Espiral de Saraswati

domingo, 24 de marzo de 2013

SILVIA MIGUENS: FRAGMENTO DE SU NOVELA "LUPE"





Lupe es una novela entrañable. Nada sobra, nada falta. La historia del país está entretejida hábilmente en los pormenores de la cotidianeidad de estos seres que principios del siglo XIX.  Si bien puede encuadrársela dentro del llamado género de la novela histórica o mejor aún de la biografía novelada, el texto trabajado cuidadosamente deja siempre flotando cierto grado de imprecisión que le da un valor agregado, así  lo enigmático empuja la obra un poco fuera de los márgenes del género. A lo largo del relato es acto de mentir adjudicado a la protagonista abre un surco en el que podemos perdernos para encontrar la huella de esta mujer que oficia de mirador de un momento crucial de la historia argentina. Mentir, no comprender, desconocer dejan su sombra sobre la totalidad y el grado de veracidad de lo enunciado. De modo que la supuesta mentira, la intriga y el ocultamiento en la vida privada operan como un espejo de la gran política. Poesía e  intensidad en su justa medida. El fragmento transcripto a continuación relata la llegada de Guadalupe Cuenca (Lupe) esposa de Mariano Moreno a una Buenos Aires virreinal.


     El coche había disminuido la velocidad y un enjambre de gente y animales reemplazaba el paisaje que se había visto hasta entonces por las ventanillas. Se detuvieron sólo por un rato, en aquel lugar que Mariano les presentó como los corrales de Miserere. Guadalupe pensó que algo más que corrales debían ser, de lo contrario por qué estaría aquel hombre amarrado a un cepo junto a aquellos muros de barro donde el sol pegaba con tanta fuerza que parecían a punto de resquebrajarse.
El agua de alguna lluvia anterior y el orín de los animales había convertido el lugar en un enorme lodazal, y como el sol era mucho, los olores se hicieron más, e irrumpieron en ese paisito del coche que Guadalupe preservaba desde Chuquisaca. Aquel Chuquisaca donde el aroma de la tierra era otro.
En Buenos Aires todo era distinto. Hasta la pobreza. No había indios apoltronados en el piso con las espaldas contra la pared y las sumisas piernas recogidas, tampoco indias con laminada baja sobre los colores de sus faldas, ofreciendo tejidos, dulces o pájaros enjaulados, ni ciegos con lazarillos domésticos. No se veían suaves golpes de Yo Pecador sobre los pechos arrepentidos, ni rosarios entre las manos de gente parada frente a las puertas de las iglesias, tampoco se adivinaban Aves María entre los labios. Esta pobreza del Río de la Plata, poblada de gritos en bocas desdentadas y de manos veloces sobre los cabos de los cuchillos, era una pobreza torpe, sucia, amontonada y hundida en el barro.
Un uniformado aparentemente borracho vociferó alguna cosa y sin desmontar del caballo inclinó el cuerpo para mirar en el interior del coche. Al ver la levita de Moreno se calló, respetuoso,  e hizo un breve saludo con el rebenque. Unos capones recién carneados colgaban de unos ganchos y, bajo un tinglado, una mujer sobaba un trozo de masa sobre su muslo generoso. Había bueyes, mulas y caballos encerrados en corrales y unos chicos jugaban entre el barro. Un poco más lejos, dos mujeres se peleaban tirándose de los pelos.
-¿Por qué se pelean?- preguntó la Negra Grande.
-Por un hombre- contestó Guadalupe y las dos rieron sin quitar la vista de las mujeres que se empujaron hasta  caer al barro como si fueran costales de maíz.
El coche arrancó, avanzando lentamente y sin pausa, hasta perder de vista el último de los corrales. Atrás fueron quedando los gritos, las burlas de los borrachos y las órdenes feroces de los capataces; los relinchos y el chasquido de los arreadores sobre el lomo de los animales. El paisaje se aplacó y todo fue paz.
Aparecieron en cambio casitas prolijas, perros mansos en los patios, malvones en los jardines y acequias limpias junto a una calle donde los árboles resplandecían en aquel septiembre de 1805. Una mujer de vestido celeste, con un bebito en brazos, sonrió a Lupe y puso finalmente algo de sosiego en su mirada.
Unas vacas de ubres dóciles seguían a un lechero cubierto con una boina negra, que llevaba un banquito sujeto por detrás de la cintura y un balde en la mano.
-¿Vienen de lejos?- preguntó el hombre-
-De Chuquisaca.
-¿De tan allá?
