Sospecho que es más fácil hablar de la propia vida que de la escritura personal, posiblemente nunca logramos establecer la debida distancia con las palabras escritas como para alcanzar algún grado de rigor. Ya sabemos que cada artista se siente único en lo suyo y pensar la escritura nos obliga a encuadrarnos en algún tipo de tradición literaria. Por un lado amamos pertenecer, pero por otro, aparece una indomable necesidad de diferenciarnos. Entre esas tensiones se ubica el texto y de la transacción posible entre esas dos instancias surge o muere su originalidad. Escribí esta novela “El camino de los viajeros” a mediados de los noventa cuando la perspectiva histórica me permitía -esta vez sí- tomar una distancia con los años de la dictadura militar. La novela transcurre poco después de la guerra de Malvinas. Intenté narrar la vida cotidiana de un modo sesgado, quise contar desde adentro lo que vivimos y ubicar el relato en una frontera geográfica fue la simbología más apropiada para hacerlo: vivir en la orilla temiendo caer de este o del otro lado, la frontera de la vida y de la muerte, la frontera política que divide dos países, dos idiomas, la frontera del mundo social y la de la reclusión. Y tantas otras. Para mí fue un gran desafío salirme de escenario natural: el barrio en la ciudad para componer lo que podría llamar una novela rural, que impone un cambio en la mirada. Frente a la tradición ineludible de Horacio Quiroga se me planteó el dilema de cómo presentar el paisaje al contar una historia que transcurre en el monte misionero considerando que el paisaje funciona como un personaje más. El trabajo de escritura que me facilitó este tránsito es otra historia que también forma parte de mi vida. En mi caso escritura y vida han ido por carriles paralelos, claro que sufriendo una distorsión a veces bastante tajante. Como mi línea de escritura no está en la del realismo quiroguiano, en cierto sentido no corrí el riesgo de la imitación, digamos que en este caso puedo correr el riesgo de la extravagancia y sabemos que en arte el riesgo es parecido al ideograma chino que equipara crisis con peligro y oportunidad al mismo tiempo. Sea como fuere, confieso que no me resultó fácil escoger algunos tramos de la novela que funcionaran individualmente de manera tal que al leerlos no se perdiera el sentido de la trama y la información general que otorga leer la novela en forma completa. En fin. Lo de siempre, con las palabras, todos lo sabemos, entramos en un terreno resbaladizo.
Fragmentos de “El camino de los viajeros” - Ed. UNL- Santa Fe 2012
Estoy lavando ropa en la piletita. Una araña se enrosca y se desenrosca en su tela, se abre, es temible, la espío mientras el agua fría y escasa va cayendo sobre la tela estrujada, sobre mi piel que se paspará, sobre el pórtland rugoso y gastado de la pileta, sobre el aire que traspasa hasta llegar al agujero de la rejilla y se escurre musicalmente. Lavo la ropa, le quito la suciedad del mundo, del cuerpo, los recuerdos, las formas que mis codos, mis rodillas, mis senos le dejaron, la retuerzo y los infinitos hilos del entramado de algodón forman ángulos, dobleces, ondulaciones, forman una inaguantable desproporción con la naturaleza. Enjuago, enjuago, enjuago, ya nada queda de lo que dejó mi cuerpo sobre la ropa, el agua lava, bautiza de nuevo, el agua estira, estira, llueve sobre mi ropa, el agua se escurre por todas partes y una araña enorme y negra que tiene el tamaño de mi mano abierta, imita en la intemperie del aire los descuartizamientos de esta ropa mojada que estrujo una vez más, mis manos se cierran para retorcerla, mis ojos se achican para acompañar su tamaño. Hago desaparecer la forma de mi cuerpo en mis manos y la araña pendula, arañosa y negra la araña. Mientras tanto se precipitan, suben y bajan los pájaros de alas dientudas por el cielo, y la araña y yo aquí estamos, silenciosas, retorciendo lo que queda de nosotras y el agua cae y se escurre y se precipita hacia un fondo que soy incapaz de imaginar. El agua, los pájaros, la araña, yo. Mi ropa estirada en el aire chorreando agua. Agua. No muy lejos, a orillas del río, otras mujeres con los pies en el agua golpean ropa mojada contra las piedras. Golpean y golpean. Ese golpeteo intenso, perturbador, resuena en la boca de mi estómago.
