Durante el acto de escribir o más
precisamente de hacer literatura se percibe, quizá con mayor intensidad, el
hecho de que la conciencia vigilante, la mente racional opera sólo en un
porcentaje limitado durante el proceso.
Somos conscientes de que intervienen otras
instancias que necesitamos convocar pero
que no podemos controlar. Tradicionalmente se habla de las musas, una metáfora
que ha permitido resumir eso tan ignoto y no fácilmente decodificable. A través
de los mails una amiga escritora me cuenta que ha comenzado a escribir un texto
nuevo que adivina será una novela. Me dice algo que yo ya he pensado o dicho:
¿Lo podré sostener? ¿Lograré mantener en vilo este tono, esta vibración a lo
largo de la extensión de todo el texto? ¿Continuaré el relato? Le contesto que
generalmente cuando escribo experimento a diario yo también la penosa sensación de estar en un hilo finito
que amenaza con echarme de prepo al otro
lado y quedar fuera del texto. Ejercer este oficio es mantener un delicado
equilibrio. Hay un concierto que debe hacerse presente, que requiere ser
propiciado en el momento de escribir, de lo contrario, como le escuché decir a
un narrador argentino terminaremos
escribiendo en “piloto automático”. ¿Pero qué es eso otro, intangible,
prácticamente inmanejable que va a permitir que mi escritura sea literaria y no
una simple redacción? La palabra está llena de dobleces, de frunces inusitados,
de desproporciones y vacíos, hay que sacarle el jugo, como decía mi abuela, y
para eso es preciso contar con las fuerzas invisibles de aquel espacio que por
ahora no tiene nombre.
Durante años hemos intentado
quitarle el dejo romántico al acto de escribir, esa idea anticuada de que hay
algo que está más allá y así fuimos testigos del invalorable aporte de los
talleres literarios, del
estructuralismo, del desconstructivismo, de los concienzudos análisis con que
devanamos sesos y descuartizamos textos. Sin embargo, hoy por hoy, nadie puede
sacarme de la cabeza que el resultado de un texto literario sólo deviene de esa
capacidad de permanecer en el límite sin caerse del todo para el otro lado.
Alguna vez en una mesa de debate dije que ese límite está ubicado entre el
saber y el no saber y que la cuota de no saber y su buen manejo nos conducen al deseado feliz resultado.
Recuerdo que puse el ejemplo de la filmación de la película “Casablanca”, la que comenzó a rodarse sin que el guión
estuviese terminado, al parecer los actores iban a reclamarle al director por
esa especie de proyecto de guión con el que se veían obligados a trabajar, lo
que los sumió en la incertidumbre. Esa
incertidumbre, precisamente, fue la que diferenció a la película “Casablanca” de las otras, la
historia de amor tiene una dosis de vaguedad, de imprecisión, los actores no se
instalaron en el código de las películas de amor porque temían, vacilaban,
dudaban y ese temor los volvió vulnerables, vulnerabilidad que los actores
llevaron a sus personajes. Nada mejor que ese estado de fragilidad de seres que
se aman en plena guerra. Me intereso por el proceso de producción de las
películas porque tengo la impresión de que como es un arte que incluye distintas ramas y oficios tropieza con obstáculos muy materiales, pone en
evidencia de un modo más tajante las dificultades y los pasos que todos los
artistas escamoteamos y transitamos en nuestra labor. ¿El no saber, el
disminuir el ego frente al acto creador abre las puertas de ese misterioso
espacio desconocido? Ahora, años después, habiendo husmeado en la física
cuántica, sé que la materia se percibe densa pero es puro vacío: lo lleno es
lleno precisamente por su calidad de vacío.
