Mi novela "La mujer invisible" surgió primero de un planteo
abstracto: me presenté al Fondo Nacional de las Artes para obtener la beca a la
creación artística y, como en las bases
se requería del esbozo de una temática, propuse escribir una novela sobre la
ciudad y que apareciera su relación con las provincias de nuestro país. Cuando
finalmente obtuve la beca comencé a escribir, pero la vida se interpuso.
Ocurrió que mi padre adoptivo enfermó y pasé gran parte del tiempo de aquellos
meses en hospitales, centros de salud; también visitaba a mi amiga Libertad
Demitrópulos que estaba muy afectada por sus problemas coronarios. Así es que
la ciudad -que es el espacio estelar de este relato- terminó conteniendo espacios interiores que
funcionan también como lugares significativos: el hospital y la clínica
suburbana, micro espacios que tienen un rasgo equivalente al de la ciudad,
caracterizados por su fuerte autonomía.
Tuve
que escribir esta novela en el lapso prefijado
por la entidad que me otorgó la beca, pero el resultado terminó siendo un
contrapunto entre el plan inicial y lo que la vida fue pulsando. Esto ocurrió
en el año 1998. Presenté el proyecto al Fondo de las Artes poco después que mi
padre adoptivo y mi amiga fallecieran. Luego el tiempo se interpuso, como suele
sucederme, la novela obtuvo el primer premio municipal Eduardo Mallea, pero permaneció inédita. Incluso quedó entre las
diez finalistas de un concurso que nunca se expidió. Se mantuvo inédita hasta
que en 2014 fue una de las diez finalistas del concurso Clarín, que por
supuesto no fue escogida. Era hora de publicarla.
La propia escritura se modifica con el
paso de los años, con el ejercicio del oficio, con la mirada y la percepción
del mundo. Mi voz no ha cambiado, aunque tal vez podría afirmar que mi prosa se
ha aligerado con la influencia de la imagen que en las dos últimas décadas nos ha introducido en
redes sociales y en toda clase de plataformas digitales, así como nos dio acceso cotidiano a películas en
nuestra propia casa. La mirada sobre la ciudad de Buenos Aires que predomina en
la novela se me presenta hoy muy marcada por el horror vacui, un sitio que se desborda en sí mismo, una
superpoblación de significaciones, un estímulo continuo para la percepción.
Debo decir que secretamente al escribirla me
propuse desarrollar una trama que se rigiera por el valor de la intriga. La
intriga obviamente está trazada con la aparición de las cartas, me refiero específicamente a que quise que la
estructura del relato fuese edípica, bien circunscripta a una línea argumental
y, por supuesto, me interesó el trabajo sobre el espacio y la incorporación de
ciertos personajes como el de la vecina del departamento “B” que, en realidad, es un arquetipo en mi escritura, ya que aparece de diferentes maneras en otros relatos. La vecina entrometida es mi alter
ego pero es también la representación del mundo, del mundo con mayúsculas
corporizado en lo cotidiano, vale decir obstáculo, desafío, inconveniente,
tensión. Ha sido interesante retomar un
texto escrito hace ya dos décadas, me
permitió visualizar con más nitidez el propio camino de escritura, mi búsqueda
estética. Lo curioso es que en este caso me trajo un recuerdo que había olvidado. Muchos años antes de escribir
esta novela, a principios de los ochenta e incluso creo que a fines de los
setenta, una tarde Beda Docampo Feijóo y yo fuimos al cine a ver una película
rusa. Luego tomamos un café y jugamos a inventar una trama. Con sorpresa recordé
que la trama que tracé en la mesa de aquel bar era muy cercana a la que terminé
plasmando en esta novela. La que desarrolló Beda, que años después se convertiría en cineasta, fue
–no tengo dudas- la de su película “Debajo del mundo”. De modo que el tiempo
que es uno de los temas recurrentes de mis relatos y poemas se cruzó de muchas
maneras en el proceso creativo de esta
novela.