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Los milicos desconocían la relación estrecha que sus pobres personas mantenían con la muerte, con esa misma muerte, la de todo el mundo, la que continuaba unida a mí por el lado izquierdo y me acompañaba dejando que un hilo de aire me confirmara su compañía. Para los milicos, en cambio, la muerte era el resultado de una acción que ellos podían realizar o a la que ellos se enfrentaban. La muerte podía acompañarlos o estar a su lado, era tan sólo un agregado de la vida, podía aparecer o no, y nada cambiaba. La muerte para ellos brotaba de una maniobra del cuerpo, a la que únicamente el cuerpo era capaz de responder. Ellos no creían que a la muerte se la pudiera mirar a los ojos. Es muy probable que, en el fondo, los milicos carecieran de ese don, de ese sentido de la simbolización y que sin duda, en el caso de haberlo poseído, los hubiera acercado a alguna forma de sabiduría o les habría cambiado el rostro para siempre y quitado la postura rígida y la sequedad de la mirada. Tal vez su prolongado, legendario contacto con las armas de fuego contribuyó bastante a que el acto de morir se les hiciera cotidiano, a que se les fuera metiendo adentro de las intenciones, al punto de que se les mezclara en sus quehaceres, tanto y tanto, que ya nunca más pudieran quitársela de las entrañas y de los escondites más escondidos de su cuerpo. Es muy factible que ese contacto repetido con las armas les hubiera pulverizado la capacidad de hacer de la muerte algo semejante a una sombra con la que, acaso, se pudiera conversar. Para ellos ver matar o convertir a las personas en muertos eran acciones simples, tan simples que hasta podía evitarse hablar de ellas. Después ningún resto, ningún vestigio, nada les quedaba, salvo el recuerdo o la memoria de un cuerpo que, al haber pasado por el acto de morir, se convertía en una cosa. De cualquier modo se trataba de una memoria insignificante. Si la vida era un envoltorio de celofán, la muerte era un objeto frágil, frágil o poco consistente o, tal vez, escurridizo como el agua que con todo se mezcla, menos con el aceite. Y la frágil muerte, simple, muy simple y enhebrada hilo por hilo, estaba en la torpeza de cada uno de sus movimientos, de la mañana a la noche. En ese sentido prácticamente nada en común tenían con Marcos. Por el contrario, Marcos sentía que la muerte era lo que era: una presencia que merodeaba a la gente y cada tanto se le escapaba por los ojos. Si en algo se vincularon y se enfrentaron los milicos y Marcos tal vez fuera en la relación que cada uno de ellos tenía con la muerte. Para los milicos la muerte no existía por sí sola, surgía de un acto de necesidad, eso que se desprendía de la gente o de la voluntad del cuerpo de la gente. Para Marcos, en cambio, se trataba de una contrincante casi sagrada. Sagrada y bestial. Por eso cada noche, al acariciarme, la acariciaba y la acariciaba sin descanso, con una lentitud exagerada, hasta volverla translúcida.
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Inexplicablemente nació en nosotros una verdadera pasión por las películas de Chaplin. Nos desvivíamos por ir una y otra vez a las universidades y a los cineclubs donde las circunstancias y los policías vapuleaban al hombrecito gris, donde todo sucedía demasiado rápido y el cuerpo del hombrecito era flexible e inmaterial. La vida se volvía contundente y precisa, cada acción provocaba una consecuencia que se encadenaba a otra serie de consecuencias enlazando a las personas en una trama disparatada. Así el destino podía ser blanco o negro y en cinco minutos volverse grisáceo. La vida era efectiva en las películas de Chaplin y a la vez era devorada por el tiempo, cada hecho tenía un significado y un peso irrevocable, pero ese hecho no aplastaba ni decidía nada, se diluía en el instante y de esta manera cada instante, pleno y rotundo, era a la vez fugaz.
En las películas de Chaplin no había por ejemplo un monte ni ninguna frontera, en todo caso había frontera y ninguna era más importante que otra. No había un policía sino muchos policías y la ciudad era muchas ciudades. El mundo se veía tan extremadamente intangible y las personas tenían una trascendencia tan opaca que daban ganas de quedarse a vivir allí, de dejarse estar en esas avenidas blancas y hasta de poner la cabeza bajo el cachiporrazo de los policías. El mundo se podía inventar y descomponer con igual intensidad, se lo podía modificar sin que se lo tuviera una que tomar en serio. Ninguna cosa ocupaba un excesivo espacio en las películas de Chaplin y, aunque había máquinas que se olvidaban del cuerpo de la gente o tranvías infernales, todo parecía leve y antojadizo, la muerte no existía en las películas de Chaplin, porque nada duraba demasiado. Y eso ya era una gran ventaja para nosotros.
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