Espiral de Saraswati

sábado, 28 de enero de 2012

IRMA VEROLÍN: Textos

                                                                      Dibujo de Escher



                
   Entre los espacios de la tridimensionalidad, ese conjunto de situaciones, hechos y objetos que percibo con mis cinco sentidos  y mi escritura literaria existe un cordón delgado que los vincula y a veces los distancia, lo que con el correr del tiempo no ha dejado de sorprenderme. Tuerzo continuamente lo llamado “real” y así reinvento el mundo.  Como esos matrimonios mal avenidos  no soy fiel a los  acontecimientos, pero me resulta imposible despegarme de ellos. En estos textos desperdigados que no mantienen una línea argumental hay una mujer y hay una casa: una de mis obsesiones, mujeres y casas entrelazadas como si el destino las hubiera creado la una para la otra con una exclusividad agobiante. Literariamente me interesan los espacios, me gusta desvirtuarlos, cambiarle las leyes, como esa casa de mi novela “El puño del tiempo” que comenzó a crecer porque alguien, un personaje tartamudo, dijo la palabra “muerte” en un patio enorme. Como hinduista que soy y estudiante de canto védico creo firmemente que las palabras actúan sobre la materia densa, participan ambas de la misma cualidad,  pertenecen a la misma especie, quizá por eso mis personajes padecen  el hecho de ser un poco prisioneros de los espacios  que a la vez que los cobijan, los oprimen. Los humanos  somos esencialmente seres  pensantes, nuestros pensamientos son palabras en germen, son palabras aún no desplegadas y cuando habitamos un espacio lo cargamos con la liviandad o pesadez de  esas palabras implicadas. No sé si logré transmitir algo de esto en los textos que siguen a continuación. Lo que sí sé es que la fricción entre las palabras y los hechos alimenta mi escritura.
                   