-Sí. ¡De tan allá…! – contestó Guadalupe y los ojos se le llenaron de lágrimas.
Señalando a Marianito, el hombre dijo:
-Mientras él ande cerca, señora, ningún lugar va a ser demasiado lejos.
Y le alcanzó un vaso de leche tibia con espuma. Guadalupe bebió hasta la última gota y le ofreció la sonrisa más ancha que le había nacido durante ese largo viaje; Marianito alzó una mano y le tocó la boca.
Siguieron andando; una hora después el paisaje volvía a cambiar.
A cada lado de la calle se alzaban casas con portales ostentosos y pulidas aldabas de bronce. Los patios eran arbolados, los tinajones hervían de geranios, las pérgolas ponían una sombra de glicinas sobre la tierra ye n los balcones había un alarde de claveles rojos nunca visto. Tras la cancela de un zaguán, una mujer alta de ojos claros y peinetón se movía con soltura. Un paseante le dijo algo y ella se rió con una carcajada centelleante. De inmediato Guadalupe buscó la mirada de Moreno y la encontró perdida por ahí.
Todo seguía siendo distinto de Chuquisaca. Las rejas de los portales eran fuertes, de curvas llanas, sin nada de la ternura ni de la picardía andaluza que les ponían las manos sabias del Altiplano. Las personas parecían más altas, de tanto mirar lejos, y los huesos fuertes de esas caras parecían haber sido esculpidos con la misma nobleza castellana de todo lo demás…Bien que le había enseñado Marcos el platero a ver en el fondo de estas cosas.
El aire, sorprendentemente húmedo, trajo una mezcla de olores nuevos que provenían de esa agua grande y marrón extendida desde la Alameda hasta llegar quién sabe dónde. La Negra Grande y Guadalupe se miraron consternadas, pero cuando Moreno hizo una seña con la cabeza, volvieron a asomar los ojos alarmados por la ventana.
-Camalotes- le dijo Moreno.
Los camalotes flotaban un poco más allá del encaje de espumas mansas, pegándose a las toscas. Una barcaza fondeada giraba lentamente su proa hacia la virazón de la tarde y una goleta parecía navegar a palo seco.
Guadalupe miró extasiada el río de una sola orilla y del color de los charcos, y aquellas nubes bajas también marrones, y la bandera, con los colores de la corona, que el viento había enredado en el mástil de la fortaleza, y, un poco más lejos, el octágono murado de ladrillos cubiertos por revoque a la cal, con una galería alta, espacioso y abierta que Mariano le señaló diciendo que era la Plaza de Toros del Retiro.
Y no todos los olores eran raros. Algunos iguales a los de Chuquisaca. A pan, a harina y a pasto fresco que se secaba al sol. Y a género. Cilindros enormes de seda arrollada y paños ingleses y encajes, con toda la fragancia de las telas nuevitas. Olor a tienda y a puntillería; olor a mesa de costura y papel de molde y a tía Petronita; olor a tertulias donde poder estrenar vestido nuevo. Guadalupe sonrió a Mariano para compartir su descubrimiento, pero él no la vio. Estaba atento a unas muchachas altas que parloteaban con soltura y cierto desenfadado recato frente a la tienda. Una de ellas señaló la vidriera y las otras, los talles ceñidos y las piernas largas bajo la falda, entraron.
Guadalupe desvió su mirada de Moreno a las muchachas y en ella había cierto vestigio de alarma que todavía la acompañaba cuando el coche entró al jardín de la casa.
-¿Es acá?- preguntó la Negra Grande.
Moreno no contestó, pero por la forma en que se le iluminó la cara, Guadalupe y la Negra Grande supieron que ese era el traspatio de los Moreno, bastante similar al de la casa de las Cuenca. Cuando se bajaron del coche, todos rodearon a todos.
                                        De “Lupe”- Editorial Tusquets  - Buenos Aires 1997


Silvia Miguens   es novelista y especialista en temas de género. Nació en Buenos Aires, Argentina. Su novela Lupe (Tusquets 1997)  obtuvo el tercer premio Ricardo Rojas de la Secretaría de Gobierno en 1997. Entres sus obras podemos destacar: Ana y el virrey (1998), La gloria eres tú (Sudamericana 2000 y 2004), Anita Gorostiaga, Una mujer entre dos fuegos (Sudamericana 2001) y Cómo se atreve (Sudamericana 2004). Ha escrito ensayos. El Aleph y Ficciones,  dos abordajes sobre los cuentos de Jorge Luis Borges y otro sobre la vida de Eva Duarte, publicados en Colombia. En la actualidad está escribiendo una novela que retoma el personaje de Guadalupe Cuenca.


