Escribí estos textos cuando cuidaba a mi abuela en un tiempo largo en el que la literatura y yo estuvimos distanciadas, aún así no pude dejar de escribir. Estando con mi abuela encerrada en un departamento y lejos de mi computadora, llené hojas numeradas de esas que se encarpetan y tienen un margen azul levísimo del lado izquierdo. Después, al armar un libro de cuentos, formaron parte de la última sección titulada: "Diario de la muerte de mi abuela". Transcribo algunos fragmentos:
1.
Mi abuela se ha convertido en un pájaro. Esto sucedió hace un instante. Aunque supongo que todo empezó antes, poco a poco, disimuladamente en un sitio oculto de ella misma. Lo cierto es que una tarde me encontré llamándola “pajarita” y así la empecé a llamarla desde entonces. El nuevo nombre le queda perfecto, ha adelgazado, su nariz luce más afilada, sus ojos transparentes y ese aire continuo de estar lista para desprenderse de la tierra de un instante a otro.
Mi abuela se ha convertido en un pájaro. Esto sucedió hace un instante. Aunque supongo que todo empezó antes, poco a poco, disimuladamente en un sitio oculto de ella misma. Lo cierto es que una tarde me encontré llamándola “pajarita” y así la empecé a llamarla desde entonces. El nuevo nombre le queda perfecto, ha adelgazado, su nariz luce más afilada, sus ojos transparentes y ese aire continuo de estar lista para desprenderse de la tierra de un instante a otro.
Sé que
detrás del nombre “pajarita” está la idea de la muerte y que entre mi abuela y
yo sólo existe la idea de la muerte y más aún, que siempre, desde el principio
es lo único que había existido entre ella y yo: la idea de la muerte.
Haberle encontrado un nuevo nombre a mi abuela significaba tan sólo que de una buena vez he logrado que las cosas estén por fin en su sitio.
Haberle encontrado un nuevo nombre a mi abuela significaba tan sólo que de una buena vez he logrado que las cosas estén por fin en su sitio.
5.
La voz de mi abuela suena triunfante en el teléfono. Me dice que salió sola. Me preocupo, le hago preguntas, le doy recomendaciones para el futuro. Sospecho que se animó a llegar hasta el supermercado ayudado por el sostén del changuito. Pero no bien se desarrolla la conversación me entero de que la gran salida de mi abuela fue sólo hasta el palier para dejar la bolsa de basura. Evidentemente sus expectativas y acciones temerarias se han empobrecido. Pienso que se parece a las niñas que empiezan a caminar. Se les festeja los primeros pasos, su iniciación en el mundo. En el caso de mi abuela me siento impulsada a festejarle sus últimos pasos. Así que en vez de haberse convertido en pájara es ahora una niñita, pero una niñita al revés, una niñita sin futuro. La vida da la impresión de plegarse para terminar siendo un acordeón retorcido. Todo retorna aunque de un modo deformado. Mi abuela aún camina y al hacerlo con cierta torpeza intenta de alguna manera recordar sus primeros pasos. Su mente cree recordar, pero su cuerpo no. Está contenta porque ella sola dio vuelta la llave y salió del departamento. Claro que igual a esos pájaros que fueron enjaulados mucho tiempo, pronto vuelve a su jaula por voluntad propia.
La voz de mi abuela suena triunfante en el teléfono. Me dice que salió sola. Me preocupo, le hago preguntas, le doy recomendaciones para el futuro. Sospecho que se animó a llegar hasta el supermercado ayudado por el sostén del changuito. Pero no bien se desarrolla la conversación me entero de que la gran salida de mi abuela fue sólo hasta el palier para dejar la bolsa de basura. Evidentemente sus expectativas y acciones temerarias se han empobrecido. Pienso que se parece a las niñas que empiezan a caminar. Se les festeja los primeros pasos, su iniciación en el mundo. En el caso de mi abuela me siento impulsada a festejarle sus últimos pasos. Así que en vez de haberse convertido en pájara es ahora una niñita, pero una niñita al revés, una niñita sin futuro. La vida da la impresión de plegarse para terminar siendo un acordeón retorcido. Todo retorna aunque de un modo deformado. Mi abuela aún camina y al hacerlo con cierta torpeza intenta de alguna manera recordar sus primeros pasos. Su mente cree recordar, pero su cuerpo no. Está contenta porque ella sola dio vuelta la llave y salió del departamento. Claro que igual a esos pájaros que fueron enjaulados mucho tiempo, pronto vuelve a su jaula por voluntad propia.