Fragmentos de la obra
"El ruido del ventilador
parece un ronroneo de gato, este ruido sumado al del tránsito se mezcla con el
del viento que da contra las persianas de madera. El viento crece en los pisos
altos de los edificios altos como este: es la respiración del mundo. Y aunque
parezca mentira el mundo y yo estamos más cerca gracias a la distancia que
brinda la mirada panorámica. Desde esta altura puedo ver el bosque, el gran
bosque humano, también puedo distinguir los helicópteros y los aviones, la
transparencia del aire y el silbido que produce el viento al colarse entre
estrecheces y hendiduras. Desde aquí veo brillar los techos relucientes de los
automóviles continuados por el humo gris que borbotea y se aliviana y se
difumina hacia lo alto, hacia donde yo estoy mirando este mundo que aquí arriba
respira. El cordón de la calle donde titila un poco el sol, las lengüetas de
los toldos coloridos haciendo plaf plaf plaf, el resbalón de luz en los
cristales de las ventanas. Y las altísimas antenas de televisión, frágiles, elegantes,
plateadas sobre ese fondo que no termina nunca y que surge de repente cuando
inclino la cabeza hacia atrás para que todo se desvanezca, para que se incendie
el bosque del mundo."
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“El sol da de plomo sobre las cosas de esta ciudad.
Reverbera sobre las azoteas cubiertas de láminas plateadas, sobre el filo
brilloso de las antenas de televisión, sobre las marquesinas de colores
apagados, sobre el níquel de las manijas de los automóviles. Brilla el mundo
ahora y se destiñe mientras avanzo con mi bicicleta. Atravieso el cono de luz
que me corresponde y voy en dirección opuesta a la rotación de la tierra. Mi
cabeza da vueltas, está confundida. Desde el pavimento una ondulación de
vibraciones ardientes va subiendo por
mis piernas. El humo de los colectivos me envuelve y sigue oscilando alrededor
de mí. La rectangularidad de las manzanas
queda atrás y está siempre adelante. Los postes de luz fueron dibujando una simetría que me
adormece. Los que caminan por las veredas en dirección opuesta entran de pronto
en un punto iridiscente dentro de mi ojo y desaparecen. El sol no tiene forma,
no es redondo ni cubre la totalidad de este universo de manzanas cuadradas.
Hacia arriba las ventanas abiertas, telas de cortinas que ondean, aire, la
ilusión de frescura, la tersa superficie de un vidrio que fulgura. Cristales
rotos, balcones de tensas dentaduras y alguna carita que se asoma, que espía
algo que se deja espiar entre las copas de los árboles y los inmensos
cartelones con mujeres procaces, sonrientes, a medio vestir. Yo me deslizo
sobre la suavidad defectuosa de este cono de luz. Mis piernas rotan sobre un
eje de metal. Mis ojos están fijos, envuelven a la ciudad y la ciudad los
envuelve y el aire nos envuelve a todos haciendo estallar el corazón. De
repente, allí adelante, en la calle, creo ver que titila el agua de un mar.
Entre el mar y los recortes de cielo, infinidad de cuadrados luminosos y letras
y dibujos en tamaños descomunales. Este gusto por la enormidad me desconsuela,
también me llena de ternura. La ciudad ha sido hecha para esas mujeres que
deben temblar de frío durante las noches de invierno, esas que fueron
estampadas en los cartelones y sonríen. La ciudad es para ellas, no para
nosotros que atravesamos este mar y nos dejamos deslizar sobre ruedas o
entramos inesperadamente en un punto del ojo que mira. Las sirenas de las
ambulancias quiebran ese ruido de fondo que se parece a la respiración de un
gran animal. Pero las sirenas pasan, se hunden allá adelante y dejan de
hacerse oír. Giro hacia la derecha,
pedaleo con fuerza. Entonces, surgen
los árboles, están clavados en la tierra
e imagino que se encuentran allí desde antes que naciera la ciudad. A un
costado de los árboles, tiendo mi bicicleta. Me dejo caer y pienso en el
recorrido que hice como en una travesía extraña que me cansa las piernas y hace
dar vueltas mi cabeza.”