Lupe . Silvia Miguens

Ana Y El Virrey. Silvia Miguens
   

lunes, 4 de marzo de 2013

GLORIA PAMPILLO



  Cuando yo andaba con mi primer libro bajo el brazo repartiéndolo por los barrios de Buenos Aires como una vagabunda, una tarde –recuerdo perfectamente que fue una tarde- llegué hasta el hall del departamento de Gloria Pampillo con la intención de darle “Hay una nena que gira”.  Por supuesto a Gloria yo no la conocía personalmente, había leído uno de sus libros: “Estimado Lerner” y la frecuentaba como crítica y pionera de los talleres literarios en desordenadas lecturas. En aquellos tiempos no se cerraba con llave como ahora en Buenos Aires la entrada de los edificios. No sé cómo terminé hablando en aquel dichoso hall con unos señores bastante mayores de edad  que la conocían porque eran vecinos. Ellos me regalaron tres tabas.  Después de mucha charla y de que los señores me explicaran cómo apoyar las tabas para evitar la mala suerte, les dejé a ellos el encargo de entregarle a Gloria mi libro y me fui con las tres   aquella tarde de 1988.
Pasaron los años hasta que Cristina Siscar me invitó a formar parte de un grupo literario. No sé si en el medio la conocí a Gloria en alguna lectura pública. No recuerdo bien. Lo que sí está en mi memoria es que la primera reunión de ese grupo literario se hizo en el mismo departamento de San Telmo donde años atrás  yo había aparecido con mi libro y donde me regalaron las tabas. A los señores esa nochecita no los vi. Al grupo lo bautizamos “De la serpiente”. Nos reuníamos una o dos veces por mes en la casa de alguno de los integrantes y luego íbamos a cenar. Puede decirse que ahí conocí verdaderamente a Gloria Pampillo  que enseguida atrapó mi corazón. Generosa, cálida, profunda y sobre todo compasiva, además de lúcida y talentosa desde ya. Yo fui la primera en irme de aquel grupo que terminó disolviéndose pronto. Gloria se mudó poco después. Aquello fue más o menos a mediados de los  noventa.  En el ínterin viajamos juntas a Rosario para asistir a un congreso de literatura femenina y compartimos la habitación. Entonces pude asociar su distracción con la mía, dispersas las dos, con la cabeza en las nubes.
Sin haber perdido nunca mi condición de vagabundeadora literaria y transcurridos esos diez años en los que yo prácticamente desaparecí del mundillo porteño, si es que alguna vez pertenecí en algún sentido, me la volví a encontrar a Gloria en estos últimos tres años. Coincidimos en una lectura en la Sade donde le saqué una foto o en una presentación en la Biblioteca Nacional.  De  ella me deslumbró  siempre lo mismo: su calidad humana y su pasión por escribir y leer, por indagar los textos literarios. Gloria tenía esa huella del que hizo una mística del arte de la lectura y la escritura, dedicó su vida a eso, enseñando en las universidades, en los talleres, creando novelas, profundizando el modo de leer como si en esa práctica se encerrara a la manera borgeana la clave para desentrañar el misterio del Universo, cosa que no pongo en duda o que secretamente pienso que todavía está por verse. De alguna manera ella ha representado algo para todos nosotros, los que nos dedicamos a buscar en el recorrido horizontal de la escritura una profundidad que el mundo presente se encarga de borronear.
   Entonces ocurrió un pequeño milagro, Gloria me pide literatura infantil y juvenil para un proyecto del que ella formaba parte. Así le envié algunos cuentos y una novela juvenil que retrabajé incansablemente. Ella la imprimió y me la corrigió de cabo a rabo. Fue una ayuda importantísima para alguien que aún trastabilla en un género como el juvenil al que. a diferencia del de la narrativa para adultos, aún no termino de hacer propio. Así Gloria y yo volvimos a intercambiar papeles y palabras, una verdadera felicidad estar en contacto con ella, con su magia. Luego vino su curso en la Universidad de Ciencia Sociales sobre literatura e infancia en el que ella incluyó mi novela “El puño del tiempo”. Valientemente me inscribí y fui parte de sus estudiantes. Ahora valoro más que nunca esa experiencia intelectual. Escucharla ir de un texto a otro  indagando hasta la médula, invitándonos a reflexionar junto con los críticos sobre los textos de ficción fue una aventura maravillosa. A la salida íbamos a tomar un café. Esto ocurrió en los últimos meses del año pasado. El curso se interrumpió porque Gloria no andaba bien de salud. No llegamos a analizar mi novela, nunca supe si “Hay una nena que gira” le había llegado a través de los señores que me regalaron las tabas. Cuando nos encontrábamos hablar con ella sobre literatura era tan fascinante que no había tiempo para otra cosa más. En estos meses del verano  continuó con sus problemas de  salud, entre nosotras hubo varios mails y alguna comunicación telefónica. No llegamos a ser amigas, pero ella para mí como para tanta otra gente representa eso que la sociedad parece garrapiñarnos a cada rato: el amor a la escritura estética como una puerta de salvación, como una tierra donde apoyar los pies para que el mundo no nos haga trastabillar, un espejo, un caleidoscopio, un pasaje al otro lado. Se me ocurre que hay muchos otros lados y desde alguno de ellos Gloria nos debe estar espiando ahora, con su mirada lúcida, con sus ojos claros y esa pasión que no estamos dispuestos a dejar empañar los que nos dedicamos a hacer literatura en un mundo antiliterario.
¿Y las tres tabas que me regalaron los señores? –este relato comienza con ellas y por una ley básica de la narración no puedo dejarlas afuera- ¿Las tabas? Están sobre mi escritorio mirando con la punta hacia la ventana para que den buena suerte. Ahora me doy cuenta de que nunca le hablé a Gloria de aquella tarde ni de los tres señores en el hall de su edificio. Así como los relatos necesitan de una cuota de silencio, las vidas de la gente también, sobre todo una vez que parten de este plano. Por eso digo que entre la breve relación que hubo entre Gloria y yo  existió mucho misterio, el necesario para que un texto –una vida- tenga la envergadura que se merece.