6.
Mi
abuela y yo hablamos de la desnudez. Nos hemos sentado, como siempre, cada una
en el extremo de una mesa que no es rectangular ni redonda, una mesa alargada
con un semicírculo que da hacia el norte y otro hacia el sur.
Hablamos de la desnudez así, de un modo descarnado, como bien podríamos estar
hablando de la muerte, lo que, desde ya, hemos hecho hasta
cansarnos, pero no hoy. Hoy, por lo visto, le toca el turno a la desnudez. El
tema apareció recortado entre un montón de palabras que mi abuela lanzó al
azar igual que se echa un conjunto de piedras que en
el ínterin se convierte en una bandada de pájaros. Lo que muerte y
desnudez tienen en común es el cuerpo. Desnudez: percance o contrariedad que el
cuerpo suele sufrir de una manera más reiterativa aunque no menos casual que el
de la muerte. Mi abuela se ha puesto solemne y dice:
- Desnuda, lo que se dice desnuda, tu abuelo no me vio nunca.
Cuesta
creerlo, pero yo sé que es la purísima verdad. Lo cierto es que a
esa frase la escuché desde que era chica hasta el cansancio. Mi abuela la ha
repetido para patentizar su honorabilidad, aunque también
podría considerarse una muestra de su capacidad huidiza, prestidigitadora de la
luz y de los múltiples escabullimientos de su persona. No cualquiera
logra que al cabo de setenta y pico de años un hombre no la sorprenda en algún
minúsculo e impertinente momento en ese estado en que la gente llega
inevitablemente al mundo. Pues bien. A ella no. Claro que mi abuelo
no está vivo para confirmarlo. Porque, pensándolo bien, ¿no podría
mi abuelo haberla visto en su desnudez sin que ella lo supiera? Bueno, eso ya
no importa, lo que importa es que mi abuela está situada en el extremo opuesto
de esta mesa que no es redonda ni cuadrada hablando de la desnudez del cuerpo
o, quién sabe, tal vez hablando solo del cuerpo sin el adorno o el cultural
encubrimiento de la ropa. Es posible que a estas alturas mi abuela lamente
haber consagrado su vida entera a mi abuelo o, lo que es peor, que mi abuelo se
hubiese adueñado de ella de pies a cabeza, de adentro y de afuera, así que su
único desquite fue privarlo de su desnudez.
Y
parece no importar que en playas, en la televisión, en las revistas o en
Internet las mujeres se floreen desnudas, mi abuela ha sacado el tema como si
lo extrajese de una galera sin fondo. Le da el mismo tratamiento que al tema de
la muerte, enfatiza las frases con la misma apretada circunspección. Me muerdo
para no decirle nada, empezando con la elección del tema en sí. Ella da su
elocución. Dice lo que ya le he escuchado decir desde
hace cincuenta años y entonces me siento fuera de lugar en el
extremo de esta mesa. Se está hablando de lo que únicamente puede ser visto y
no narrado, se intenta ponerle un corsé a la vida y, en el forcejeo, las
palabras nacen intrincadas, tristes, venidas a menos. ¿Qué estoy haciendo aquí?
¿De qué estamos hablando? La desnudez del cuerpo no es ni buena ni
mala, no es un atributo humano, ni siquiera es un incidente sino un estado
natural que la ropa encubre. Es como si dobláramos nuestros pensamientos e
intentáramos penetrar en la dobladura. Y no se trata de que mi
abuela esté sufriendo alguna clase de demencia senil, su enfoque
ante las cosas ha sido siempre el mismo, darlo vuelto todo, hacer tumba carnero
con los asuntos para sacarles el jugo y luego quedarse con nada.
“Nada”, dije, mientras mi abuela continuaba echando palabras al aire y
gesticulando. Mi cabeza, mis pensamientos, el andamiaje de mi cultura y hasta
mi memoria celular se apoyaban en ese despropósito, hablar de lo que fue puesto
cabeza abajo y luego presentarlo con el aspecto más natural. Hablar
de la muerte convirtiéndola en vida, hablar de lo malo presentado como bueno.
