldrán a correr.
Desde lejos del lugar, se creerá en un círculo, en lo absoluto del viento, en
la única posibilidad de remolinos y de arena. Desde cerca del lugar, el círculo
se abrirá hasta el infinito con algún esfuerzo. Pero, lo cierto, es que debajo
de ese dedo, no se creerá en nada. En absolutamente nada. La mujer, entonces,
querrá quedarse a vivir allí, aplastar la lógica con el resto de su mano,
acabar con lo implícito y lo perecedero; querrá quedarse a vivir allí, para
siempre, justo adentro de su círculo divino, y regodearse con los remolinos y
con la arena y con el viento. También pretenderá, desde los desechos de la
lógica ya destruida, que crezcan flores amarillas, salten conejos anaranjados,
nazcan infinidad de cosas. Sin embargo, la galera del mago, distraída,
permanecerá inmóvil junto al tronco pelado de un eucalipto.
El dedo índice gigante de una
mujer termina de cerrar el círculo sobre la arena tibia. El horizonte comienza
a hacerse más pequeño. Mucho más pequeño. Entonces, ese dedo se achicará hasta
su naturaleza de dedo índice de mujer y cesarán de inmediato las olas de viento
arenoso a sus costados. Los remolinos de arena se detendrán. Desde lejos del
lugar, se observará un círculo. Desde cerca del lugar, se creerá en los dedos,
en la arena, en los enanos de circo y en la mujer. Las flores no pararán de
cambiar de color, los conejos saltarán sin ninguna necesidad de hacerlo y la
galera del mago brillará sobre la tumba rosa pálido de la lógica.
De “Desatando casi los nudos”. Ed. Seix
Barral. Buenos Aires 2007
Hoy mi padre no quiso en todo el día que
abriéramos la cortina de tiritas plásticas que cubre el ventanal de la
habitación. No nos dejó. No soportaba la luz. Quería dormir, sólo quería
dormir, que por favor no lo molestáramos. Casi no habló y, lo poco que habló,
resultaba prácticamente incomprensible si no iba acompañado de las señas y de los
gestos explicativos correspondientes. Pero igual comió. No todo, pero algo
comió.
Sopor.
Creo que la palabra más justa,
para definir la escasa vida que vivió mi padre durante ese día, es la palabra
sopor.
Sopor, soporte, soportar.
Una jodida familia de palabras.
Los ojos cerrados, la
respiración muy ruidosa, la sensación de estar a miles de kilómetros de
distancia de su lucha íntima contra la enfermedad o contra el tiempo, no sé, y
la paradoja de que cualquier mínimo movimiento dentro de la habitación alcanzaba
para perturbarlo, para incomodarlo; cualquier mínimo movimiento lo hacía
levantar inmediatamente los párpados e intentar enfocar hacia la región desde donde suponía provenía
la molestia: sus pupilas se mareaban demasiado rápido en un mar cada vez más
amarillo y, mucho antes de descubrir lo que buscaban, parecían cansarse y
volvía presurosas a encerrarse hasta la mínima próxima vez.
Mi hermano mayor había vuelto
al pueblo porque necesitaba realizar algunos trámites. Entonces nos turnamos
con mi madre para atenderlo y creo que en unas pocas horas lo acaricié bastante
más de lo que lo había acariciado en toda mi vida, con la impunidad que me daba
saberlo dormido. También le hablaba en voz muy baja, le hacía bromas sin
esperar respuesta, por supuesto; seguro, completamente seguro, de que mi padre
no me escuchaba.
Pero tenía miedo, mucho miedo.
Un miedo raro que no podía
contarle ni a mi madre ni a los parientes o amigos que llegaban de visita.
Tenía miedo de quedarme solo con él, de que se muriera frente a mi soledad y yo
no estuviera a la altura de las circunstancias. Que solo no lo pudiera
soportar, quiero decir.
Soportar, soporte, sopor.
Muchas veces, a lo largo de la
vida, me he puesto a pensar en la valentía, en la cobardía.
Muchas veces.
Demasiadas, quizás.
El mundo no es de los cobardes,
repetía mi viejo cuando yo era chico, y, ante cada nueva repetición, yo estaba
todavía más convencido, incluso más convencido que la vez anterior que lo había
escuchado, de que el mundo nunca sería mío. Jamás. Estaba convencido de que el
mundo sería siempre de los valientes, de los otros, de las personas como mi padre, en definitiva. Que era una
lástima no haber nacido tan valiente como para merecer el mundo, pensaba. Y
atribuía buena parte de mi inclinación hacia la escritura a esa profunda
cobardía para con el más allá de mi encierro.