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“Revolviendo
entre objetos guardados y papeles viejos encontré otras fotos en las que
aparecían rostros de los que no tenía la menor idea de quiénes eran. Colegas,
gente del trabajo, ocasionales compañeros de excursiones o viajes cortos, vaya
una a saber. También encontré agendas de años anteriores donde nombres ignorados,
números de teléfono y direcciones desconocidas me estrujaron el cerebro. ¿Tan
fácil resultaba olvidar? Vidas enteras se habían cruzado con la mía sin dejar
huella. ¿La mía entonces había pasado al ras sobre la línea de otras vidas con la
misma intrascendencia? Mi abuelo, mucho después de haber abandonado su pueblito
fronterizo con la vaca y la nieve en Italia, mucho después incluso de haber
sumado su grano de arena de inmigrante trabajador para que las ciudades continuaran creciendo, hubiera
dicho que cosas como éstas sólo ocurren en las grandes ciudades. Pensé que mi
abuelo y yo y todos nosotros le habíamos dado de comer a la ciudad como si
alimentáramos un monstruo que, no bien hubiese crecido lo suficiente, iba a
devorarnos con la sencilla estratagema de hacernos desaparecer. Ahora, sin
embargo, todos se habían ido, el verano los había echado fuera del
cuadrilátero, la ciudad se había transformado en una construcción descomunal que,
por más que aumentara mi altura trepándome a una bicicleta, me empequeñecía y
me empequeñecía sin cesar.
Pero en la ciudad siempre había habido gente
por todas partes. Dónde estaba esa gente ahora. Sin duda se habían ido los
habitantes acaudalados a las playas o al otro lado del mar, ¿y al irse habían
arrastrado a un contingente de hambrientos y zaparrastrosos? Miraba y miraba y
la gente sólo surgía en mi memoria, diluyéndose en una lejanía que se mezclaba
con las películas de Hollywood o los documentales de la televisión. Tomé la
bicicleta, me alejé de mi barrio. A medida que pedaleaba tuve la sensación de
ir zambulléndome en un tiempo que se desmoronaba hacia atrás. En un espacio
ubicado entre la ciudad y mi memoria comenzó a presentarse la gente, la misma
gente que ha estado respirando siempre allí, a un paso, delante de los ojos de
cualquiera. Gente sola que camina por la calle meneando las manos al viento,
gente que vende cosas, innumerable variedad de cosas que se guardan en las
alacenas de la cocina o en cajones profundos que jamás se abren, gente que
grita, gente que pide que la escuchen, gente que busca con los ojos lo que tal
vez no exista en ninguna parte, gente que quiere que pensemos en Dios o en el
SIDA, gente que alza sus brazos en un colectivo o en una esquina para mostrar
las recetas de los medicamentos que no puede comprar, gente que empuja a sus
hijos hacia el filo de las alcantarillas, gente que trabaja, gente que reza en
la entrada de los bancos, gente con hongos en los pies y cayos en el alma, gente
que tiene hambre, gente borracha o drogada que duerme bajo los puentes o en un
banco de plaza, gente que camina, que piensa en voz alta, gente que espera que
otra gente le mejore la vida, gente sentada delante de sus casas en una sillita
baja, gente desvanecida por dentro y acicalada por fuera, gente que anda en
coche, gente que mira y mira, gente que aprieta ansiosa los botones de su
teléfono celular, gente que corre en zapatillas blancas entre la marejada de
coches y el cordón de la vereda, gente que llora, gente que grita, gente que
pasa desapercibida, gente que viaja en subte, gente que habla sola en mitad de
la calle, gente que se enamora, gente que compra billetes de lotería, gente
gorda cubierta de trapos negros, gente que rumorea valecitos o silba tangos o
chacareras o chamamés, gente que va de un lado a otro, gente que cree que
mañana llegará el Armagedón, gente que va al supermercado con una bolsa de nylon,
gente que se suicida, un tráfico de gente sobre el deslizante panorama de la
ciudad que recuerdo, que imagino, que transito mientras hago equilibrio pedaleando
para que giren las ruedas de mi bicicleta.”
La mujer invisible. Ediciones Moglia, Corrientes 2018
http://vivilibros.com/lanzamiento-mujer-invisible-irma-verolin/
Me ENCANTO,se me pianto un lagrimon,pensando en mis viejos tanos inmigrantes como tu abuelo,Mañana llegara el Amargedon????
ResponderEliminarGracias, Stella.
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