Hablar, hablar, hablar, inventar al mundo de nuevo cerrando los ojos. No es un
mecanismo del absurdo sino un gesto de impecabilidad que aplasta a garrotazos
el aspecto inconmovible de lo real. Entre lo percibido y lo que mi
abuela afirmaba ha existido un abismo y yo tuve que situarme
en medio de ese abismo.
Desde
este lado de la mesa, le digo a mi abuela que estoy cansada, que me voy. Ella
saca a relucir esos ojos de anciana que no quiere quedarse
sola. Pienso que no se anima a implorarme que me quede y no porque
añore mi compañía sino porque mi persona le brinda la excusa de hablar. Lo que
mi abuela necesita es sentirse acompañada por el sonido de su propia voz, por
el sentido peculiar de sus palabras que reinventan el mundo a cada rato. La
fuerza de lo real es tan potente que ella sabe que es preciso que la
contrariedad de sus palabras continúe y continúe contrarrestando lo que sus
ojos ven. La desnudez de un cuerpo es eso que de repente avasalla cuando la luz
se entromete entre nuestros ojos y el panorama que nos rodea. Mi
abuela, ahora lo sé, quiere hablar de lo que se ve y lo que no se
ve. Quiere que yo siga viendo a través de sus ojos y eso, además de
imposible, sería sencillamente insoportable.
7.
Desnudeces.
Mi abuela y yo seguimos hablando de desnudeces. Sucedió en la tarde de ayer. En
la televisión unas cuantas coristas y unos strippers se
contorsionaban. Algunas llevaban los senos al aire y en los hombres se
adivinaba el bulto exagerado de su miembro. Pero mi abuela quería hablar de su
desnudez que, según sus propias palabras, ha sido un acontecimiento
imposible. Su desnudez: una victoria frente a su virginidad perdida.
La defendió a rajatabla para acrecentar el misterio femenino hasta llegar a
extremos absurdos ante un médico joven y aburrido de ver pubis y tetas de
viejas. Y ahora la palabra desnudez sonaba tan
exquisita en su boca con dientes postizos. Parecía que hablaba de
otra clase de desnudez, porque la desnudez del cuerpo no puede en tiempos como
los que corren ser motivo de tantas extravagancias, cuidados
y recriminaciones. Desde el primer capítulo de la
Biblia , la desnudez es un acontecimiento
aterrador aunque esté inmerso en el Paraíso, tanto es así que hubo que
disimularla con el agregado de una hoja de parra. Mi abuela me hace reflexionar
sobre el acontecimiento de pronunciar una palabra con semejante alcurnia. Ella
dice “desnuda” y yo pienso en mi madre muerta, en la muñeca aquella a la que le
comí los dedos, en los desaparecidos de la dictadura militar, en un cuerpo
sorprendido que flota o huye en un sueño, en Marilyn Monroe llamando por
teléfono con un frasco lleno de píldoras en la mano, en una muchacha
que da a luz sobre piedras mojadas o en un colchón de hojas secas, en una
estatua de mármol con el brazo perdido sumergida en un mar muy lejos de la
orilla. Desnuda es la palabra que dice “desnuda” y ninguna otra cosa más.
Desnuda, la
Tierra entera
después del estallido de la bomba atómica. Cuando mi abuela volvió a
decir “desnuda” mi corazón se convulsionó y, de golpe, la desnudez surgió para
mí en un penoso intento de borrar la línea que separa el
adentro del afuera. Deslavar la memoria del trajinar de los tiempos, quitarse
lo que envejece más rápido que esos músculos y esas untuosidades. Romper el
pacto que hicimos al entrar en el mundo, ir hacia atrás sin perder
completamente las nociones, dejarse arrastrar por el movimiento inverso de las
galaxias. Correr, correr. Correr desesperadamente, alguien detrás, algo
adelante y el aire a los costados para que los brazos, también desnudos, ayuden
a batir ese aire siempre nuevo. Alas, los brazos desnudos. Desnuda yo con cinco
años en verano entre las sábanas y mis padres en la habitación de al lado. Aire
suelto, pensamientos deshilvanados. Desnuda: en el mundo todo fue acomodado
para nacer y morir, antes y después la vida de cada día y sus rudimentos.
