Literatura
construida de a saltitos y con zarpazos geniales. En los relatos de Patricia
Suárez el mundo se despliega contradictorio, huidizo, insoportable. El mundo es
un ave de presa que no se deja domesticar y, además, por si fuera poco está
encantado: cambia a cada instante. Versatilidad, ocurrencia, golpes brillantes,
estallidos y la cuota imperiosa de melancolía que muestran al trasluz la
pequeñez de la especie humana. Merece un
aparte el tratamiento de los espacios donde el campo suele ser ese otro lugar,
punto de referencia, de partida o regreso en contrapunto con la ciudad o las
ciudades. Aunque si se trata de desentrañar alguna clave tal vez sea el rasgo
insólito, la mirada entre ingenua y lacerante, un deslizamiento de la
perspectiva habitual, el movimiento continuo y la presencia de lo inesperado
que colocan a sus textos en un sitio destacado en la literatura argentina
actual. Historias a veces desopilantes, con humor y poesía dan cuenta de una estética
difícil de catalogar, una nueva voz
reconocida en su originalidad.
Y la
hache, pensó Lena releyendo el cuento que había escrito y enviado a La Voz ,
la gaceta en español de Vancouver. La letra hache era todo un asunto. ¿Por qué
era muda? ¿Para qué la tenían? Servía específicamente para hacer un sonido, el
ch. Ése era un sonido constitutivo del castellano, a tal punto que se había
dado aires de condestable, convirtiéndose en una letra aparte del alfabeto. La
ch. Pero ahora ya no lo es. No hay más ch. Sucumbió a la democracia. ¿Y por
qué? La w (doble u, doble uve, como la llaman en el mundo, y doble ve, como la
llamaban ellos en la
Argentina ), ¿de dónde fue traída? ¿Del inglés? ¿Y por qué?
¿Quién la pidió? ¿Quién la quería? La w, ¿era una inmigrante o ya tenía los
papeles legales de residencia en la lengua? Encima no sonaba siempre de la
misma manera: a veces como v, otras como u. Era mudable, inconstante: era una
cortesana La w era capaz de abrigarse con un tapadito de chulengo. Nada de
zorro azul, nada de visón: tapadito de piel de rata, de vicuña herida, de llama
viva. No queremos la w en nuestra lengua; tenemos con qué hacer ese sonido: en
el Siglo de Oro español. Bien que Quevedo y Cervantes se la arreglaban sin la
w. Pero ahora no podemos: necesitamos la
w, la computadora, el teléfono, el avión. ¿Es lo que llamamos “progreso” o lo
que llamamos “invasión? ¿Era la w un pájaro cuclillo? ¿Qué huevos había puesto
en el nido de la lengua? ¿Se criaba entre pichones de águilas patagónicas,
entre halconcitos pampa? Este mundo es insoportable. Uno debe hablar como puede
o pegarse un tiro. Ahora tenemos más signos escritos, una especie de lujuria. La Real Academia Española consigna
veintiuna palabras que empiezan con w. ¿Qué palabras que valgan la pena
escribimos con w? La verdad. Whisky y watt. Whisky y watt, concluyó Lena, dos
formas insufribles de dominación, Te tomas un whisky y lees tu libro alumbrado
por sesenta watts. Por supuesto, agregó ella, la w estaba en el medio del
nombre Owen y al comienzo del apellido Wallace. Pero a ella, ¿Owen Wallace le
gustaba?
Extractado de “Perdida en el momento”-
Alfaguara Bs. As. 2004
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Al
llegar la primavera, mi padre hizo inseminar las ciervas y esperaba con
ansiedad el nacimiento de los cervatillos. Era la tercera primavera que
pasábamos en el campo y no enfrentamos en una pelea a gritos. Pedí que me
entregara la parte de mi padre que me
correspondía en herencia y él dijo que recién lo haría cuando yo cumpliera
dieciocho años y fuera mayor de edad. Mientras tanto era mejor que lo
conservara él: yo no sabría qué hacer con el dinero y seguro lo desperdiciaría.
