MARÍA LYDA CANOSO: UN CUENTO
La original obra de Marily Canoso tiene la virtud de construir espacios inauditos, inconmensurables y a la vez cotidianos, yo diría que hay un cruce entre lo fantástico y lo costumbrista, pero lo costumbrista con una vuelta de tuerca que lo sitúa más allá de lo establecido por la tradición. Entonces se produce una interesante combinación donde los personajes con rasgos curiosos, a veces desopilantes, un poco absurdos, un poco caricaturescos, desnudan su condición humana. Estamos frente a una obra singular, una obra de espesura, de capas y capas de significación, de profundidades y al mismo tiempo campea en el humor con gracia. Los relatos de Marily Canoso siempre sorprenden y abren puertitas, no sólo esas puertitas, las de una casa provinciana, esas que atraviesan sus personajes entrando y saliendo de sitios inesperados sino las de la escritura entendida como un arte.
El día que Baltazar se apareció con una iguana capturada por los chiquilines de la costa de entre esa verdadera maraña que era el tremendo camalote que, flotando desde sabe Dios qué húmeda espesura, entre latas y maderas y hojas podridas y naranjas bajara por los rápidos del imprevisible Paraná, logró que doña Mima abandonara por un rato el vaivén de su mecedora vienesa, los rezos y blasfemias y hasta ese malhumor que la impulsaba a ordenar arbitrariamente esto o aquello a sus holgazanes sirvientes imaginarios, entre los que por sus trapacerías se destacara el Rubio, querubín de mala entraña que, por el solo placer de atormentarla, liberaba a los canarios de su Alhambra de alambre y confundía al loro al punto de que, siendo todos los habitantes de la casa partidarios de la revolución libertadora, el ave inocente champurreaba en agudos la marcha peronista.
Tras dos largos días de agonía, y sin razón aparente, el Duke remolón de los pies de la cama había sido encontrado ya en las últimas con un empacho de muerte. Doña Mima una vez más no dudó en atribuir esa verdadera tragedia a las malas artes del Rubio.
Inútil fue llamar a Filomena que, abarcando un campo mucho más amplio que el estrictamente científico, de medicina sabía casi tanto como el Dr. Verídico, vuelta a vuelta mechaba su rutina de tender camas y pasar el espadol por los mosaicos de la clínica, con la aplicación del conjuro en tinta china que por meses resistiría al jabón y lavandina, en pacientes a quienes poco les importaba exponerse a la burla de los escépticos, con esas nítidas crucecitas dibujadas a mano alzada sobre sus lomos desbordantes y chichas voluptuosas, imposibles de ocultar bajo traje de baño alguno en la pileta del Social.
Esta trabajadora de la Salud llegaría con su maletín de paramédica, imaginando que la enferma debía ser Mima. Razones no le faltaban para pensarlo, argumentó que la había visto varias veces grave, por ejemplo cuando ésta se pasara de la raya con yemitas glaceadas. Ni qué decir cuando se atascó con el budín de pan: fue entonces cuando a fuerza de masajes la Filo pudo hacer que el bolo circulara en sentido correcto, devolviendo a doña Mima su facultad respiratoria.
Apenas Filomena llegó a la casa hubo de palmearla, diciendo con aire campechano: “A ver si esta preciosa me saca bien la lengua”. Doña Mima la miró como en Babia, y la Filo ni siquiera advirtió que Baltazar con ojos insistentes le indicaba el almohadón de terciopelo donde, sumergido panza arriba, agonizaba el Duke.
Si bien con el felino ya nada pudo hacerse, Filomena debió aplicar a doña Mima la inyección para los nervios, ya que simulaba arrojarse a un precipicio con los ojos volteados, vociferando contra el Rubio y toda esa sarta de malvados que, desde hacía años, le venían haciendo la vida imposible impulsándola a comer esas bolitas dulces con total desenfreno.
Doña Mima miró a la iguana con cierta familiaridad y le pareció reconocerse en la papada. Así fue cómo, por esas cosas de la piel, doña Mima hubo de encariñarse con el batracio que, si bien no llegaría jamás a ocupar el almohadón por ser éste un medio demasiado seco, privado ya de su paisaje fluvial, hiciera suya la bañera que, decorada con las plantas acuáticas que los chicos de la costa hubieran de entregarle a Baltazar a cambio de un puñado de caramelos, y algunas otras plantas del porche que, por estar en macetas pequeñas, entraban cómodamente en el baño, desde ese día, vino a convertirse en un burdo remedo del torrentoso Paraná.
Bastante tiempo duró la diversión de doña Mima. Ya no pasaba los días en la hamaca sino que arrastraba su corpulenta humanidad a través de los cuartos, apoyada en el trípode que no se animara a abandonar después de la caída de Frondizi.
Fue gracias a la iguana que Baltazar se permitió desgranar algunas tardes en el Social y las restantes en el Oriente de frente a la plaza. Eufórico arregló el mundo con partidarios y viajantes, otras veces calmo y pensativo vio perderse en el aire innumerables volutas de humo, mientras del otro lado del cristal el bullir de humareda del arranque de los micros sobresaltaba a los apacibles novios hasta que nuevamente todo era una quietud incendiada.