Desnuda: una mano sobre la transparencia de lo que hoy está sobre la faz de lo
que es y que mañana no será nada. Nada la desnudez y todo brilla del
otro lado de los asuntos. El cuerpo desnudo invita al alma a aparecer también
desnuda, porque cuando una ya no tiene nada que sacarse, todo entra
en un orden desprolijo y verdadero. Mi abuela dijo “desnuda” y me dio pena que
esa palabra se tambaleara entre su paladar y por los resquicios de su dentadura
postiza que navega un poco hacia aquí y otro poco hacia allá, sobre
el vaivén de las conversaciones y del masticar esforzado. Entonces toda la
desnudez del mundo se cayó en su boca y se precipitó hacia adentro y fue
deglutida para pulverizarse sin pena ni gloria; y el silencio fue de plomo y
golpeó en la boca de mi estómago. Todo se detuvo y mi abuela me miró
con rencor o yo creí que así me miraba. La conversación estaba deshecha y
aparecieron los achaques, el dolor de reuma, la presión arterial. La desnudez
había calado hondo y traspasado la superficie de un cuerpo ahora devastado. La
desnudez, de tan honda que ha sido desde el principio, terminó husmeando en las
interioridades. Y allí estábamos las dos, a medio camino entre el adentro y el
afuera. Una anécdota nos rescató. Fue la del hombre araña, que siguiendo las presunciones
de mi abuela, podía aparecerse en cualquier momento, entrar por la ventana y
violarla a ella, como violó a esa mujer que vivía sola en un barrio de esta
ciudad tan parecido al suyo, según dicen en el diario y en el
noticiero de la televisión.
-Abuela,
eso no es tan fácil.
-Ah,
decís eso porque no se trata de vos...
-Pero
el hombre araña no va a venir justo acá.
-¡Claro!-
se ofuscó mi abuela- decilo así, total a vos no te pasa.
Para
calmar los ánimos hice un chiste:
-Bueno,
entonces, estate preparada y no duermas desnuda.
No
bien terminé de decir la frase me arrepentí. Ella, como era de esperarse, dijo
muy explicativa y con bastante terquedad:
-Ya
te dije que yo jamás estoy desnuda. ¿O acaso de qué hemos estado
hablando?
9.
Llamo a mi abuela. He discado con la rapidez de costumbre, mis dedos conocen de memoria ese número esencial. Y el sonido comienza y se extiende horizontalmente desde mi oreja que lo recibe hasta un infinito que se prolonga en dirección al futuro. Mi abuela no contesta, su voz no interrumpe ese fluir ahora intolerable y yo sigo con el brazo curvado sosteniendo el aparato telefónico. Sé que este sonido, aunque se extiende hacia delante, no tiene porvenir. Imagino a mi abuela sin el audífono en su oreja, caminando entre los muebles y flexionando sus piernas. Imagino que recuerdo el color de las cortinas y la penumbra cambiando la fisonomía de su casa. Imagino los ruidos, siempre esos ruidos entrando por la ventana y el sonido del teléfono me agobia, me agobia tanto que quisiera morirme o que se muriera mi abuela o que se descompusieran todos los teléfonos para no tener que oír esta sirena eterna que me demuestra que del otro lado no hay nadie. Que no hubo ni habrá nadie.
En mi imaginación los teléfonos siempre serán negros. Negros, opacos, detestables. Y siempre del otro lado del teléfono hay una mujer vieja a la que llamo abuela, que nunca me contesta.
Llamo a mi abuela. He discado con la rapidez de costumbre, mis dedos conocen de memoria ese número esencial. Y el sonido comienza y se extiende horizontalmente desde mi oreja que lo recibe hasta un infinito que se prolonga en dirección al futuro. Mi abuela no contesta, su voz no interrumpe ese fluir ahora intolerable y yo sigo con el brazo curvado sosteniendo el aparato telefónico. Sé que este sonido, aunque se extiende hacia delante, no tiene porvenir. Imagino a mi abuela sin el audífono en su oreja, caminando entre los muebles y flexionando sus piernas. Imagino que recuerdo el color de las cortinas y la penumbra cambiando la fisonomía de su casa. Imagino los ruidos, siempre esos ruidos entrando por la ventana y el sonido del teléfono me agobia, me agobia tanto que quisiera morirme o que se muriera mi abuela o que se descompusieran todos los teléfonos para no tener que oír esta sirena eterna que me demuestra que del otro lado no hay nadie. Que no hubo ni habrá nadie.