Compró una vaca lechera: ahora tendríamos leche y queso y manteca gratis. Como
ninguno de todos nosotros supo cómo utilizar el suero en los quesos, enseguida
se pusieron rancios. Don Lucas y mi padre viajaron a Esperanza para informarse
correctamente sobre la producción de lácteos y esa noche yo abrí mi ventana por
última vez Los postigos estaban herrumbrados, tanto hacía que no la abría, y
chirriaron. Al otro lado, las ciervas contestaron bramando. Imaginaban, tal
vez, que se trataba de un ciervo que las requería de amores. Había un dinero
que mi padre había dejado sobre la mesada de la cocina, para pagar al proveedor
de alfalfa y yo pensaba robarlo e irme al día siguiente en el primer ómnibus
hacia la ciudad. Pero esa noche Fido se paró delante de mi ventana, estuvo un
tiempo así, muy quieto y pareció que el tiempo se estiraba y duraba
enormidades. Luego se sacó prenda por prenda y yo vi todo lo que anhelaba ver,
y me causó profunda impresión. Su cuerpo tan blanco y esas astas que parecían
los huesos de la cadera justo debajo de su cintura. Me acordé de las palabras
del rey Gunter cuando ve a Brunilda en camisa de dormir por primera veza: “Heme
aquí con todo lo que he deseado toda la vida”. Dejó sus ropas en el suelo y
empezó a reírse. Entonces yo me tenté y traté de salir por la ventana hacia
donde él estaba; pero el marco estaba muy alto y me golpeé las espinillas.
Cuando estuve fuera, las ropas de Fido seguían en la tierra pero él ya no
estaba. Alcancé a ver el espectro de su cuerpo blanco en la oscuridad yendo
hacia el bosquecito de acebos. Me quedé entonces a esperarlo allí mismo y un
cuarto de hora después lo llamé a grandes voces, pero él no contestaba. Era una
noche cálida y había luna creciente. Lo busqué un rato por los alrededores y al
fin lo vi alejarse de la casa, muy rápido, desnudo y montado en una de las
ciervas. Iba camino al monte, hacia sus Oscuros. Cuando padre volvió al día
siguiente montó en cólera y acusó a Fido de ingrato. Él lo había tratado como a
un hijo, se quejó amargamente, y así era correspondido ahora por ese indio, ese
loco, ese retrasado mental, ese ladrón que se había llevado a una de sus
hermosas ciervas mansas. Mañana mismo, dijo mi padre, habría que contratar un
peón de algún pago para ayudar en las tareas de la chacra, y costaba mucho
mantener un peón. Todo esto era culpa de ese indio loco de Fido, ese infeliz.
Yo
me quedé a esperarlo toda la primavera y el verano, y luego todo el otoño y el
invierno hasta la primavera siguiente en que cumplí dieciocho años y mi padre
me dejó marchar. Tenía la certeza de que Fido iba a volver; él creció tanto que
el bosquecito de acebos le había quedado pequeño y muy justo. Eso él lo había
aprendido en un libro que yo le regalé y él llevaba siempre consigo. La mayor parte de las cosas que sé las
aprendí leyendo libros; es casi lo único que yo hacía mientras mi madre vivió,
además de bailar danzas clásicas. Pero cuando ella murió vino todo lo demás, la
vida en la chacra y los cerdos y el fracaso del criadero, las ideas locas de mi
padre y las ciervas. Y estuvo el muchacho a quien miré y me miró y por quien
fui casi tocada. Casi tocada; aunque seguía igual de fuerte y de pura que
Brunilda antes de Sigfrido y mi fortaleza y mi virginidad me pesaban tanto que
me hacían débil frente a todo lo demás. La ciudad, anhelaba yo en ese entonces,
me daría todo lo que me faltaba. En la ciudad cifraba yo mis esperanzas.
Fragmento del cuento “Las ciervas” de “Esta no es mi noche”- Bs. As.
Alfaguara 2005
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