Pero la iguana no era feliz. Su primitivo regodeo en la bañera se había transformado en indiferencia. Desde el antepecho miraba quietecita el agua con sus adormecidos ojos de huevo y se quedaba así, esperando algo impreciso. De repente tremolaba la papada en la que doña Mima se reconociera, chasqueaba la cola y corría a esconderse por entre las macetas o tras el inodoro. La Iguana miraba con indiferencia a doña Mima que por complacerla desmigajaba esos corazoncitos que en crujiente caja le regalara Baltazar, modelando con la punta delicada de sus dedos pequeñas confituras esferoidales.
A simple vista la iguana parecía adelgazar cada vez más. Varias veces desapareció hasta la noche, y algún vecino la encontró vagando entre las plantas del fondo contenidas por el tapial encalado que miraba hacia el río.
Cuando en algún momento Baltazar le dijera: “Venga, mmamma... veeengasé para ddentro”... doña Mima no haría sino vistear con el cuchillito de su índice en el aire, sentenciando: “son cosas del Rubio”, o “ese ladino todavía tiene el tupé de hacerme morisquetas”...
La noche en que se hicieron las once y todo fue órdenes y linternas, conos luminosos que se desplazaban lentos, olor de azahares y a pasto pisoteado, humedad y grillos, oscuridad y la luz y la oscuridad, Baltazar hubo de revisar hoja por hoja, tronco por tronco, hasta llegar al convencimiento de que efectivamente la iguana se había ido.
Doña Mima, desde lo alto de la breve escalera de acceso a la galería y apoyada en su trípode, con el marco italiano de pilares de balaústres, no hizo sino declamar incoherencias quejándose todo el tiempo de ese Rubio oscuro, ladino, que con sus tretas una vez más le hacía la vida imposible.
Baltazar dejó la linterna en la baranda y trató de apaciguarla con la promesa de que no bien aclarara reanudarían la búsqueda. Mientras tanto en la cocina Filomena preparaba una tisana que, luego de beberla, obraría tal efecto sobre Mima que por mucho tiempo sería recordada. Nadie olvida los artilugios que se tuvieron que hacer para convencerla de que bebiese el cocimiento que le presentaban en majestuosa taza, para luego trasvasárselo a su vez al jarrito de plata.
Cuando más de uno ya estuvo al borde del colapso y, tras agregarle el azúcar, que era lo que el cuerpo de doña Mima reclamaba, por fin el líquido fue pasando lentamente de la taza a su garganta de iguana, y, sin dejar de clamar por la iguana, doña Mima se fue amodorrando, y en esa duermevela pidió que se la ayudara a desplazar el trípode de pieza en pieza haciendo que los chicos buscaran debajo de las camas. Una vez que recorrió la casa, como borracha, aún vestida y siempre ayudada por varios de nosotros, se desplomó en la cama del baldaquino que se mantuvo firme por los refuerzos de fierro forjados por Baltazar, quien a esa altura pedía en la cocina beber el mismo cocimiento.
Vestida como estaba y murmurando insultos al Rubio, instruyendo órdenes que rayaban el delirio y desafiando, ya instalada en ese medio sueño que paulatinamente fuera tornándose en ronquido, al fin dejamos a doña Mima tendida en la cama.
Pasaron días en que la casa estuvo quieta porque nadie osaba acercarse temiendo despertar a la durmiente que se mantenía viva a fuerza del suero que le regulaba Filomena. Comenzamos a preocuparnos y, pasadas dos semanas largas en las que todos fuimos cayendo progresivamente en la desesperación, alguien sugirió llamar al ilusionista animador de fiestas que, a poco vino con sus artefactos de producir la magia y una despampanante secretaria a lo Marilyn Monroe que fue el furor entre los habitués del Oriente. Estaba escrito que Baltazar se enamoraría perdidamente de ella.
Todo fue en vano: ni aún con esta deliciosa mujer serruchada al medio, ni con esos chistes de políticos que nos hicieran a más de uno mover el vientre de la risa, logró el ilusionista traer a doña Mima a la conciencia. Tanto Mima como la iguana jamás regresaron.
Un viajante que vino de Rosario contó como hecho curioso que, más allá del Saladillo, alguien de la Isla había visto en un recreo cercano a un rápido del río, a un joven rubio con dos iguanas: una grande, bien torpe, y una pequeña de ponderable agilidad, amenizar reuniones de parroquianos con la desopilante pantomima acuática. Y sólo por la comida que, en el caso de las iguanas pedía el rubio que fuera más bien tirando a dulce, que salada.
APUNTES DE MI BIOGRAFÍA LITERARIA.
Nací en Casilda, cerca del Carcarañá. Estudié Bellas Artes en Rosario y de inmediato en uno de esos viajes de aprendizaje, estudié durante casi un año Vitrales en Londres.
¿Qué tendrá que ver esto del Carcarañá, la plástica y los vitrales?, dirás.
Bueno. Creo que fue de ese promedio que se me construyó una mirada. También transité otros caminos, hasta la Arquitectura. Al fin me di cuenta de que, como diría mi nieta Sofi, la escritura es lo mío. Aprendí y enseñé. Y en el medio escribí varios libros, en este orden:
Telegramas azules (Cuentos) Editorial Corregidor.
Por qué te niegas al olvido - Editorial Torres Agüero. Premio Cuento 1987, Fondo Nacional de las Artes.
Biarritz (Novela).
Corazón de Manhattan (Novela).
Contra el brillo final (poemas).
María Lyda Canoso
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