El saber nos vuelve soberbios, nos aleja de la actitud despejada hacia lo inconmensurable, lo
abierto, lo nuevo, sólo esa cuota de no saber nos rescata de lo establecido o
remanido. ¿Pero cómo se dimensiona esa cantidad? ¿De qué modo podemos manejarla
además de cuantificarla? Mantenernos
atentos ante ese misterio a la hora de escribir convierte a nuestra escritura
en una obra literaria y no en un simple rejunte de palabras. Ahora bien, no
existe nada más difícil para un ser humano que soportar la existencia del no
saber, esa es la causa de que surja el chismorreo y el rumor social cuando no
hay datos concretos que corroboren una
sospecha: frente al desconocimiento, como no lo toleramos, inventamos una
historia que llene nuestro hueco de desinformación. Posiblemente por ese motivo el acto creador
se vuelve tan peligroso, tan atrayente y reactivo al mismo tiempo. Supongo que esta es una de las causas por las que
hacer literatura de ficción nos canse tanto, debido a que entran en juego no sólo las
emociones –que de por sí absorben gran caudal de energía- sino la vigilia
permanente para que esa puerta que nos conduce a lo abierto permanezca entornada. Es como tener un ojo
cerrado y otro a plena luz. Escribir es mantener el equilibrio en un borde muy
incómodo. Y cuando digo “incomodidad de la escritura” me surge un memorable
texto de Clarice Lispector que asocia el acto de escribir con un parto, claro
que no del modo burdo con que lo expreso yo en este momento. Y justamente la
metáfora del parto viene a resolver este enigma del límite difuso entre el
saber y el no saber: sabemos que nacerá un bebé pero todo es desconocido desde
cierto lugar, el de las emociones, aunque seamos capaces de describir los pasos
del nacimiento, todo es nuevo empezando por la criatura que pronto va a ver la
luz del mundo. Lo que precisamente debe sostener el enigma es nuestra relación con las
palabras y su carácter tangible, determinante, cargado de la oposición a la que
nos remite, si confiamos en ellas –esas prostitutas que van con cualquiera como
diría Abelardo Castillo- estaremos perdidas, perdidos de ante mano. Como un
detective policial ante el cuerpo del delito, los escritores debemos custodiar el estado de alerta frente al cuerpo
del lenguaje que por un lado tironeará para que las palabras se acomoden en su
sentido más literal, o más apoltronado o
más ligado al uso común o más trillado, y por otra, se aventuren hacia la zona
desconocida o que al menos la rocen conservando su capacidad de evocar y de revolucionar nuestra percepción al mismo tiempo. Una parte de
nosotros, en nuestro profundo interior tironea para que la costumbre y lo
establecido confirmen o reafirmen o refunden el universo conocido, pero como estamos
intentando rebautizar el mundo entonces procuramos que el otro lado, ese sitio cargado
de lo que aún no transitamos se asome por
la rendija. Es difícil no caer en la tentación de definir en qué consiste ese
no saber, claro que si lográramos definirlo desaparecía su cualidad de
misterioso, de modo que se trata una vez más de permanecer en el límite, para
que el otro lado muestra sólo un perfil, así es que acariciamos, vislumbramos
ese filo del cuchillo, ese margen que orillea dos abismos, ese lugar
incómodo, como ya se ha dicho, pero el
único lugar posible para producir un texto que merezca el nombre de literario.
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Tal vez, debiéramos suponer que la escritura perfecta aún, no ha sido descendida; que esta contenida, suspendida en el Fiat de eso absoluto efímero de la perfección que a veces flota a la superficie en líneas en formas , a nuestro sentidos ; y, para el limitado gusto de esa condición inferior , que es la mente humana. Recipiendario de la ignorancia, en la que subyace el olvido de lo divino. El oficio del escritor es rasgar ese velo, si es que se pretende hacer auténtica su literatura. También puede negar la existencia de ese más allá de lo absoluto y negar, al sin nombre, al No nacido, y agregará a la ignorancia de lo cognoscitivo, la falta de fe en sí mimo, y tal vez no podrá, lograr escribir como desea : como los mismísimos Dioses, del Olimpo. ( jep)
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