                 
                                   ESCRITOS DE LA CASA NUEVA

          Esta es la historia de una mujer que compró una casa vieja. Una casa para remodelar. Yo soy esa mujer y esta es la casa, la historia y la casa van juntas. Y siempre digo, mientras me canso de trajinar yendo y viniendo con una brocha en mano de una punta a otra de esta decrepitud: Cuando cumpla mis cincuenta años voy a terminar. Lo digo a cada rato para convencerme o para que el tiempo se estire y  perdure, para que el tiempo se haga más grande que la casa, para que el tiempo se ensanche, sólo así  tendré el espacio  y podré mejorar lo que por ahora parece inmejorable.
                 La casa ha sido vieja durante demasiado tiempo, por eso resulta tan difícil procurar que no lo sea más. Las paredes repletas de grietas se burlan de mi buena voluntad, de mi empeño por rejuvenecer y hacer bello lo que es vetusto. Cuando vi por primera vez estas paredes sentí el desafío. Yo, que soy una mujer que comienza a ser vieja, pretendo que al menos lo que me rodea deje de serlo. Es lo único que me alivia y me ayuda a vengarme del castigo de ver mi cuerpo así, tan distinto a lo que era. Aquella primera vez en presencia de la dueña que mostraba en sus ojos el deseo ferviente de que yo fuera la compradora de su casa vieja, vi los techos agujereados por culpa de la lluvia y me dio tanta pena por la casa, tanta pena que decidí comprarla y cerré rápido los ojos y dije “sí”, como si se tratara de un casamiento.
                Compré una casa vieja, una casa que tuviera algo para decirme.
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           Una mañana descubrí que los pinceles que yo tenía para pintar eran más viejos que las paredes. Los miré un largo rato, los toqué, los estudié en silencio. Las paredes tenían una rugosidad que había terminado por contagiar a los pinceles. ¿Qué hacía? ¿Compraba pinceles nuevos o tiraba las paredes abajo?
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        El esplendor de una pared recién pintada es el único esplendor que puedo imaginar por ahora. Pero la pared es como un mapa absurdo con ondulaciones y excavaciones de inusitadas profundidades. El esplendor no está en ninguna parte o mejor dicho, está en el futuro de la pared. Yo trato de ver más allá de este presente cuando miro la pared, imagino mi mano pasando mil veces sobre la superficie rugosa, mil millones de veces. Y mi mano pasando, más el tiempo  que vendrá sumado o acumulado en ese sitio inconcebible donde comúnmente se repliega el tiempo, hacen de la pared ese esplendor, como si yo mirara a través de las capas de aire y allí estuviera el futuro, mi pared en el futuro. Entonces yo seré la más vieja y frente a la suavidad de la pared,  surgirá la rugosidad de mi mano. Tal vez ya  tendré cincuenta años cuando eso ocurra, porque eso debe ocurrir, no hay nada más importante en el desfiladero de los sucesos que ese esplendor de pared que me espera del otro lado del aire.
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             Durante un tiempo, desde aquel día en que compré la casa, estuvieron unos hombres trabajando. Tiraron abajo paredes, levantaron otras y la fisonomía original de la casa cambió, aunque no demasiado. Por la noche yo venía hasta aquí y, a falta de luz eléctrica, entraba tanteando y reconociendo el espacio paso a paso. La oscuridad ocultó para mí la nueva fisonomía de la casa. La oscuridad era más grande que la casa en aquellos días en los que la casa no era de nadie,  o mejor dicho, en aquellos días en los que la casa le pertenecía a la oscuridad y entrar en ella era como entrar en un agujero del alma.
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     Por fin logré subirme al techo. Fue un relámpago, un vértigo que jamás imaginé. El resplandor del sol golpeó contra el  zinc plateado y la luz me pegó en los ojos. Y el mundo quedó boca abajo. Alcancé a apoyar el otro pie y la escalera  dio la impresión de hundirse en un abismo que perforaba el mundo. Caminé temblando, la calle se veía lánguida y colegial y del otro lado un paredón y lejos, más lejos, la iglesia con su campanario. Los árboles. Los árboles. Más techos y nadie, ninguna persona en ningún lado. No bien caminé un poco encontré un pájaro muerto, seco, desplumado, muerto desde quién sabe cuánto tiempo atrás. Habiendo tantos lugares en la ciudad el pájaro tuvo que venir a morirse justo sobre mi techo, seguramente la luz también lo golpeó a él,  el pobre pájaro debió confundir la superficie plateada con un lago. Se veía como una cosa estrellada contra la nada, las alas abiertas y la cabeza hacia un costado. Lo dejé ahí para que continuara secándose.
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       Pinto las paredes con un reglamentario y estropeado equipo: un pantalón decolorado y una camisa a cuadros que una vez fue la camisa de mi cita de amor. Me la compré exclusivamente para ir a esa confitería y decirle al hombre que lo amaba. Los colores de los cuadros eran más vivos que ahora y supongo que elegí la camisa para darme ánimos, la cara del hombre al escuchar mi declaración no fue lo que yo esperaba. El dijo que lo pensaría y lo siguió pensando por lo visto mientras yo seguí usando la camisa año tras año, hace ya tantos. Y la sigo usando ahora que he dejado de pensar en él, ahora que ni siquiera me pregunto si él piensa en mí. De todos modos aquel hombre ya no podrá encontrarme, me he mudado y las paredes oscuras antes de la pincelada apenas contrastan con los colores de los cuadros de la camisa.