Biografía de Gloria Pampillo según Gloria Pampillo 
(tomado de su página personal:  www.gloriapampillo.com.ar)

Nací en Buenos Aires, un 11 de noviembre. Estudié Letras. Un tiempo después descubrí que lo que deseaba era escribir. Intenté varias veces pero deseaba encontrar una manera libre e imaginativa de hacerlo; quería también vivir rodeada de un mundo literario. Todo se cumplió cuando entré en el primer taller que abrió el grupo Grafein. Me pareció natural compartir con mis alumnos y alumnas mi experiencia y comencé a ensayar con ellos las consignas de ese taller. El resultado fue muy feliz y desde entonces, dos caminos se me abrieron: la escritura de ficción, y la especialización en la enseñanza de la escritura. 

Fui a España, donde llevé los primeros Talleres de Escritura. En Madrid publiqué mi primer relato, "El viejo bajo el timbó" en la Revista Hiperión y mi primer texto, "Haches", en La Moneda de Hierro. Comencé a sistematizar el trabajo de los Talleres y coordiné grupos privados, para licenciados y en colegios universitarios. Ya de vuelta en la Argentina, pude dar cursos en Buenos Aires y en muchas provincias .En 1984, con el fin de la dictadura, fui convocada por la Universidad de Buenos Aires, primero a la Facultad de Filosofía y Letras y luego a la Carrera de Ciencias de la Comunicación que se iniciaba. Allí, con Maite Alvarado diseñamos el Taller de Expresión I o Taller de Escritura. 

Fui cofundadora de Sudestada, Asociación de Escritoras Argentinas, junto con Lea Fletcher, Mirta Botta, María del Carmen Colombo, Hilda Rais y Ester Andradi. Participé en la organización del Primer Encuentro Nacional de Escritoras Argentinas, organizado en Buenos Aires por Sudestada en el año 2000, así como en homenajes y seminarios sobre escritoras argentinas y uruguayas. Actualmente además de escritora soy profesora consulta e investigadora de la Universidad de Buenos Aires. 



