La narrativa de Paolantonio se
caracteriza por la presencia de un narrador ubicado en un lugar bastante
particular debido que proyecta hacia los personajes una mirada que fluctúa entre la fina ironía y la compasión, pero ambas son
difusas, casi en estado de disolución. En este
estilo narrativo resulta ineludible rastrear las marcas de la oralidad
pero no de una oralidad pura sino atravesada por el preciosismo del lenguaje.
En sus obras teatrales Paolantonio desgranó esa voz desnuda de los personajes, con todos sus
matices. Resulta difícil pensar esta narrativa sin el sostén de las muchas
obras de teatro escritas y representadas del autor. En Paolantonio hay un cruce
entre lo popular y lo culto que encuentra
en el relato su punto justo, en un equilibrio inconstante, un
claroscuro, ironía y lirismo, crítica y humor, cierta melancolía y un vigor a
veces punzante. Y sin embargo los textos
dejan traslucir una suerte de luminosidad, resultado quizá de la ubicación de
ese narrador cercano a la situación y a los personajes y al aporte del manejo
de la imagen que sin duda proviene del prolongado ejercicio
del oficio de poeta. En el relato que sigue a continuación se perciben economía
de recursos y síntesis. Detrás de cada frase hay una historia que evoca todo un
entorno cultural, social e histórico.
Noventa y siete almohadones
Taira mira ya sin ver el retrato de
Toshimitsu. Lo conoce de memoria. Ve más bien cómo se marchitó el ramito de
tréboles frescos junto a la enorme mandarina. Los puso anoche con la tercera ofrenda
del día cuarenta y ocho, pero ya se ven mustios. Han perdido la frescura como
la perdió su marido, de un día para el otro, casi siete semanas atrás.
La mujercita de rostro lavado deja altar
y ofrendas y se dirige hasta su cocina. Es una mañana superlativa. La espera un
enorme bollo de pasta de arroz con el que tiene que armar cuarenta y nueve
pasteles. Cuarenta y ocho por cada hueso y uno más grande por su cabeza. Aunque
el finado no la tenía ni grande ni brillante. Cada mochi será producto de su destreza. Años cocinando para un marido
que nunca olía del todo bien pero exigía en cambio los perfumes y colores y
sabores exactos de una gastronomía nacida en alguna isla mayor del viejo reino
de Ryukyu.
Toshi, hijo menor del clan Oniduka,
tuvo que dejar su pueblo tras los
estragos de la guerra y la prepotencia violadora de los marines. Con veinte años y en un
caserío sin futuro a la vista, lo mejor era subirse a un barco y poner
toda la distancia posible entre esas parvas de muertos enterrados en zanjones y
una tierra nueva que ofrecía paz y trabajo a quienes quisieran habitarla.
Taira, hija única de los Matsu, tenía su
misma edad e iba en el mismo barco. Su viaje la pondría a salvo de violaciones
consentidas a cambio de una barra de chocolate amargo.
El joven Oniduka, a diferencia de sus
paisanos okinawenses, tuvo siempre rechazo por la costumbre tradicional que los
hacía reunirse y consultarse todo el tiempo, como si aún fuesen habitantes del
archipiélago. Su relación con Taira estaba hecha de silencios prolongados y
siestas interminables donde el sexo era diario en un hecho sudado y con
quejidos. Taira se dejaba hacer. Cada vez que la penetraba y gruñía, ella
pensaba en qué flores silvestres podría esta vez conseguir en los jardines del
parque público para sazonar su delicada mermelada.
El hijo de los Oniduka no quería hijos.
Puntualmente, con un gruñido final, dejaba su semen sobre el vientre de la hija
de Matsu.
Taira, que siempre había dormido frente al aire del Mar de la China , gradualmente comenzó
a reconocer cada aroma tóxico exhalado por solventes y pastas quitamanchas. White Spirit, se limitó a contestar
Toshi cuando ella, a la hora de la cena, preguntó por el nuevo e inconfundible
olor apestoso que ya había comenzado a impregnarlo todo. El hombre, con oficio aprendido
de un pariente de su madre, parecía no percibir cómo sus poros ya eran presa de
esas nubes de vapor, palancas y válvulas de todo aquel proceso que significaba
lavar a seco y tener una buena clientela. Guardaba las ganancias en un cofre de
laca al que Taira accedía libremente aunque dando debida cuenta de cada centavo
gastado.
Cada año, cuando el Día de las Niñas, Taira
iba a la fiesta donde comer brotes de bambú simboliza la fortaleza de las mujeres
en desarrollo. No tenía una hija, pero llevaba a su muñeca. Cada año, cuando el
Día de los Varones, Taira iba sin su marido pero llevaba en cambio a su muñeco
samurái. Para ambas festividades la mujer del tintorero portaba su propia
versión de sushi y un besugo que marinaba tres días: ambas preparaciones tenían
fama de premiar el gusto y alargar la buena vida. Los participantes festejaban
la calidad de los manjares que Taira compartía. Toshi jamás salía de su entorno
inmediato. Y solo conocía la visita de
sus proveedores y la sonrisa complacida de sus clientes del barrio.