Prefería las palabras a las
cosas que esas palabras nombraban.
Siempre.
Las palabras dependían de mi
decisión de invocarlas o de transcribirlas en una cierta sucesión sobre el
papel; el mundo, en cambio me resultaba inabarcable, un asunto lejano, casi
imposible de abordar. Era un cobarde rodeado de valientes. Un chico que buscaba
seguridades, que únicamente se sentía a resguardo en los lugares conocidos y
que, ante la inesperada irrupción de lo desconocido, sólo atinaba a forzar la situación hasta
convertirla en familiar y, si no lo lograba, se escapaba de ella lo más rápido
que sus piernas o sus pensamientos se lo permitían. Tardé mucho tiempo en
descubrir que el mundo no era de nadie, o al menos no era de nadie conocido;
que los hombres, como género, funcionaban a pesar del miedo o desde el miedo
mismo, que tanto sus creaciones como sus construcciones le debían bastante más
a la cobardía que al valor y que mi inclinación
hacia la escritura no me hacía más o menos cobarde que los demás, que
apenas si era un lugar como cualquier otro, el lugar elegido por mí; el soporte
desde donde hacerme con el mundo, el soporte a partir del cual podía ser
valiente o al menos no demostrar con tanta facilidad mi desgraciada cobardía.
Un soporte como cualquier otro, la escritura.
Soporte, sopor, soportar.
Me voy de la clínica muy tarde,
por la noche. Al rato de que le inyecten un calmante y la insulina, me voy. Y
camino varias cuadras en la oscuridad arbolada de Colegiales. Camino pensando,
abstraído del afuera. Recién después de dejar atrás varias paradas subo al
colectivo y me cuesta avisarle al conductor el precio del boleto que necesito.
Me cuesta. Me sigue costando mucho el mundo a pesar de los años. Bastante más
que las palabras.
Tal vez por eso estoy
escribiendo, ahora mismo.
Tal vez porque ya es muy tarde
y fui un cobarde durante todo el día. Y también porque tal vez esconda la zonza
esperanza de que al menos esta noche las palabras sean las cosas.
Las cosas.
Durante mi niñez me divertía
mucho escuchar a mi padre pidiéndome, por ejemplo, que le alcanzara esa cosa
que estaba encima de aquella otra cosa, la alargada, la que estaba al lado,
justo al lado, de la cosita esa que usábamos para limpiar las suelas de los
zapatos cuando volvíamos del campo, que por favor, que le alcanzara esa cosa
verde que estaba en el patio. Y enseguida, que no me hiciera el boludo que no
me riera, que yo entendía perfectamente a qué cosa se estaba refiriendo, que se
la alcanzara, que la necesitaba rápido, que se la alcanzara ya mismo o me
rompía la risa de una trompada.
Las cosas.
Por eso creo que estoy
escribiendo.
Porque por un rato necesito
sentirme a resguardo entre las palabras, a salvo dentro del más familiar de mis
ambientes. Y porque, además esta noche necesito ser valiente, de alguna manera.
De “Papá”, Emecé editores, Buenos Aires, 2007 (páginas
118 a
112)
Federico Jeanmaire es licenciado en Letras y ha sido profesor en la Universidad de Buenos Aires, en la cátedra de Beatriz Sarlo. Investigador del Siglo de Oro, fue becado en 1990 por el Ministerio de
Relaciones Exteriores de España para trabajar en la Sala de Manuscritos de la Biblioteca Nacional ,
en Madrid.
Ese mismo año su libro Miguel, una biografía ficticia de Cervantes , resultó
finalista del Premio Herralde de Novela y publicado por la editorial Anagrama Con su
novela Mitre, obtuvo el Premio Municipal Especial Ricardo Rojas. Asimismo,
después de 20 años de estudio, publicó Una lectura del Quijote (Seix-Barral, 2004), un ensayo que lo confirmó como uno de los mejores
especialistas y lectores de Cervantes. Algunas de sus obras: Desatando casi
los nudos, Norma, 1986 (Seix Barral, 2007) Prólogo anotado, Sudamericana,
1993, Montevideo, Norma, 1997, Mitre, Norma, 1998 (Seix Barral,
2006), Papá, Sudamericana, 2003 (Seix Barral, 2007), Una lectura del
Quijote, Seix Barral, 2004, Más liviano que el aire,
Alfaguara/Clarín, 2009, Las madres no les decimos esas cosas a las hijas,
Seix Barral, 2012
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