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     Cuando estoy arriba, en el último escalón de la escalera, la casa se siente tan profunda que me asusta pensar que yo  vivo metida adentro de semejante profundidad. Me tiro al suelo y me extiendo como una lagartija, me extiendo tanto que creo hundirme más abajo de todo, entonces el arriba y el abajo que son parte de este mundo me llenan de contrariedad y mi cabeza estalla. Mi pobre cabeza hecha de barro, que se convertirá en cenizas, se siente tan cerca de la casa que me dan ganas de llorar.
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       Estaba cansada de subir y bajar las escaleras llevando y trayendo cosas, trayendo y llevando. Entonces cuando debí bajar el colchón y unos cuantos almohadones los tiré desde lo alto y cayeron al fondo del patio, blandos y decisivos. Qué alivio, qué placer. Así comprendí a las mujeres que luego de echar a sus maridos de casa, tiran su ropa por el balcón.
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         Los albañiles me explicaron que existen dos clases de escaleras. Las que dan cara al cielo y las que están encerradas dentro de las casas, bajo un techo que a veces las cobija y otras las aprisiona.  Las escaleras que permanecen a la intemperie tienen los escalones inclinados hacia abajo, con un desnivel para que lluvia se resbale cuando cae, cuando se precipita sobre las ciudades. Las otras, en cambio, están hechas con escalones lisos, rectos, de una horizontalidad endemoniada, porque la lluvia no entra en las casas, se queda sobre los techos y se escurre por canaletas blancas   por fuera y  negras por dentro. Mi escalera, me explicaron también, pertenece al primer tipo. “Vea- me dijo el albañil número uno- Vea qué desnivel.” “Espere a que llueva y observe la languidez que tendrá el agua gracias a ese declive”, agregó el albañil número dos, aunque lo dijo con palabras menos estilizadas. No esperé para ver semejante cosa, sino que teché el patio entero y la escalera entonces pasó a formar parte del segundo grupo, de las cobijadas o aprisionadas, según se mire. Ahora bien, el conflicto es que el declive de los escalones se ha vuelto completamente inútil y ha dado nacimiento a una enorme contrariedad. Las escaleras internas como esta, la mía ahora, son bajadas y subidas en estado de despreocupación por esa creencia que existe de que la casa propia es segura, por lo propia, por lo encerrada. Las escaleras de la intemperie suelen subirse y bajarse con el cuidado de los que saben que están en terreno ajeno. Mis pasos entonces no se corresponden con el declive de esos escalones que dos por tres me empujan hacia el suelo como si yo estuviese hecha de agua. La escalera y mis pasos tienen ahora un severo conflicto de identidad. Así es la vida. Las cosas nunca encajan completamente donde deben encajar, ya que si  fuese de otra manera en vez de mundo estaríamos habitando un paraíso. Lo cierto es que habitamos este crudo mundo con los pies que tenemos y la escalera que nos legaron, la que vino con la casa.  Y no hay más remedio
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            El albañil me dice que no importa, que no se va a notar. Yo miro la cara del albañil y miro a la vez los azulejos  que acabo de conseguir que son de un blanco distinto al de blanco angustiado de las paredes. Me cuesta creerle a este hombre que pierde su vista bonachonamente en esa lejanía de pared, pero él insiste, me explica que con el tiempo todo se va a asimilando porque la compañía contagia y así este blanco blanco se irá volviendo gastado como el de las paredes. ¿Por qué no le creo? ¿Por qué sospecho que quiere terminar cuanto antes el trabajo?  Es que me cuesta creer que el tiempo doblega mi voluntad y hace  de las suyas, ya sea  en las paredes, en los colores o en la piel de mi cara. Le digo entonces al albañil, luego de escaparme furibunda de la inmensidad de mis pensamientos, que proceda a terminar el trabajo, que mezcle esos dos blancos como si jugara con el tiempo y pusiera de una buena vez sobre el tapete la conclusión a la que no quieren llegar mis pensamientos. Veo que el hombre se encorva sobre el balde  lleno de un mejunje gris y  cubre la contratara del azulejo y luego lo apoya sobre la pared ¡Con cuánto desparpajo lo hace! Qué falta de conciencia. El tiempo, subrepticiamente, se ha deslizado por detrás de su espalda y nos desabrigó a los dos. Y aquí estamos y allí está mi pared y el mundo sigue andando.
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                     Cuando llega la noche pienso en los albañiles. Sus manos rugosas, su forma de encorvarse para comer. Toda la espalda cóncava encerrando el bocado de comida y esos ojos de gente de techo ajeno y esa  odiosa forma de hablarme con tono condescendiente cuando les pregunto algo sobre el comportamiento de las  paredes, como si yo fuese una niña a la que hay que explicarle todo y ellos estuvieran cansados de contestar cosas tan simples de entender. Siento celos, ellos y la casa guardan un secreto, un profundo conocimiento del que estoy excluida. Después recuerdo el hueco que sus espaldas forman a la hora de comer y ya no me importa. Creo que tienen un hambre muy grande  y sus bocas  intentan ocultarlo,  del mismo modo en que las paredes esconden ese misterio de materia dura, esa extraña forma de vivir que tienen las casas en su interior.
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 (Estos relatos pertenecen al libro "Una luz que encandila" editado en Formosa en 2009. Premio Ciudad de El Colorado.)

                                   
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