Trascurrieron dos décadas. La serena
belleza de la mujer de Oniduka se convirtió en un dibujo borroso donde los ojos
rasgados y el pelo recogido por una traba de madreperla eran los únicos
detalles a divisar. El resto se había ido con los diluyentes y los tambores de
las centrífugas del tintorero. Cuando no
cocinaba, Taira hacía largas caminatas para conseguir los productos más frescos
y de las ferias más alejadas. Y cada tarde, luego de la insoslayable siesta a
la que su marido la obligaba, se dedicaba a su tejido de telar. Todas las
mujeres de su pueblo habían aprendido a hacer bashofu. En cientos de tardes, concentrada en una sola forma y
trama, llegó a tejer noventa y siete almohadones, el número impar más acertado para
alcanzar la felicidad y la paz. Una vez que los terminaba, no los regalaba
–como sí lo hacía con su dulce de flores o sus pescados escabechados-, simplemente los apilaba en un cuarto desprovisto
de muebles.
Un cadáver se descompone en cuarenta y nueve días, según la creencia del
reino de Ryukyu. Hasta entonces, el alma del muerto no finaliza su estadía en
esta tierra. Taira hubiese necesitado que alguien iniciado condujese el ritual
de despedida. Pero dadas las circunstancias, no tenía caso. El muerto no
contaría con un funebrero en trance a quien transmitir su último deseo. Taira,
acompañada por sus muñecos, era la única encargada de que el espíritu
descarnado de Toshi partiese al otro mundo ya para siempre.
La mujer verificó que sus pasteles de
arroz, los cuarenta y ocho pequeños y el mayor, estuvieran armoniosamente
distribuidos en derredor del tanque de la tintorería. Estaba segura que, siguiendo
al pie de la letra la costumbre de su pueblo y religión, a los cuarenta y nueve
días exactos, la carne de su marido ya se habría separado de sus huesos, allí
en el tanque de White Spirit hasta donde
lo había llevado a rastras y luego arrojado. Antes había sonreído para sí misma
mientras él degustaba sin delicadeza y hasta con hipo la exquisitez del besugo
envenenado.
Más tarde quemaría la ropa
inservible, las sandalias de caucho con las que él pedaleaba frente a la máquina
de planchar, la tablilla en la que llevaba sus cálculos, la última y única
ofrenda del día cuarenta y nueve: los pasteles y los manojitos de trébol
fresco. También el local completo con toda su parafernalia. Quedaría sellada
así la definitiva partida del alma de Oniduka Toshimitsu hacia el otro mundo.
Eso sí, Taira se llevaría consigo el cofre de laca y los noventa y siete
almohadones.
Jorge Paolantonio es un escritor nacido en
Catamarca que ha publicado volúmenes de poemas, obras de teatro, novelas y
cuentos. Sus obras teatralas han sido representadas en distintos espacios. Es además
traductor y profesor licenciado en lengua Inglesa por la
Escuela Superior de Lenguas de la Universidad Nacional
de Córdoba. Posgrado en literatura contemporánea, Stockwell College, Kent.
Cursó doctorado en Lenguas Modernas, Universidad del Salvador. Docente
universitario [1972-2008]. También ha
realizado la crítica teatral.
Su obra ha sido parcialmente traducida al inglés,
al catalán, al francés y al italiano.
Publicó en poesía: Clave [1973]; Imagen
y Semejanza; Extraña Manera de
Asomarse; Estaba la muerte sentada,; Resplandor
de los Días Inusados; Lengua devorada;
Huaco; Favor del Viento [antología] Peso
Muerto; Del orden y la dicha, Obra Selecta [antología, 2011].
Producción teatral: 17 obras/ monólogos reunidos en Rosas
de Sal, Teatro I, Teatro II, Un dios
menor [2013].
En
novela sus obras editadas son: Año de serpientes [1995]; Ceniza
de orquídeas [2003]; Algo en el aire,
[2004]; La Fiamma [2009];
Traje de Lirio [2014],
Entre los
premios obtenidos pueden citarse: Premio Regional-Nacional de Poesía
(Zona NOA); Primer Premio Casa de Poesía “E. Carriego”; Primer Premio Municipal
de Poesía,Ciudad de Catamarca; Premio Letras de Oro, Honorarte; Primer Premio
Municipal de Novela de Buenos Aires; Internacional de Dramaturgia “Garzón
Céspedes”, España; Nacional “Esteban Echeverría”: Trayectoria en Narrativa, Gente de
Letras; Nacional 'Micaela Bastidas' [cuento], INADI.
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