Espiral de Saraswati

miércoles, 12 de septiembre de 2012

EL TIRONEADO OFICIO DE ESCRIBIR



  No es fácil lidiar con la escritura. La palabra escrita es un material denso. Con sólo  utilizar un diccionario de sinónimos comprobamos que un adjetivo no puede ser fácilmente reemplazado por otro.  Los límites entre una palabra y otras están marcados y ninguna puede suplantar holgadamente a la otra. Si las palabras fueran más dúctiles y lábiles se amañarían más blandamente entre sí, se dejarían intercambiar. No hay exactitud, no hay correspondencia entre dos sinónimos. Nuestras  percepciones se deshacen en lo dócil  de las vivencias del mundo mientras nuestras palabras adquieren la dureza del monumento. Sospecho que desde  sus orígenes se planteó el arte literario como una alternativa a la vida misma siempre en continua oposición  porque intentamos trasladar  mendiante un instrumento duro la blandura de la experiencia. Este es, desde ya, un dilema sin resolución. Durante siglos hemos visto que el alcoholismo fue un ingrediente común en la vida de los escritores como si hubieran pretendido disolver con el alcohol era pétrea condición del material de trabajo. Veamos. Durante el proceso de escritura atravesamos distintos momentos. El primero, el llamado "volcar la materia prima" o crear el magma puede imponer la dificultad de enfrentarse al vacío, hablamos del clásico miedo a la página en blanco. Pero una vez sorteada esa dificultad si es que se presenta, todo parece fluir. Y claro, esto es comprensible, todavía no nos hemos enfrentado a la dureza del lenguaje. Luego de trabajar el ritmo, de plantear las intrigas, de atar los cabos sueltos, de entretejer la maraña del relato y demás cuestiones, aparece la palabra en su desnudez. Nos enfrentamos a la cacofonía y ahí es donde  cada palabra muestra su falta de doblez, su condición marmórea. Y lo más terrible es que  justamente con esas  palabras hechas de la misma inalterable materia, pensamos: el acto de pensar está construido con palabras, y nuestro pensamiento nos constituye. Si no escribiéramos no nos hubiésemos dado cuenta de este exceso de cualidad de la palabra.  Nuestro pensamiento y lo que está  vertido  en la hoja comparten su condición. La vida va por otro lado, fluye, se sorprende constantemente de sí misma, se sobresalta, brinca, va por debajo de las aguas y fluye como un mar. Y nosotros, en el medio, intentando recrearla con un material que se nos rebela a cada paso.
  No es casual que cuando llega el momento de la publicación quedemos atormentados y extenuados porque nada de lo que pretendemos conquistar se doblega. En realidad escribir es un acto continuo de renunciamiento.  Aceptamos esta palabra, cambiada mil veces antes  en nuestra mente y durante la corrección porque no hay otra mejor. Publicamos, como decía Borges, para no seguir corrigiendo. ¿Corregir lo incorregible es acaso perseguir una ilusión que nunca se logra alcanzar? Resulta extenuante lidiar con  linealidad del lenguaje y su entrecortada urdimbre. ¿Una palabra escrita equivale a una decepción amorosa? No sé, no sé. Mi pensamiento, mis palabras escritas y el mundo se la pasan tironeando como en una cruenta relación amorosa. ¿Hacer literatura es estar casado con la desavenencia? No sé.  No sé.

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