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sábado, 2 de marzo de 2013

LITERATURA Y VIDA



No deja de resultar elocuente que el escritor y crítico literario argentino Ricardo Piglia comente con cierta carga irónica que ha escrito sus novelas y libros de cuentos como un pretexto para que alguna vez esos lectores ansíen leer lo hasta ahora inédito: su diario personal. De algún modo Piglia está estableciendo una conexión entre escritura y vida en tanto su diario personal es un registro de su vida real, sospecho que debe contener reflexiones sobre el acto de leer y escribir también. Y en esto de sospechar lo que hago es aventurarme sobre lo que no conozco, es especular, pensar en la vida registrada de un escritor que se ha mostrado al mundo desde su quehacer ficcional y desde su visión particular de la literatura. Lo cierto es que los límites en el caso de la literatura han sido bien trazados y las distintas corrientes del siglo XX jugaron con esa división transgrediéndola y disfrazándola. Quizá como en ninguna de las otras artes, el ejercicio de la literatura evidencia con mayor fuerza estos dos mundos. La frase ya acuñada “la torre de marfil” alude a esa sensación de que para escribir es preciso apartarse del mundo y el mundo es ante todo el espacio de la acción de vivir, en este sentido escribir se plantea como un alternativa a vivir, no es un vivir completamente, es un sucedáneo, a veces con signo positivo y otros, negativo. Si el artista es el que se para frente al mundo para observarlo y simbolizarlo, en el ámbito específico de la escritura esa acción aparece redoblada, reforzada. De cierta manera el bailarín no experimenta demasiado que para bailar tiene que dejar de vivir, ni siquiera el pintor siente lo que un escritor experimenta, me refiero a esa necesidad de reclusión que aunque sea muy similar a la de un pintor tiene una marca diferente. Y esto se debe a que se trabaja con la palabra. El color y la forma son un “otro”, la arcilla es innegablemente otro, no hay confusión, en cambio la palabra es pensamiento exteriorizado y el pensamiento nos constituye. El acto de escribir quizá sea  un acto de ensimismamiento muy grande, cuando escribimos estamos profundamente metidos  en nosotros mismos y ese tejido que es nuestra propia proyección nos envuelve.  Es un repliegue y ese repliegue suele devorarnos. La palabra difícilmente pueda constituirse como  un otro. La palabra es el resultado de la mente y nos empuja hacia la dualidad porque  cada concepto es entendido por oposición a otro. La palabra llevada a su nivel de mayor concentración de significado, en el caso de la poesía, ha sido vinculada con la locura. No es casual que entre los escritores el alcoholismo haya sido una de las adicciones más frecuentes. También en los músicos que es una de las artes que trabaja con un lenguaje de muy alto nivel de abstracción.
  Muchas veces me pregunto  en que nos convierte haber creado un mundo paralelo a este otro en el que por lo general tenemos tan poca ingerencia. ¿En demiurgos?  Sin duda el escritor es un ser esencialmente insatisfecho, tomarse semejante trabajo día tras día no hace más que demostrarlo. En realidad reflexionamos sobre la vida dentro de los textos porque tenemos la certeza de que la vida es sumamente intrincada. Sin la conciencia de ese misterio no existiría  la literatura, en todo caso hubiésemos preferido ser filósofos, para producir arte es necesario permanecer en el misterio o sostener dentro de nosotros una amplia zona de  ambigüedad e incertidumbre, de lo contrario nos resbalaríamos hacia el terreno de la ciencia. Y lo paradojal es que siendo tan conscientes de la línea divisoria que se extiende entre el saber y el no saber, entre la vida y la literatura nos empeñemos en borrar esa línea.
     Antes de la llegada de la computadora personal escribir se planteaba también como un acto artesanal, ese acto no ha podido ser desterrado por el uso de la pc, sin embargo nos ha evitado tipear innumerables veces una misma página en esa continua y obsesiva tarea de corrección del texto, el llamado pulido. Piglia llegó a decir alguna vez que la diferencia entre escribir y vivir era que la vida no se podía corregir.
   No nos  olvidemos que en desde las más antiguas culturas la palabra ha sido utilizada como exorcismo, acto de magia, conjuro. La palabra es poder, la palabra actúa penetrantemente sobre la materia densa, la palabra crea un mundo paralelo, los escribas de la antigüedad estaban al servicio de una autoridad política y religiosa concebida como una divinidad, en su origen la palabra está asociada a Dios mismo, de modo que no es extraño que entre todas las artes los que elegimos la palabra nos planteemos y replanteemos constantemente el cariz de nuestro oficio, la marca que separa el oficio de la vida, el quehacer del perseguir un destino, la función de esta palabra poética con respecto a sus otras funciones, intuimos que estamos trabajando con un material altamente peligroso y hablamos de la vida como si nos escurriéramos del acto de trabajo: escribir porque la torre de marfil nos apresó en algún momento y vivir sólo es un escape transitorio para volver otra vez a ese yugo luminoso, a ese espacio sagrado, cautivante y enloquecedor: hacer literatura.