En mi imaginación los teléfonos siempre serán negros. Negros, opacos, detestables. Y siempre del otro lado del teléfono hay una mujer vieja a la que llamo abuela, que nunca me contesta.
22.
Afilar la memoria como si se le sacara punta a un lápiz, día tras día, noche tras noche. A fuerza de no contar con otra cosa, de acercarse a la muerte sin demasiado cuidado, es preciso avivar lo acontecido. Eso hace mi abuela. Y usa no sólo su cabeza sino su voz, su voz de pajarita en un departamento de Villa Crespo. Le gusta escucharse a sí misma repitiendo lo que ya sabemos, lo que ella misma repitió ayer y anteayer y la semana pasada. Necesita convencerse de que tuvo una vida. Dice la palabra “yo” y eso la regocija. ¿Hay alguien detrás de la palabra “yo”? Mi abuela golpea y golpea una con sus palabras para ver si la puerta se abre. La puerta queda entornada y del otro lado circula el viento, el mismo viento que teje las palabras. Sólo palabras. ¿Es eso la vida? ¿Estamos hechas de viento y no de tierra y agua como dicela
Biblia?. Y el
fuego está lejos, muy lejos, está en el sol que ya no se puede mirar, porque
lastima los ojos. Lejos viento y sol, tierra y agua dentro de un libro y luego
esto, la vida misma, hecha y deshecha, nada entre las manos, palabras.
Afilar la memoria como si se le sacara punta a un lápiz, día tras día, noche tras noche. A fuerza de no contar con otra cosa, de acercarse a la muerte sin demasiado cuidado, es preciso avivar lo acontecido. Eso hace mi abuela. Y usa no sólo su cabeza sino su voz, su voz de pajarita en un departamento de Villa Crespo. Le gusta escucharse a sí misma repitiendo lo que ya sabemos, lo que ella misma repitió ayer y anteayer y la semana pasada. Necesita convencerse de que tuvo una vida. Dice la palabra “yo” y eso la regocija. ¿Hay alguien detrás de la palabra “yo”? Mi abuela golpea y golpea una con sus palabras para ver si la puerta se abre. La puerta queda entornada y del otro lado circula el viento, el mismo viento que teje las palabras. Sólo palabras. ¿Es eso la vida? ¿Estamos hechas de viento y no de tierra y agua como dice
33.
Dejo en mi casa a mis dos gatos solos para ir a cuidar a mi abuela. Uno de los gatos está continuamente lastimado. Se pelean entre ellos y el pobre pierde siempre la partida. Mi abuela también está lastimada; no bien llego se levanta el camisón y me muestra. Debajo de uno de sus senos tiene una gruesa línea roja. Le coloco con suavidad la pomada y ella me mira. Me mira y me dice:
-¿Viste? Tengo dos tetas distintas. Una más chica que la otra. Es por culpa de tu abuelo. Se ve que le quedaba más cómodo sobarme ésta. Y se me achicó de tanto ser sobada.
Mi abuelo murió hace muchos años y es raro que ella vuelva con un relato así. Lo que abuela no quiere decir es que bajo su seno se acurrucan sus hijos muertos.
Ahora se baja el camisón.
-¿Te duele?- le pregunto.
Me contesta que no. Que no. Y apaga la luz.
Dejo en mi casa a mis dos gatos solos para ir a cuidar a mi abuela. Uno de los gatos está continuamente lastimado. Se pelean entre ellos y el pobre pierde siempre la partida. Mi abuela también está lastimada; no bien llego se levanta el camisón y me muestra. Debajo de uno de sus senos tiene una gruesa línea roja. Le coloco con suavidad la pomada y ella me mira. Me mira y me dice:
-¿Viste? Tengo dos tetas distintas. Una más chica que la otra. Es por culpa de tu abuelo. Se ve que le quedaba más cómodo sobarme ésta. Y se me achicó de tanto ser sobada.
Mi abuelo murió hace muchos años y es raro que ella vuelva con un relato así. Lo que abuela no quiere decir es que bajo su seno se acurrucan sus hijos muertos.
Ahora se baja el camisón.
-¿Te duele?- le pregunto.
Me contesta que no. Que no. Y apaga la luz.
Fragmentos del
libro "Una luz que encandila" -2009
Fotos de Anna Atkins
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